»No, no me enterraron, aunque hay un período de tiempo que recuerdo borrosamente, con un asombro estremecedor, como un viaje a través de algún mundo inconcebible en el que no hubiera ni esperanza ni deseo. Me encontré de regreso en la ciudad sepulcral donde me molestaba la vista de la gente apresurándose por las calles para sacarse un poco de dinero unos a otros, para devorar sus infames alientos, para tragar su insalubre cerveza, para soñar sus insignificantes y estúpidos sueños. Se entrometían en mis pensamientos. Eran intrusos cuyo conocimiento de la vida era para mí una irritante pretensión, porque yo estaba seguro de que era imposible que supieran las cosas que yo sabía. Su conducta, que era simplemente la conducta de individuos vulgares ocupándose de sus negocios con la certeza de una perfecta seguridad, era ofensiva para mí, como ultrajantes ostentaciones de insensatez ante un peligro que es incapaz de comprender. No tenía ningún deseo especial de ilustrarles, pero me resultaba bastante difícil contenerme y no reírme en sus caras, tan llenas de estúpida importancia. Tal vez yo no estuviera muy bien en aquella época. Iba tambaleándome por las calles (había varios asuntos que resolver), haciendo muecas amargas a personas perfectamente respetables. Admito que mi comportamiento era inexcusable, pero ocurría que mi temperatura en aquellos días rara vez era normal. Los esfuerzos de mi querida tía por “restablecer mis fuerzas” parecían absolutamente fallidos. No eran mis fuerzas las que requerían cuidados, sino mi imaginación la que necesitaba consuelo. Conservaba el manojo de papeles que Kurtz me había dado, sin saber exactamente qué hacer con él. Su madre había muerto recientemente, asistida, según me contaron, por la prometida de Kurtz. Un hombre pulcramente afeitado, de porte oficial y que llevaba gafas con montura de oro, vino a verme un día y me hizo preguntas, al principio tortuosas, más tarde cortésmente apremiantes, acerca de lo que él gustaba de denominar ciertos “documentos”. No me sorprendió, porque había tenido ya dos altercados con el director a ese respecto cuando estaba allí lejos. Me había negado a entregar ni un solo papel de aquel paquete y adopté la misma actitud con el hombre de las lentes. Al final adoptó una expresión sombríamente amenazadora, y con mucho acaloramiento arguyó que la compañía tenía derecho a conocer hasta la más nimia información acerca de sus “territorios”. Y dijo: “Los conocimientos del señor Kurtz sobre regiones inexploradas deben de haber sido necesariamente extensos y peculiares, gracias a su enorme capacidad y a las deplorables circunstancias en las que se había visto situado; por lo tanto…”. Le aseguré que los conocimientos del señor Kurtz, si bien eran extensos no versaban sobre los problemas del comercio o de la administración. Invocó entonces el nombre de la ciencia. “Sería una incalculable pérdida si…”, etc. Le ofrecí el informe sobre la “Supresión de las Costumbres Salvajes”, con la posdata arrancada. Lo cogió ávidamente, pero acabó por dejarlo con un aire de desprecio. “Esto no es lo que teníamos derecho a esperar”, observó. “No espere nada más —dije—. Sólo hay correspondencia privada”. Se retiró amenazando con iniciar un proceso judicial y no le volví a ver; pero otro individuo, que dijo ser primo de Kurtz, se presentó dos días más tarde, ansioso por oír todos los detalles sobre los últimos momentos de su querido pariente. De un modo accidental me dio a entender que Kurtz había sido esencialmente un gran músico. “Tenía madera de triunfador”, dijo el hombre, que era organista, creo, y cuyo pelo gris caía sobre el grasiento cuello de su chaqueta. No tenía ningún motivo para dudar de su afirmación; y aún hoy soy incapaz de decir cuál era la profesión de Kurtz, si alguna vez tuvo alguna, y cuál era el mayor de sus talentos. Yo le había tomado por un pintor que escribía para los periódicos o por un periodista que sabía pintar, pero ni siquiera el primo (que tomaba rapé durante la entrevista) pudo decirme qué había sido exactamente. Era un genio universal; en ese punto yo estaba de acuerdo con aquel anciano personaje, que acto seguido se sonó ruidosamente la nariz con un gran pañuelo de algodón y se retiró en agitación senil, llevándose algunas cartas de familia y notas sin importancia. Por último, apareció un periodista, ansioso por saber algo del destino de su “querido colega”. Este visitante me informó que la esfera propia de Kurtz debería haber sido la política “en su dimensión popular”. Tenía unas cejas peludas y rectas, pelo hirsuto y muy corto, un monóculo colgado de una cinta ancha, y, adoptando un tono campechano, confesó que, en su opinión, Kurtz realmente no sabía escribir; “pero ¡cielos!, ¡cómo hablaba! Electrizaba a las masas. Tenía fe, ¿ve usted?, tenía fe. Podía hacerse creer a sí mismo cualquier cosa, cualquier cosa. Habría sido un espléndido líder de un partido extremista”. “¿De qué partido?”, pregunté. “De cualquier partido”, respondió el otro. “Era un… un extremista”. ¿No pensaba yo lo mismo? Asentí. ¿Sabía yo, me preguntó con una repentina muestra de curiosidad, “qué fue lo que le indujo a irse allí”? “Sí”, dije, y en el acto le entregué el famoso Informe para que fuera publicado, si lo consideraba adecuado. Lo hojeó apresuradamente, hablando entre dientes todo el tiempo, le pareció que “podría servir” y se marchó con el botín.
»Así que me quedé al fin con un delgado paquete de cartas y el retrato de la muchacha. Me impresionó por su belleza; quiero decir que tenía una bella expresión. Ya sé que también se puede hacer que la luz del sol mienta. Sin embargo, uno tenía la sensación de que ninguna manipulación de la luz o de la pose podría haber transmitido ese delicado matiz de veracidad sobre aquellos rasgos. Parecía dispuesta a escuchar sin reserva mental, sin recelo, sin un solo pensamiento para sí misma. Decidí que iría y le devolvería su retrato y esas cartas personalmente. ¿Curiosidad? Sí, y también algunos otros sentimientos; quizá. Todo lo que había sido de Kurtz se había ido de mis manos: su alma, su cuerpo, su estación, sus planes, su marfil, su carrera. Sólo quedaba su memoria y su prometida, y yo quería entregar eso también, de algún modo, al pasado, entregar personalmente todo lo que en mí quedaba de él a ese olvido que es la última palabra de nuestro común destino. No me estoy defendiendo. No tenía una idea clara de qué era lo que yo quería realmente. Tal vez fuera un impulso de lealtad inconsciente o el cumplimiento de una de esas necesidades irónicas que acechan en los lechos de la existencia humana. No sé. No podría decirlo. Pero