»Su aspecto me recordaba algo que ya había visto, algo divertido que había visto en alguna parte. Mientras maniobraba para poner el barco de costado, me preguntaba a mí mismo: ¿A qué se parece ese individuo? De repente lo supe. Se parecía a un arlequín. Sus ropas estaban hechas de un tejido que probablemente había sido una holanda marrón, pero que ahora estaba cubierto de remiendos por todas partes; remiendos brillantes, azules, rojos y amarillos; remiendos por detrás, por delante, por los codos, por las rodillas, una tira de color alrededor de la chaqueta, bordes escarlata en la parte inferior de los pantalones; y la luz del sol le hacía aparecer extremadamente alegre y al mismo tiempo maravillosamente aseado, porque se podía apreciar con qué esmero habían sido hechos todos aquellos remiendos. Una cara infantil, imberbe, muy agradable, sin rasgos destacables, con la nariz pelada, pequeños ojos azules, sonrisas y ceños persiguiéndose por aquel semblante ingenuo, como la luz del sol y la sombra por una llanura barrida por el viento “¡Cuidado, capitán! —gritó—. Hay un tronco ahí desde la noche pasada”. ¿Qué? ¿Otro tronco? Confieso que blasfemé vergonzantemente sin ningún decoro. Había estado a punto de agujerear mi tullido trasto, como remate de aquel encantador viaje. El arlequín de la orilla alzó su nariz respingona hacia mí. “Inglés”, preguntó, todo sonrisas. “¿Y usted?”, grité desde el timón. La sonrisa desapareció y sacudió la cabeza como apenado por mi contrariedad. Después se le iluminó el rostro de nuevo. “¡No importa!”, gritó alentadoramente. “¿Llegamos a tiempo?”, pregunté. “Está allí arriba”, respondió, levantando la cabeza hacia la cima de la colina y adoptando de repente una expresión sombría. Su cara era como el cielo en el otoño, encapotado un momento y despejado el siguiente.
»Cuando el director, escoltado por los peregrinos, todos ellos armados hasta los dientes, hubo partido hacia la casa, aquel individuo subió a bordo. “Se lo digo, no me gusta esto. Esos indígenas están en la maleza”, le dije. Me aseguró vehementemente que todo estaba en orden. “Son gente simple —añadió—; bueno, me alegro de que haya venido. He tenido que emplear todo mi tiempo tratando de mantenerlos alejados”. “Pero usted ha dicho que no pasaba nada”, grité. “¡Oh! No se proponían hacer ningún daño”, dijo; y como le miré con estupor se corrigió: “No exactamente”. Después, con vivacidad, añadió: “¡A fe mía que su garita está pidiendo una buena limpieza!”. Acto seguido me aconsejó que mantuviera suficiente vapor en la caldera para poder accionar el silbato en caso de presentarse dificultades. “Un buen pitido puede serle de más utilidad que todos los rifles juntos. Son gente simple”, repitió. Parloteaba a tal velocidad que casi me abrumaba. Parecía estar tratando de compensar largos silencios, y, de hecho, insinuó riendo que tal era el caso. “¿No habla usted con el señor Kurtz?”, le dije. “A ese hombre no se le habla, se le escucha”, exclamó con severa exaltación. “Pero ahora… —agitó un brazo, y en un abrir y cerrar de ojos se sumió en las profundidades del desaliento. En un momento resurgió dando un salto, se apoderó de ambas manos y empezó a sacudirlas sin interrupción, mientras decía atropelladamente—: Hermano marinero… honor… placer…, deleite…, me presento…, ruso…, hijo de un arcipreste… Gobierno de Tambor… ¿Qué? ¡Tabaco! ¡Tabaco inglés! ¡El excelente tabaco inglés! Vamos, esto sí que es fraternidad. ¿Fumar? ¿Dónde hay un marinero que no fume?”.
»La pipa le serenó y, poco a poco, fui sabiendo que se había escapado del colegio, que se había hecho a la mar en un barco ruso; que volvió a huir; que sirvió durante algún tiempo en barcos ingleses; que ahora estaba reconciliado con el arcipreste. Insistió en ese punto. “Pero cuando se es joven hay que ver cosas, acumular experiencias, ideas; hay que ensanchar el espíritu”. “¿Aquí?”, le interrumpí. “¡Nunca se sabe! Aquí conocí al señor Kurtz”, dijo jovialmente, solemne y lleno de reproche. Después de aquello me mantuve callado. Parece ser que había convencido a una casa comercial holandesa de la costa para que le abasteciera de provisiones y mercancías y había emprendido el camino hacia el interior con el corazón alegre, y sin más idea de lo que pudiera ocurrirle que la que tendría un bebé. Había estado vagando solo por los alrededores de aquel río durante casi dos años, aislado de todos y de todo. “No soy tan joven como aparento. Tengo veinticinco años —me dijo—. Al principio el viejo Van Shuyten me decía que me fuera al diablo —relató con intenso placer—, pero me pegué a él y hablé y hablé hasta que temió que seguiría hablando hasta el fin del mundo, me dio algunas baratijas y unos cuantos fusiles y dijo que esperaba no volverme a ver nunca más. Van Shuyten, el buen viejo holandés. Hace un año le mandé un pequeño lote de marfil para que no pueda llamarme ladronzuelo cuando vuelva. Espero que lo recibiera. Y del resto no me preocupo. Tenía alguna madera amontonada para usted. Ésa era mi antigua casa. ¿La vio usted?”.
»Le di el libro de Towson. Hizo como si fuera a besarme, pero se contuvo. “El único libro que me quedaba, y creía que lo había perdido —dijo, mirándolo extasiado—. Le ocurren tantos accidentes a un hombre que va solo por ahí, sabe. A veces las canoas vuelcan, y otras veces tienes que largarte aprisa cuando la gente se pone furiosa”. Pasó las hojas con los dedos. “¿Hizo usted anotaciones en ruso?”, le pregunté. Asintió. “Pensé que estaban escritas en clave”, dije. Se rio y después adoptó una expresión seria. “Tuve muchas dificultades para mantener a aquella gente alejada”, dijo. “¿Quisieron matarle?”, pregunté. “¡Oh, no!”, gritó, y se detuvo. “¿Por qué nos atacaron a nosotros?”, proseguí. Dudó un momento y después dijo avergonzado: “No quieren que él se vaya”. “¿Ah, no?”, dije con curiosidad. Asintió con un gesto lleno de misterio y sabiduría. “Se lo aseguro —gritó—, ese hombre ha ensanchado mi espíritu”. Abrió los brazos, mirándome fijamente con sus pequeños ojos azules, que eran perfectamente redondos.
Capítulo III
»Le miré, perdido en el asombro. Allí estaba, ante mí, con su traje de colorines, como si hubiera escapado de una troupe de mimos, entusiasta, fabuloso. El hecho mismo de su existencia era improbable, inexplicable y completamente desconcertante. Él era un problema insoluble. Era inconcebible cómo había existido, cómo había conseguido llegar tan lejos, cómo se las había ingeniado para subsistir; por qué no desapareció inmediatamente. “Fui un poco más lejos —dijo él—, después un poco más…, hasta que he ido tan lejos que no sé si regresaré jamás. No tiene importancia. Hay mucho tiempo. Lo podré arreglar. Ustedes llévense a Kurtz rápidamente, rápidamente les digo”. El encanto de la juventud envolvía sus harapos multicolores, su indigencia, su soledad, la desolación esencial de sus vanas andanzas. Durante meses, durante años, su vida no había valido la compra de un día; y allí estaba, valiente y despreocupadamente vivo, aparentemente indestructible en virtud únicamente de sus pocos años y de su irreflexiva audacia. Me sedujo hasta hacerme sentir algo parecido a la admiración, a la envidia. La fascinación le impulsaba, la fascinación le mantenía ileso. Seguramente lo único que buscaba en la selva era espacio en el que respirar y por donde proseguir su camino. Su necesidad era existir y seguir avanzando lo más arriesgadamente posible y con las máximas privaciones posibles. Si alguna vez el espíritu de aventura absolutamente puro, no calculador e idealista, ha dominado a un hombre, ese hombre era este joven remendado. Casi le envidiaba por poseer esta modesta y clara llama. Parecía haber agotado todo pensamiento sobre sí mismo hasta tal punto, que incluso cuando te estaba hablando olvidabas que era él, el hombre que tenías delante, el que había vivido esas experiencias. Pero no le envidiaba su devoción hacia Kurtz. No había meditado sobre ella. Le había sobrevenido y él la había aceptado con una especie de vehemente fatalismo. Debo decir que a mí me parecía lo más peligroso, en todos los sentidos, que le había sucedido hasta entonces.
»Se habían unido inevitablemente, como dos barcos ensalmados el uno junto al otro, que descansan al fin rozando sus costados.