»Habíamos llevado a Kurtz a la garita del timonel: había más aire allí. Él miraba fijamente a través del postigo abierto mientras yacía sobre el lecho. Se produjo un remolino en la masa de cuerpos humanos, y la mujer con la cabeza en forma de yelmo y curtidas mejillas se precipitó hasta el mismo borde del agua. Extendió sus manos hacia fuera, gritó algo, y toda aquella multitud salvaje continuó el grito en un coro rugiente de lenguaje articulado, rápido y sofocado.
»“¿Entiende usted esto?”, pregunté.
»Él continuó mirando fuera, por encima de mí, con ojos ardientes y añorantes, con una expresión que mostraba una mezcla de anhelo y de odio. No dio ninguna respuesta, pero vi aparecer una sonrisa de significado indefinible en sus labios descoloridos, que un momento más tarde se crisparon convulsivamente. “Cómo no”, dijo lentamente, jadeante, como si las palabras le hubieran sido arrancadas por un poder sobrenatural.
»Tiré del cordón de la sirena, y lo hice porque vi que los peregrinos en la cubierta sacaban sus rifles como si esperaran una bonita diversión. Ante el súbito silbido se produjo un movimiento de abyecto terror a través de aquella apretada masa de cuerpos. “¡No! No les ahuyente”, gritó alguien en la cubierta desconsoladamente. Tiré del cordón una y otra vez. Se separaban y corrían, saltaban, se agachaban, hurtaban el cuerpo, esquivaban el terror volador del sonido. Los tres hombres rojos habían caído de bruces y yacían boca abajo en la orilla, como si les hubieran matado. Sólo la bárbara y soberbia mujer no retrocedió ni un milímetro y extendió trágicamente sus brazos desnudos hacia nosotros sobre el sombrío y reluciente río.
»Y entonces aquella imbécil muchedumbre de la cubierta comenzó su pequeña diversión, y yo no pude ver nada más a causa del humo.
—La parda corriente fluía con rapidez del corazón de la oscuridad, transportándonos río abajo hacia el mar al doble de la velocidad de nuestro ascenso; y también la vida de Kurtz fluía con rapidez, escapando, escapándose de su corazón hacia el mar del tiempo inexorable. El director estaba muy sosegado, ya no tenía preocupaciones vitales, nos abrazó a los dos en una mirada comprensiva y satisfecha; el “asunto” había resultado tan bien como cabía desear. Yo veía acercarse el momento en que quedaría como único partidario del “método erróneo”. Los peregrinos nos miraban con desaprobación. Se me contaba entre los muertos, por así decirlo. Es extraño cómo aceptaba yo esta asociación imprevista, esta selección de pesadillas que me había sido impuesta en la tierra tenebrosa invadida por aquellos mezquinos y codiciosos fantasmas.
»Kurtz peroraba. ¡Qué voz! ¡Qué voz! Resonó profunda hasta el final. Sobrevivió a sus fuerzas para ocultar en los espléndidos pliegues de la elocuencia la estéril oscuridad de su corazón. ¡Oh, cómo luchó! ¡Luchó! Los despojos de su fatigado cerebro se veían ahora perseguidos obsesivamente por imágenes difuminadas; imágenes de riquezas y de fama dando vueltas obsequiosamente alrededor de su inextinguible don de la expresión noble y majestuosa. Mi prometida, mi estación, mi profesión, mis ideas: aquéllos eran los temas de las ocasionales manifestaciones de sentimientos elevados. La sombra del Kurtz original frecuentaba la cabecera de aquella hueca imitación, cuyo destino era ser enterrado al poco tiempo en el moho de la tierra primigenia. Pero tanto el amor diabólico como el odio sobrenatural de los misterios en que había penetrado luchaban por la posesión de aquella alma saciada de emociones primitivas, ávida de falsa fama; de distinción fingida, de todas las apariencias del éxito y del poder.
»A veces era despreciablemente infantil. Soñaba con que le salieran al encuentro reyes en las estaciones de ferrocarril, a su regreso de algún lúgubre Ningún Lugar donde pretendía llevar a cabo grandes cosas. “Usted demuéstreles que posee algo que es realmente beneficioso, y entonces el reconocimiento de su talento no tendrá límites —solía decir—. Por supuesto, debe usted tener cuidado al escoger los motivos, siempre motivos justos”. Los largos tramos, que parecían todos el mismo, las curvas monótonas, que eran todas exactamente iguales, se deslizaban al lado del vapor con su multitud de árboles seculares que observaban pacientemente el paso de este mugriento fragmento de otro mundo, el precursor del cambio, de la conquista, del comercio, de masacres, de bendiciones. Yo miraba hacia adelante mientras llevaba el timón. “Cierre el postigo —dijo Kurtz un día de repente—; no puedo soportar ver todo esto”. Así lo hice. Hubo un silencio. “¡Oh, pero todavía pienso retorcerte el corazón!”, gritó hacia la selva invisible.
»Tuvimos una avería, tal como yo había supuesto, y nos vimos obligados a detenernos, para reparar el barco, en la punta de una isla. Esta demora fue lo primero que conmovió la confianza de Kurtz. Una mañana me entregó un paquete de papeles y una fotografía; todo ello atado con un cordón de zapato. “Guárdeme esto —dijo—. Ese loco pernicioso —refiriéndose al director— es capaz de husmear en mis cajas cuando yo no le vea”. Le vi por la tarde. Estaba tumbado boca arriba con los ojos cerrados, y yo me retiré silenciosamente, pero le oí murmurar: “Vivir rectamente, morir, morir…”, escuché. No se oyó nada más. ¿Estaba ensayando algún discurso en sueños o se trataba de un fragmento de una frase de algún artículo de periódico? Él había escrito para periódicos y tenía la intención de volverlo a hacer “para la difusión de mis ideas. Es un deber”.
»La suya era una oscuridad impenetrable. Le miré como uno observa a un hombre que yace en el fondo de un precipicio donde el sol no brilla nunca. Pero no tenía mucho tiempo que dedicarle, porque estaba ayudando al maquinista a desmontar los cilindros averiados, a enderezar una biela torcida y otras cosas por el estilo. Vivía en medio de una confusión infernal de herrumbre, limaduras, tuercas, pernos, llaves, martillos, trinquetes, cosas que detesto porque no me entiendo bien con ellas. Yo me ocupaba de una pequeña forja que afortunadamente teníamos a bordo; trabajaba fatigosamente en un maldito cúmulo de desperdicios, a menos que tuviera escalofríos demasiado fuertes para poder permanecer de pie.
»Al entrar una noche con una vela, me quedé maravillado cuando le oí decir, con voz algo temblorosa: “Yazgo aquí, en la oscuridad, esperando a la muerte”. La luz estaba a menos de un pie de sus ojos. Me forcé a mí mismo a murmurar: “¡Oh tonterías!”, y permanecí de pie a su lado como transido.
»No había yo visto nunca nada parecido al cambio que sobrevino en sus facciones, y espero no volverlo a ver. Oh, no me conmovió. Me fascinó. Fue como si se hubiera desgarrado un velo. En aquella cara de marfil vi la expresión del orgullo sombrío, del poder despiadado, del terror pavoroso; de una desesperación intensa y desesperanzada. ¿Estaba acaso viviendo de nuevo su vida en cada detalle de deseo, tentación y renuncia durante aquel momento supremo de total conocimiento? Gritó en susurros a alguna imagen, a alguna visión; gritó dos veces, un grito no más fuerte que una exhalación:
“¡El horror! ¡El horror!”.
»Apagué la vela de un soplido, abandoné la cabina. Los peregrinos estaban cenando en el comedor, y yo tomé asiento frente al director, quien levantó los ojos para dirigirme una mirada inquisitiva que conseguí ignorar. Él se echó hacia atrás, sereno, con aquella peculiar sonrisa suya que sellaba las profundidades inexpresadas de su mezquindad. Una continua lluvia de pequeñas moscas se movía con rapidez por encima de la lámpara, sobre el mantel, sobre nuestras caras y nuestras manos. De pronto el muchacho del director asomó su insolente cabeza negra por la puerta, y dijo en un tono de áspero desdén:
»“Señor Kurtz. Él muerto”.
»Todos los peregrinos se precipitaron fuera para verlo. Yo permanecí allí y continué con mi cena. Creo saber que se me consideró brutalmente insensible por aquello. No obstante, no comí mucho. Allí había una lámpara, luz, ¿sabéis?, y fuera todo estaba tan oscuro, tan bestialmente oscuro. No me volví a acercar al hombre extraordinario que había emitido juicio sobre las aventuras de su alma en esta tierra. La voz se había ido. ¿Qué más había habido allí? Pero naturalmente estoy enterado de que al día siguiente los peregrinos enterraron algo en un agujero enfangado.
»Y después estuvieron a punto de enterrarme a mí.
»No obstante, como veis, yo no fui a unirme con Kurtz allí y entonces. No lo hice. Me quedé para soñar