Como parte del marco representacional y mediante acuerdos sociales establecidos y sentidos subjetivos determinados, las representaciones sociales se organizan en un sistema de diferencias sexuadas: el sistema sexo/género que, constituido por dos categorías exclusivas, antagónicas y excluyentes, construye socialmente la masculinidad y la feminidad con una eficacia contundente. La diferencia anatómica entre machos y hembras actúa como referente de las ideas, representaciones y prescripciones sociales que se atribuirán a varones y mujeres, que aparecen como una modalidad constitutiva de sentido que “le da forma” al mundo ante los sujetos.
Las representaciones de la diferencia sexual se erigieron a lo largo de un proceso histórico de construcción social que comenzó en la modernidad. El desarrollo industrial capitalista supuso una división de roles y de espacios, a partir de los que surgieron representaciones sociales binarias: las mujeres fueron presentadas como las encargadas de las funciones nutricias, de cuidado y sostén emocional, mientras que los hombres fueron representados como los encargados de llevar el sustento al hogar y de detentar el poder.
Por lo tanto, el modelo socialmente compartido de masculinidad y de feminidad que crean las representaciones sociales de género asigna a hombres y mujeres una serie de atributos, prácticas, ideas y discursos que van más allá de lo biológico/reproductivo. Allí se encuentran implícitos un conjunto dicotómico de rasgos de personalidad, roles, características físicas y ocupaciones que ocasionaron la conformación de estereotipos con un gran poder regulatorio de los géneros y sus manifestaciones en todas las áreas de la vida, reprimiendo y sancionando cualquier expresión que se aparte de “lo reglamentado” y dando lugar a “expectativas de género”, es decir, a referentes culturales que se ponen en juego en la socialización de niñas y de varones, y que tienen múltiples efectos sobre la subjetividad y la salud de cada uno de ellos.
¿Qué suponen e incluyen los modelos tradicionales de género? Para lo femenino, las representaciones sociales se estructuran en relación con los valores de la maternidad y la conyugalidad, en una posición de marcada asimetría con los varones. Así, se espera que las mujeres inhiban “las conductas agresivas y el despliegue de sus deseos sexuales, [sean] pasivas con los hombres, nutrientes y receptivas” (Burin, 2002, p. 197), que fomenten su atractivo físico y mantengan una respuesta emocional cálida y amistosa, gracias al “poder de los afectos” que se despliega en el ámbito privado.
En el caso de los hombres, los mandatos culturales los representan en el espacio público, encargados de la manutención económica y de la protección. Por eso, “los varones han de ser agresivos sexualmente, de respuestas prontas al ataque de otros, independientes en las situaciones problemáticas; deberán suprimir sus emociones intensas, especialmente de dolor o ansiedad” (Burin, 2002, p. 197). Incluso, se espera un ejercicio de poder o dominio viril, avalado por el hecho de que el orden androcéntrico está tan profundamente arraigado en lo social que no requiere justificación.
Las representaciones sociales, en su coherencia y estabilidad, responden a la necesidad humana de ordenar y explicar el mundo y tienen una función expresiva, además de circular en el sistema sociocultural mediante normas, símbolos, usos de espacios sociales, organización productiva y división sexual del trabajo. Mediante procesos intersubjetivos que involucran lo subjetivo, lo cognitivo y lo emocional, los individuos se apropian del universo ya constituido de las representaciones genéricas para constituir su identidad, en un proceso mediatizado por las actitudes y por el discurso de los otros significativos, sus cuidadores primarios.
La internalización de las representaciones sociales de género
Los otros significativos, en tanto portadores de representaciones sociales que organizan la experiencia social y subjetiva, plasman, sobre el cuerpo de un recién nacido, un sentido de masculinidad o feminidad con enorme poder modelador. En otras palabras, la subjetividad se troquela o construye en un contexto sociocultural en el que la asignación de género que los cuidadores implantan en el infante inaugura proyectos diferenciados para varones y mujeres (Dio Bleichmar, 2012). Se trata de una determinación social binaria y excluyente de lo que uno debe ser, que es asignada desde la estructura asimétrica de la relación adulto-niño, donde los otros significativos establecen un género y proyectan representaciones de género, es decir, mensajes prescriptivos de cómo ser una niña femenina o un niño masculino.
El imaginario representacional que existe sobre la masculinidad y la feminidad posee una eficacia contundente y coacciona a los sujetos, dando lugar a que estos hiperdesarrollen habilidades y actitudes consideradas propias de su sexo, etnia y/o clase, y que disminuyan o atrofien muchas otras, a partir de modelos de comportamiento excluyentes, definidos por dualismos: masculino/femenino, actividad/pasividad, heterosexualidad/homosexualidad, asertividad/expresividad, igualdad/desigualdad, que enmascaran la heterogeneidad de las categorías y la interdependencia de los términos.
Las representaciones brindadas por parte de los adultos a través del discurso, la acción, los deseos, las expectativas y las fantasías –conscientes, preconscientes e inconscientes– van inscribiendo operaciones de diferenciación en los infantes que tienden a acentuar en cada uno de ellxs los signos sexuales exteriores –en conformidad con la definición social que se hace de ellos–, así como también a estimular prácticas adecuadas para su género, a la vez que se impiden o dificultan los comportamientos considerados inadecuados para el desempeño del rol genérico. Desde edades muy tempranas, la persona va aprendiendo cuál es la conducta apropiada asociada a su sexo, según las prescripciones culturales diferenciales de socialización. Así, su trayectoria social estará determinada por representaciones, normas y expectativas de género socialmente legitimadas y naturalizadas, que aportan un conjunto de elementos, tendencias y estilos conductuales asociados a la feminidad o a la masculinidad, de los que los sujetos se valen para expresar su género.
El self –el sí mismo– desarrolla así una identidad vinculada de manera permanente al modelo de tipificación –masculino o femenino– organizado desde lo social, pero con una singular forma de estar en su propio cuerpo. Esto significa que, aunque el sistema de representaciones sociales otorga o impone una serie de determinaciones de género, a posteriori estas deberán ser ratificadas o reformuladas singularmente por el sujeto, como efecto contingente de la conjunción de las representaciones sociales de la diferencia sexual y de la particular manera en que este las vuelve propias, en la interacción con los otros significativos de su historia. Se trata de un proceso que no será lineal ni único, que implica un modo de subjetivación, es decir, una relación entre las representaciones sociales que la sociedad instituye para la conformación de sujetos, y las maneras en las que cada sujeto constituirá su singularidad, lo que determinará luego en él la organización de su identidad, el tipo de elección de objeto y de sexualidad y deseo erótico.
Dio Bleichmar (2005) entiende al género como una categoría compleja y con múltiples articulaciones, que supone tres instancias básicas: la asignación de género, el rol de género y la identidad de género.
– La asignación de género se refiere a la atribución genérica que los adultos realizan ante el cuerpo del recién nacido. Se trataría de un proceso intersubjetivo complejo y multifocal de modelado parental, donde los adultos codifican ese cuerpo mediante la transmisión de representaciones conscientes e inconscientes dimórficas –es decir, masculinas y femeninas–, en las que se pondrán en juego significados ya existentes en la cultura, que se constituirán como materia prima para esa subjetividad incipiente: los colores celeste y rosa de la cuna y la ropa del bebé, el uso de pronombres y el universo de conductas diferentes que le serán transmitidas.
– El rol de género se forma con el conjunto de normas y prescripciones que la sociedad y la cultura dictan sobre el comportamiento en clave de género. Aunque hay variantes de acuerdo con la cultura, la clase social y el grupo étnico de las personas, se puede sostener una segmentación básica que corresponde a la división sexual del trabajo. La dicotomía masculino-femenino establece estereotipos que condicionan y limitan las potencialidades humanas, al estimular o reprimir los comportamientos en función de su adecuación al género. La socialización diferencial por género considera que