La división sexual del trabajo y la existencia de una esfera productiva y masculina y otra reproductiva y femenina –que deriva en una disímil valoración cultural y simbólica– facilita la reproducción del sistema patriarcal, a la vez que dificulta aún su desactivación, al erigir un poder androcéntrico de largo alcance en la constitución de la subjetividad, tanto de varones como de mujeres.
Contribuciones de la teoría feminista y de los estudios de varones y masculinidades
El concepto de patriarcado es retomado en la década del 70 para desnaturalizar y deslegitimar la dominación masculina y mostrar el carácter jerárquico de los vínculos. En un principio, los análisis apuntaron a entender la opresión de las mujeres como efecto de la explotación económica y del déficit de derechos fundamentales, para luego dar paso a la sexualidad como otro de los núcleos de dominación patriarcal, en tanto existe un pacto entre varones para disponer del cuerpo de las mujeres (Millet, 1975; Pateman, 1988). La familia fue entendida como una de las instituciones cruciales en las que se desarrolla la dominación masculina (Firestone, 1976), ya que se inscriben allí todas las poderosas instancias de hegemonía de los varones sobre las mujeres.
Jónasdóttir (1993) afirma que, al apropiarse los varones de los poderes de cuidado y amor de las mujeres sin devolver equitativamente aquello que han recibido, están reproduciendo el patriarcado, ya que esa plusvalía extraída de las mujeres es utilizada por ellos para ejercer un control genérico: el poder masculino colectivo y estructurado como autoridad. Así, enfatiza el carácter asimétrico de las jerarquías sociales basadas en el sexo. Para ello, los varones se agrupan, constituyendo una fratría masculina, un grupo juramentado que se percibe a sí mismo como condición necesaria para ejercer el control y mantener la identidad, los intereses y los objetivos de sus miembros en tanto dominadores (Amorós, 1991). Es importante destacar que el dominio masculino no es ejercido por todos los varones con similar intensidad. Sin embargo, existe un rédito obtenido por el solo hecho de pertenecer a ese género, aunque el varón no logre desempeñarse al modo hegemónico dominante.
A partir de los años 80, algunos varones realizan ciertos aportes críticos acerca del sistema patriarcal. Marqués (1997) destaca que, a pesar de que el patriarcado es también dañino para los varones, estos no contribuyen a su erradicación por miedo a la disidencia, lo que llevaría a los hombres a aparentar que cumplen con el conjunto de atributos de la masculinidad tradicional, a pesar de no estar de acuerdo con ellos. Paradójicamente, esto contribuye al sostenimiento y a la validación del patriarcado.
Connell (2005) concibe a la masculinidad como un factor constitutivo de la inequidad social contemporánea, y considera que el colectivo masculino disfruta de un dividendo patriarcal que surge a partir de las remuneraciones más elevadas, la mayor participación en la fuerza de trabajo, la desigual tenencia de propiedades y el mayor acceso al poder institucional por parte de los varones, a lo que se agregan sus privilegios culturales y sexuales. Estas son condiciones que producen una masculinidad hegemónica en gran escala, es decir, una forma dominante de masculinidad que encarna, legitima y organiza la dominación masculina en el orden genérico global, con la contracara de la subordinación femenina.
Formatos posmodernos del patriarcado
La noción de patriarcado suscita aún profusos debates. Una parte del feminismo de la diferencia sostiene que el patriarcado murió porque las mujeres se desvincularon simbólicamente de él. Incluso considera que la estructura patriarcal ha cambiado tan profundamente que “hoy en día, los papeles tradicionales vinculados con la casa y sus habitantes ya no tienen el antiguo poder constrictivo sobre las vidas de las mujeres y ya no constituyen barreras frente al trabajo remunerado” (Sottosopra/Librería de Mujeres de Milán, 1996, p. 12). El problema de este planteo es la negación de un contexto social de imposición patriarcal, donde aún hoy las economías capitalistas neoliberales son patriarcales, con ocupaciones divididas entre varones y mujeres, con enormes diferencias: en trabajos similares, las mujeres reciben una paga menor.
Para Castells (1996) existe una crisis actual del patriarcado, inducida por la interacción entre el capitalismo y los movimientos sociales feministas y de identidad sexual, que se manifiesta en el decaimiento de la familia patriarcal y en la diversidad creciente de formas de asociación de la gente para compartir la vida y criar a sus hijos. Y considera que, sin la familia tradicional, este quedaría desenmascarado como una dominación arbitraria y acabaría siendo derrocado.
Si bien la familia nuclear que ha dado andamiaje al androcentrismo se encuentra en crisis, ello no es motivo suficiente para sostener la desaparición del patriarcado. En realidad, las profundas transformaciones sociales que menciona Castells han dado lugar a que este deba tomar formas más sutiles para mantener el ejercicio de su poder. Por ello, lo que se ha producido es una recomposición del sistema patriarcal, de la mano del capitalismo neoliberal, por lo que ha adquirido nuevas formas y se afianzó en su estructura social, política y económica mediante el dominio masculino.
La ideología patriarcal invisibiliza sus condiciones de producción y eso hace que no sea tan evidente su modus operandi. Puleo (2003) identifica dos formas de manifestación del patriarcado: de consenso y de coerción. Las mismas han existido a lo largo de la historia y coexisten en la actualidad de manera más o menos velada.
El patriarcado de coerción se hace visible por su recurso frecuente a la fuerza y a sus formas más o menos explícitas de imposición y subordinación. Mantiene unas normas muy rígidas en cuanto a los papeles de mujeres y hombres, y desobedecerlas puede acarrear incluso la muerte. El patriarcado de consenso, en cambio, se sostiene en el entramado sutil e invisible de los procesos de socialización diferencial por género, es decir, en los mecanismos cosustanciales a la producción misma de subjetividad. Aquí la coerción dejó su lugar central a la incitación, debido al dispositivo de la sexualidad y del poder moderno que aún persiste. Así, será el propio sujeto el que buscará cumplir el mandato, en este caso, a través de su adecuación a las imágenes de la feminidad o de la masculinidad normativa contemporánea. Incluso, desde la tríada del mundo de la creación, los medios de comunicación y el consumo de masas, la reproducción de los valores patriarcales continúa. La industria de la publicidad y la del fútbol, por citar solo un par de ejemplos, son espacios donde se visibiliza con mayor claridad la ideología patriarcal, en ocasiones de modo burdo y, en otras, de manera más “reciclada”, para disimular así su condición de representaciones hegemónicas patriarcales.
El patriarcado, entonces, no es una esencia, sino un sistema metaestable de dominación ejercido por individuos que, al mismo tiempo, son moldeados por este sistema. Su forma se adapta a los distintos tiempos históricos de organización económica y social, y preserva, en mayor o menor medida, su carácter de sistema de ejercicio del poder y de distribución del reconocimiento entre los pares varones (Amorós, 2005). Esto ha sido posible gracias a la justificación que la dominación masculina recibió desde los inicios de nuestra cultura, legitimados mediante una estructuración dual del pensamiento, de modo que cada componente de ese sistema bivalente tiene su opuesto, estableciéndose una jerarquización entre las partes.
La cultura patriarcal tiende a equiparar lo diferente (ya sea la diferencia de género, etnia, clase, ilustración, religión, opción sexual) con lo particular, lo periférico, lo deficiente, lo desviado (frente a la norma, lo universal y central), originando relaciones de poder. La lógica binaria y patriarcal aplicada al par hombre/mujer justifica una concepción asimétrica, donde los varones son considerados como jerárquicamente superiores, mientras que las mujeres son conceptualizadas como inferiores, como identidades subalternas.