»Levantó los brazos. Estábamos en ese momento en la cubierta, y el capataz de mis leñadores, que descansaba por allí cerca, volvió hacia él sus pesados y relucientes ojos. Miré a mi alrededor y, no sé por qué, pero os aseguro que nunca, nunca aquella tierra, aquel río, aquella jungla, la bóveda de aquel cielo en llamas, me habían parecido tan oscuros, tan impenetrables para el pensamiento humano, tan despiadados para con la debilidad humana. “¿Y naturalmente usted ha seguido con él desde entonces?”, dije yo.
»Al contrario. Parece que su relación se había roto en varias ocasiones por diversas causas. Según me informó orgullosamente, se las había ingeniado para cuidar de Kurtz a lo largo de dos enfermedades (aludía a ello como se haría alusión a una arriesgada proeza), pero por regla general Kurtz vagaba solitario en la lejanía de las profundidades de la selva. “Muy a menudo, al llegar a esta estación tuve que esperar días y días antes de que apareciera —dijo—. Ah, merecía la pena esperar…, a veces”. “¿Qué hacía él?, ¿exploraba o qué?”, pregunté. “Oh, sí, desde luego”; había descubierto montones de poblados; también un lago. No sabía exactamente en qué dirección; era peligroso investigar demasiado, pero fundamentalmente sus expediciones habían tenido por objeto el marfil. “Pero en aquella época no tenía mercancías con las que comerciar”, objeté. “Quedan montones de cartuchos incluso ahora”, respondió, mirando en otra dirección. “Hablando llanamente, saqueó el país”, dije yo. Asintió. “No iba solo, por supuesto”. Murmuró algo acerca de los poblados de los alrededores de aquel lago. “Kurtz hizo que la tribu le siguiera, ¿verdad?”, sugerí. Se puso un poco nervioso. “Le adoraban”, dijo. El tono de aquellas palabras fue tan extraordinario que le dirigí una mirada profunda. Era curioso ver la mezcla de ansia y desgana que mostraba al hablar de Kurtz. Aquel hombre llenaba su vida, ocupaba sus pensamientos, controlaba sus emociones. “¿Qué se puede esperar? —exclamó—; llegó a ellos con truenos y relámpagos, ya sabe, y ellos nunca habían visto nada igual… y muy terrible. Podía ser muy terrible. No se puede juzgar a Kurtz como se juzgaría a un hombre vulgar. ¡No, no, no! Fíjese, sólo para que se haga una idea: a mí también me quiso disparar un día, no me importa decírselo; pero yo no le juzgo”. “¡Dispararle! —grité—. ¿Para qué?”. “Bueno, yo tenía un montoncito de marfil que el jefe de aquel poblado cercano a mi casa me había dado. Verá usted, yo acostumbraba a cazar para ellos. Pues bien, él lo quería y no atendía a razones. Aseguró que me dispararía a menos que le diera el marfil y desapareciera después del país, porque él podía hacer eso, se le había antojado y no había nada sobre la tierra capaz de impedirle matar a quien le viniera en gana. Y además era verdad. Le di el marfil. ¡Qué me importaba! Pero no desaparecí. No, no. No podía dejarle. Tuve que tener cuidado, desde luego, hasta que de nuevo reanudamos nuestra amistad durante algún tiempo. Entonces tuvo su segunda enfermedad. Después tuve que mantenerme fuera de su alcance, pero no me importó. La mayor parte del tiempo vivía en aquellos poblados junto al lago. Cuando bajaba al río, unas veces me trataba con afecto y otras más me valía tener cuidado. Aquel hombre sufría demasiado. Odiaba todo esto, pero por alguna razón no podía irse. Cuando tuve una ocasión le rogué que intentara marcharse mientras aún estuviera a tiempo; me ofrecí a volver con él. Decía que sí y luego se quedaba; se iba de nuevo a buscar marfil; desaparecía durante semanas; se olvidaba de sí mismo en medio de aquella gente; se olvidaba de sí mismo, ¿sabe?”. “Ese hombre está loco”, dije. Protestó con indignación. El señor Kurtz no podía estar loco. Si le hubiera oído hablar sólo dos días antes no me atrevería a insinuar semejante cosa… Yo había cogido los gemelos mientras hablábamos y estaba mirando la orilla, recorriendo el limite de la selva a ambos lados y por detrás de la casa. El saber que había gente en aquella maleza, tan silenciosa, tan tranquila, tan silenciosa y tranquila como la casa en ruinas de la colina, me hacía sentirme incómodo. No había en la faz de la naturaleza señal alguna de este asombroso relato, que más que contado me era sugerido en exclamaciones de desolación, completadas con encogimientos de hombros, en frases entrecortadas, en insinuaciones que terminaban en profundos suspiros. Los bosques estaban inmóviles, como una máscara… pesados como la puerta cerrada de una prisión… miraban con su aire de conocimiento oculto, de paciente expectación, de silencio inabordable. El ruso me estaba explicando que no hacía mucho que el señor Kurtz había bajado al río por primera vez, trayendo consigo a todos los guerreros de la tribu del lago. Había estado ausente durante varios meses (haciéndose adorar, supongo), y había bajado inesperadamente con la intención, por lo visto, de hacer una incursión al otro lado del río o corriente abajo. Evidentemente, la avidez de marfil había prevalecido sobre las, ¿cómo decirlo?, aspiraciones menos materiales. No obstante, se había puesto mucho peor de repente. “Oí que yacía desamparado, así que subí, aproveché mi oportunidad —dijo el ruso—. ¡Oh, está mal, muy mal!”. Dirigí mis gemelos hacia la casa. No había ningún signo de vida, pero estaba el tejado en ruinas, la larga pared de barro asomando por encima de la hierba, con tres pequeños huecos de ventana cuadrados, cada uno de un tamaño, todo como si pudiera tocarlo con la mano. Y entonces hice un movimiento brusco y uno de los postes que quedaban de aquella valla desaparecida irrumpió en mi campo de visión. Recordáis que os dije que me habían sorprendido mucho, desde lejos, ciertos intentos de ornamentación bastante singular en el aspecto ruinoso de aquel lugar. Ahora de repente lo vi más cerca, y mi primera reacción fue echar hacia atrás la cabeza como si hubiera recibido un golpe. Entonces recorrí cuidadosamente los postes uno a uno con mis gemelos y comprendí mi error. Aquellos pomos redondos no eran ornamentales, sino simbólicos; eran expresivos y enigmáticos, chocantes e inquietantes; pasto para el pensamiento y también para los buitres, si hubiera habido alguno mirando desde el cielo; pero en cualquier caso pasto para aquellas hormigas que fueran lo bastante laboriosas como para escalar el palo. Aquellas cabezas que había sobre las estacas habrían sido aún más impresionantes si sus caras no hubieran estado vueltas hacia la casa. Sólo una, la primera que descubrí, estaba vuelta hacia mí. No me causó tanta impresión como podríais pensar. El salto hacia atrás que había dado no era, en realidad, sino un movimiento de sorpresa. Había esperado ver un pomo de madera, ya sabéis. Volví deliberadamente a la primera que había visto, y allí estaba, negra, seca, hundida, con los párpados cerrados: una cabeza que parecía dormir encima de aquel poste y que, mostrando la línea blanca y estrecha de los dientes, entre los labios secos y contraídos, sonreía también, sonreía continuamente a algún sueño interminable y jocoso de aquella eterna somnolencia.
»No estoy revelando ningún secreto comercial. De hecho, el director dijo después que los métodos del señor Kurtz habían arruinado el distrito. Yo no tengo opinión sobre ese punto, pero quiero que entendáis claramente que no reportaba beneficio alguno el que esas cabezas estuvieran allí. Sólo demostraba que el señor Kurtz perdía el control de sí mismo a la hora de satisfacer sus diversos apetitos; que le faltaba algo, algo insignificante, pero que, en el momento crítico, se echaba de menos debajo de su magnífica elocuencia. No sé si él era consciente de esta deficiencia. Creo que sólo al final, en el último momento. Pero la selva lo había descubierto pronto y se había tomado en él una venganza terrible por la fantástica invasión. Creo que le había susurrado cosas acerca de sí mismo que desconocía, cosas de las que no tenía idea hasta que no oyó el consejo de esa enorme soledad; y el susurro había resultado irresistiblemente fascinante. Resonó fuertemente dentro de él porque su corazón estaba hueco. Dejé los gemelos, y la cabeza, que había parecido estar lo bastante cerca como para poder hablarme, pareció súbitamente alejarse de mí de un salto a una distancia inaccesible.
»El admirador del señor Kurtz estaba un poco cabizbajo. Con voz apresurada y confusa comenzó a asegurarme que no se había atrevido a quitar aquellos, digamos, símbolos. No tenía miedo de los indígenas; ellos no se moverían hasta que el señor Kurtz no diera la orden. Su influencia era extraordinaria. Los campamentos de aquella gente rodeaban el lugar, y los jefes venían a verle a diario. Se arrastraban… “No quiero saber nada acerca de las ceremonias que se usan para acercarse al señor Kurtz”, grité yo. Curiosa, aquella sensación que me sobrevino de que semejantes detalles iban a ser más intolerables que aquellas