Un esfuerzo sincero para llevar a cabo esta obra creadora, para caminar por esta vía todo lo lejos que sus fuerzas le permitan, sin dejarse abatir por las vacilaciones, el cansancio o los reproches, es la única justificación valedera del que trabaja en una obra de imaginación. Y a aquellos que, en la plenitud de una sabiduría que busca un provecho inmediato, exigen que se los consuele, divierta o dé ejemplo, cuando no que se los mejore, anime, asuste, violente o deleite sin demora, deberá, si es de conciencia clara, responder lo siguiente: «El fin que me esfuerzo por alcanzar, sin otra ayuda que la de la palabra escrita, es haceros comprender, haceros sentir y, ante todo, haceros ver . Esto, y sólo esto; simplemente. Si lo consigo, aquí encontraréis, con arreglo a vuestros merecimientos, ánimo, consuelo, terror, deleite, todo lo que puede complaceros, y acaso también ese atisbo de la verdad que olvidasteis reclamar».
Sorprender y captar, en un momento de audacia, sobre el curso implacable del tiempo, una fase efímera de la vida, no es sino el comienzo del trabajo. La tarea, emprendida con ternura y con fe, estriba en mantener resueltamente, sin vacilación ni temores, en presencia de todos y a la luz de una actitud sincera, este fragmento de vida. Consiste en mostrar su vibración, su color y su forma, y, a través de su movilidad, su forma y su color, en revelar la sustancia misma de su verdad; en descubrir el secreto evocador, la fuerza y la pasión que se esconden en el corazón de cada instante persuasivo. En un esfuerzo individual de esta especie, con un poco de destreza y de suerte, se puede a veces alcanzar una sinceridad tan perfecta, que, a la postre, la visión de dolor o de piedad, de terror o de júbilo, acabará despertando en el corazón de los espectadores el sentimiento de una inquebrantable solidaridad, de esa solidaridad en los orígenes misteriosos, en el trabajo, en la alegría, en la esperanza, en el destino incierto, que una a todos los hombres entre sí, y a la humanidad entera con el mundo visible que habita.
Es evidente que el que, a tuertas o a derechas, continúa apegado a las convicciones que acaban de expresarse, no puede ser fiel a ninguna de las formas temporales de su arte. La parte duradera que traen consigo —esa verdad que todas ellas disimulan imperfectamente—, será para él la más preciosa de las posesiones; pero, realismo, romanticismo, naturalismo —y hasta ese sentimentalismo oficioso, que, al igual de los pobres, tan difícil es de ahuyentar—, todos esos dioses, al cabo de haber vivido algún tiempo en su compañía, tendrán que abandonarle, aunque sea en el umbral del templo, al balbucir de su conciencia y ante la sensación de las dificultades que ofrece su tarea. En esta penosa soledad, la divisa del arte por el arte pierde la sonoridad apasionante de su aparente inmoralidad. Óyesela resonar a lo lejos, pronto no es ya sino un grito, y no tarda en oírsela sólo como un suspiro, a menudo incomprensible, pero en ciertas ocasiones vagamente animador.
A veces, descansando a la sombra de un árbol que bordea el camino, observamos a lo lejos, en un campo, la actividad de un labrador, y, al cabo de un momento, nos preguntamos lánguidamente en qué se halla ocupado ese hombre. Observamos los movimientos de su cuerpo, el balanceo de sus brazos; le vemos encorvarse, erguirse, vacilar, comenzar de nuevo. El deleite de una hora de ocio puede acrecentarse cuando se conoce el objeto de su trabajo. Si sabemos que intenta levantar una piedra, abrir un foso, desarraigar un tocón, nos tomaremos más interés en sus esfuerzos, hasta consentiremos que su agitación perturbe la quietud del paisaje, y, a poco que nos sintamos de humor fraternal, hasta llegaremos a disculpar su escaso éxito. Hemos comprendido su propósito y, después de todo, ese hombre ha hecho lo que ha podido; no es culpa suya si, por acaso, no tenía la fuerza o la destreza necesarias. Perdonando, seguimos nuestro camino, y olvidamos.
Lo mismo ocurre con aquel que lleva a cabo la obra de arte. El arte es largo, y la vida corta, y la verdad muy lejana. Así, inseguro de las propias fuerzas para tan largo viaje, se pone uno a hablar del fin perseguido, del fin del arte, que, como la vida misma, es atrayente, difícil de alcanzar, oscurecido por la bruma. No se encuentra, en la clase lógica de una conclusión triunfante, no se encuentra en la revelación de uno de esos implacables secretos que llamamos las «leyes de la naturaleza». No es menos grande que ellos, sólo que es más difícilmente accesible.
Detener por un tiempo las manos ocupadas en los trabajos prácticos de la tierra, obligar a los hombres absortos por el lejano espectáculo de los éxitos materiales a contemplar un momento en torno de ellos una visión de formas, de colores, de luz y de sombra; hacerlos detenerse, el tiempo de una mirada, de un suspiro, de una sonrisa, tal es el término, difícil y fugitivo, y a muy pocos de nosotros concedido. Pero, a veces, por efecto de la gracia y del mérito, hasta ese objetivo puede llevarse a cabo. Y una vez llevado a cabo —¡oh, maravilla!—, he aquí que toda la verdad de la vida se encuentra en él: un instante de visión, un suspiro, una sonrisa y el retorno a un eterno reposo.
J. C. 1897.
R
Capítulo I
Mister Baker, primer piloto del Narcissus , pasó de una zancada de su iluminado camarote a las tinieblas del alcázar. Sobre su cabeza, en lo alto de la toldilla, el hombre de cuarto tocó dos campanadas. Las nueve. Mister Baker, levantando la cabeza, preguntó:
—¿Está a bordo todo el mundo, Knowles?
El hombre bajó la escala renqueando y, tras de reflexionar un momento, contestó:
—Así me parece. Todos los antiguos están ahí, y también algunos nuevos… Por lo menos, todos deben estar ahí.
—Pues di al contramaestre que los envíe a todos —ordenó mister Baker— y que uno de los muchachos traiga aquí una lámpara que alumbre bien. Quiero pasar lista a la tripulación.
Una profunda oscuridad reinaba en aquel sector de popa, pero poco más allá, a través de las abiertas puertas del castillo de proa, dos fajas de luz viva cortaban las sombras de la noche tranquila. Un zumbido de voces llegaba hasta allí, mientras a babor y estribor, resaltando sobre los iluminados rectángulos, aparecían y desaparecían instantáneamente siluetas planas y negras, sin relieve, como figuras recortadas en hojalata. El barco estaba pronto a hacerse a la mar. El carpintero había hundido la última cuña condenando la escotilla mayor y, arrojando su mazo, se había enjugado concienzudamente el rostro, al toque justo de las cinco. Las cubiertas habían sido barridas, aceitado el molinete y el ancla dispuesta para ser izada; la gruesa estacha de remolque yacía en largos senos a un costado de la cubierta, con un cabo tendido y pendiente sobre la amura, preparado para el remolcador, que, chapoteando y resoplando ruidosamente, impetuoso y humeante, vendría a turbar la límpida y fría placidez del alba. El capitán se hallaba aún en tierra, en donde había de completar su tripulación; y, cumplido el trabajo del día, los oficiales de a bordo permanecían apartados, contentos de tener un momento de reposo. Poco después de llegada la noche, los que se hallaban con licencia en tierra y los nuevos tripulantes comenzaron a llegar en botes, cuyos remeros, asiáticos vestidos de blanco, reclamaban con irritados gritos su salario antes de abordar la escala del pasamano. La garla febril y chillona de Oriente luchaba con el tono imperioso