La dominación como soporte de la masculinidad hegemónica
El dominio masculino supone un poder patriarcal y jerárquico que todos los miembros de la sociedad aceptan por consenso, donde un grupo de personas (los varones) toma el control sobre otro (las mujeres). Kate Millett (1975) mostró cómo las relaciones entre los géneros tienen una dimensión política, estructurada de acuerdo con el poder androcéntrico, encubierto tras la mistificación de la sexualidad y el amor, que condiciona los roles y sus estatus bajo el consenso de la dominación masculina. Ahora bien, si este consenso no es aceptado, el apoyo de la fuerza viene en auxilio del poder patriarcal y, mediante la intimidación constante, se logra el control y la dominación. El poder masculino está institucionalizado y apela a la violencia cuando es necesario.
Bourdieu considera que la dominación masculina da lugar a la violencia simbólica, “que arranca sumisiones que ni siquiera se perciben como tales, apoyándose en unas expectativas colectivas, en unas creencias socialmente inculcadas” (Bourdieu y Passeron, 2001, p. 17). La violencia simbólica transmuta las relaciones de dominación y de sumisión en relaciones afectivas y camufla el poder en carisma, en tanto produce un consenso –por parte tanto de los dominadores como de los dominados– que legitima un “poder que construye mundo”, al imponer y naturalizar la “visión legítima del mundo social y de sus divisiones” (Bourdieu, 1988, p. 13). Así, en sus habitus (1), los agentes asimilan esquemas e instrumentos simbólicos de percepción, evaluación y conocimiento, codificados de acuerdo con la relación de dominación que se les impuso, de modo que no tienen más remedio que otorgar su consentimiento a dicha arbitrariedad. E incluso, cuando para evaluar a los dominantes los dominados solo disponen de esquemas de percepción internalizados del campo social (donde circulan como clasificaciones naturalizadas), se instituye una adhesión acrítica a estos.
Lo masculino emerge, así, como la instancia dominante que condensaría las cualidades asociadas a lo universal, al saber y al poder, mientras que lo femenino se convierte en ausente, oposición binaria donde descansan las identidades de género, profundamente entretejidas con los significados culturales y las exigencias contextuales.
En este sentido, Bonino Méndez considera que existe un conjunto de prácticas normativas en relación con lo que define como hombre a un sujeto. Se trataría de un “corpus construido socio-históricamente, de producción ideológica, resultante de los procesos de organización social de las relaciones mujer/hombre a partir de la cultura de la dominación y la jerarquización masculina” (Bonino Méndez, 2002, p. 9). El patriarcado constituyó una imagen masculina caracterizada por una virilidad fuerte, inflexiblemente segura, exclusivamente racional, con la que la debilidad, el miedo, la sensibilidad emocional y la empatía no son compatibles pues, en la masculinidad que este modelo fomenta, todos estos últimos rasgos se consideran implícitamente femeninos y, por lo tanto, degradantes. Para un varón, transgredir cualquiera de sus preceptos sociales puede suponer poner en duda su masculinidad y dar lugar a que sea tratado como afeminado, con la inferioridad que ello conlleva.
Esto implica la existencia de un modelo normativo y hegemónico de la masculinidad, con un enorme poder configurador, caracterizado por el dominio y el control (de sí y de lo otro) y la lógica dicotómica del todo/nada (Bonino Méndez, 1998). Este modelo se fundamenta en la provisión, la protección y la potencia sexual y reproductiva, e implica un conjunto de representaciones sociales preexistentes que exigen e imponen a los hombres ser personas importantes, activas, autónomas, fuertes, potentes, racionales, proveedoras, emocionalmente controladas y heterosexuales, que se constituyen como una especie de molde para la identificación genérica masculina, en tanto organizadores privilegiados de una subjetividad diferenciada.
La cultura androcéntrica y patriarcal construyó normativas que regulan y reglamentan rígidamente las manifestaciones genéricas del varón en todas las áreas de la vida, a la vez que reprimen y sancionan cualquier expresión que se aparte de ellas. Se trata de un modelo que provoca incomodidad y molestia a algunos varones y fuertes tensiones y conflictos a otros. Sin embargo, continúa vigente por el plus que les otorga a los hombres en cuanto al uso del poder, a la vez que les permite gozar de mejores posiciones en relación con las mujeres y otros hombres, considerados inferiores en la jerarquía social. De este modo, los varones establecen relaciones en las que se posicionan en el lugar de dominio y ejercen poder sobre aquellos a los que consideran sus subordinados: mujeres, niñxs, personas diversas y otros hombres devaluados.
A partir de lo antes dicho, es posible sostener que “hacerse hombre” no es una esencia, sino un proceso que acompaña a la dotación genética de un macho; ser hombre es algo que se debe lograr, conquistar y merecer. Se distingue, entonces, una masculinidad social construida, que opera, según Badinter (1993) a partir de procesos de diferenciación, exclusión y negación de lo femenino. Ante todo, ser hombre es no ser mujer, por lo que múltiples prácticas, ritos y escenarios sociales están previstos para que el varón se “descontamine” de lo femenino. La heterosexualidad, además, es la prueba definitiva de que se es un hombre de verdad, y la consigna implícita para un hombre es tener una mujer para no ser mujer. Esto, naturalizado en las representaciones sociales, invisibiliza el hecho de que los imperativos de la masculinidad son construidos cultural e históricamente.
Los preceptos viriles a cumplir por parte de un hombre suponen que no debe tener nada de mujer, debe ser importante, debe “ser un hombre duro (…) capaz de mandar a todos al demonio” (Badinter, 1993, p. 77). La hombría se asocia a la agresividad y a la audacia, y se expresa a través de la fuerza y el coraje al enfrentarse a riesgos, empleando la violencia si es necesario. Todo esto apunta a que un varón sea resistente, autosuficiente, y que no posea ninguna de las características que la cultura tradicionalmente atribuye a las mujeres, pues la frontera de la masculinidad se sitúa en la mujer y en lo femenino. Si el varón transgrede, si atraviesa esa frontera, corre el riesgo de ser considerado como “abyecto”, es decir, como no perteneciente al mundo de los varones, y sufrir un trato inferior.
Es importante destacar que, aunque existen distintas vías para llegar a ser un hombre, la que garantiza una posición viril dominante es la masculinidad hegemónica (Connell, 1995), que supone la existencia de experiencias sociales que, mediante la presión, obligan a los hombres a adoptar ciertos modos de ser y de comportarse asociados al dominio y al poder. Pero solo un número muy reducido de hombres se corresponde con las formas exaltadas culturalmente de masculinidad hegemónica, mientras que la mayoría (los llamados “cómplices” por Connell) se beneficia indirectamente del dividendo patriarcal por el sostenimiento de ese modelo. Así como privilegia a ciertos hombres, la masculinidad hegemónica desestructura y excluye a otros, dando lugar a masculinidades subordinadas, donde se ubican otras variedades de masculinidad, que por sus características, que no coinciden con las del varón considerado “ideal”, son devaluadas. Todo esto convierte a la sociedad en un espacio estratificado mediante el género.
En nuestro país, este modelo hegemónico de masculinidad presenta al varón como esencialmente dominante, con imperativos que actúan como prescripciones de desempeño de género. Conocer el esfuerzo, la frustración, el dolor, haber conquistado y penetrado mujeres, hacer uso de la fuerza cuando sea necesario, ser aceptados como “hombres” por los otros varones que “ya lo son” y ser reconocidos como “hombres” por las mujeres son dos partes del complejo proceso de “hacerse macho”. Si bien hay variantes regionales dentro del país, la socialización de los varones se apoya aún en este modelo, que sirve de referente incluso a las formas alternativas o marginales de socialización masculina, y que es utilizado para discriminar y subordinar a las mujeres y a otros hombres que no se adaptan al mismo, lo que termina produciendo desigualdades inscriptas en la estructura misma de la sociedad (Córdoba, 2011).
Lamentablemente, en la noción de masculinidad hegemónica que transmite el patriarcado, el deseo de poder y control constituye una parte fundamental del proyecto de “ser hombre”. Tradicionalmente, la capacidad de un sujeto para dominar, censurar, reprimir, controlar o subordinar los