Ser varón en tiempos feministas. María Gabriela Córdoba. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: María Gabriela Córdoba
Издательство: Bookwire
Серия: Conjunciones
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9789875387621
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de comunicación, la religión, etc.) tienden a fomentar aprendizajes y habilidades diferenciados a partir de asociaciones tradicionales que vinculan la masculinidad con el poder, la racionalidad y la producción de la vida social pública, mientras que la feminidad es vinculada con la pasividad, la dependencia, la obediencia, el cuidado y la afectividad.

      – La identidad de género supone un sentimiento íntimo que se instituye en el psiquismo, sentimiento “estructurado por identificación al igual y complementación con el diferente, proceso a su vez circular, del niño con sus padres y familiares, y de estos hacia el niño” (Dio Bleichmar, 2005, p. 286). Este se establece alrededor de los dos o tres primeros años de vida y es anterior al conocimiento infantil de la diferencia anatómica entre los sexos. Por ende, es previo al conflicto edípico, por lo que la identidad de género antecede a la sexualidad y se encuentra atravesada por lo social. Sin embargo, resulta importante aclarar que la identificación con el género asignado no es homogénea, debido tanto a los factores inconscientes transmitidos a través de los mensajes enigmáticos de padres o cuidadores, como a otros factores, propios de cada subjetividad. Sobre este proceso se ahondará en los próximos capítulos.

      Ahora bien, si la subjetividad humana se construye en un proceso estrechamente ligado al sistema sexo-género, ¿qué resultado se obtendrá en relación con un sistema simbólico que no es neutro, ya que significantes, instituciones y representaciones perpetúan jerarquías androcéntricas y patriarcales? El sistema sexo-género continúa ofreciendo hoy categorías enraizadas en la tradición patriarcal, aunque aparecen como supuestamente objetivas. La visión androcéntrica se impone como neutra, y al hacerse carne en el cuerpo, logra que las jerarquías sociales se naturalicen y se perciban como inamovibles, organizando a la sociedad en su conjunto, la división de tareas y los papeles sociales, resignificando la diferencia sexual anatómica mediante una trama de interpretación cultural, histórica, política, económica y simbólica de esas diferencias en clave patriarcal.

      1. Años más tarde, Rubin (1989), en su ensayo Reflexionando sobre el sexo: notas para una teoría radical de la sexualidad, corrigió su supuesto inicial acerca de que existiría una sexualidad “cruda”, adhiriendo así a las posturas que consideran que existe una construcción cultural del sexo.

      2. En el proceso de objetivación, los significados se condensan y permiten que el sujeto pueda acceder a los conocimientos de su entorno para su práctica cotidiana, fundamentalmente a través del lenguaje.

      La masculinidad hegemónica en el sistema social patriarcal

      Orígenes de la estructura patriarcal

      Según Gerda Lerner (1990), en tanto sistema histórico, el patriarcado se inicia en la Antigua Mesopotamia, donde los hombres se apropiaron de la capacidad sexual y reproductiva de las mujeres de la población, lo que se constituyó como modelo para instaurar la dominación y la jerarquía sobre otros pueblos. Asimismo, la cooperación de las mujeres con el sistema se aseguraba mediante la fuerza, a través de su dependencia económica del varón y de la división artificial entre mujeres respetables (bajo la tutela de un varón padre o marido) y no respetables, a disposición de toda la fratría.

      Pero lo que finalmente consolida al patriarcado se relaciona con dos construcciones metafóricas que naturalizan la subordinación femenina. La primera de ellas tiene que ver con la devaluación simbólica de las mujeres en relación con lo divino, a partir del contrato entre Dios y Moisés, que las excluye de la alianza celestial y de la comunidad terrenal y establece que el único modo de acceder a Dios y a la comunidad santa es a través del rol materno. La filosofía aristotélica, a su vez, dará por sentado que las mujeres son seres humanos incompletos y defectuosos, de un orden totalmente distinto al de los hombres. Estas dos construcciones metafóricas se arraigan en los sistemas simbólicos de la sociedad con un peso tal, que institucionalizan el dominio masculino sobre las mujeres y niños/as, tornando invisible a lo femenino.

      De este modo, el patriarcado se instituye como un sistema de organización social en el que los puestos clave de poder político, económico, religioso y militar se encuentran de modo exclusivo o mayoritariamente en manos de varones. Levi-Strauss (1949) sostiene que los hombres, a través de intercambios matrimoniales, utilizan a las mujeres como mediadoras simbólicas y objetos transaccionales de sus pactos. Meillassoux (1975) y Aaby (1977) agregan que la “confiscación” o apropiación del trabajo reproductor de las mujeres sería la primera propiedad privada, lo que marcaría el inicio de la subordinación de ellas y del dominio masculino como fenómeno histórico. Más allá de si la propiedad privada se constituyó con anterioridad o no al tráfico de mujeres, lo que resulta notorio es que el surgimiento del patriarcado (relacionado con una situación determinada por la biología) se haya convertido, con el paso del tiempo, en una estructura impuesta por la cultura.

      El patriarcado como dispositivo de regulación social

      El patriarcado es redefinido en la Modernidad por la necesidad de sostener la subordinación femenina, imposibilitada de seguir siendo legitimada mediante argumentos teológicos frente a los derechos de libertad, igualdad y fraternidad defendidos por la Revolución Francesa. Para impedir que las mujeres alcanzasen los mismos derechos que los varones, sin dejar de defender las ideas de la Ilustración, Rousseau desarrolló la teoría de la polaridad o la complementariedad sexual, que enfatizaba la creencia en una naturaleza o un “carácter sexual” masculino o femenino construido a partir de una combinación de características biológicas y psicológicas, y conformaba la esencia común de todos los varones por un lado y de todas las mujeres, por otro, mientras que anteriormente dichas definiciones habían estado asociadas al estamento social correspondiente, y no al género.

      En una reconstrucción hipotética del origen de la especie, Rousseau (1762) presenta la división sexual del trabajo como un hecho espontáneo, naturalizándola y separándola del territorio de lo culturalmente construido. Y en tanto el contrato social exige una dedicación completa por parte de los ciudadanos varones al ámbito público, todas las demás funciones necesarias para la subsistencia deberán ser desempeñadas por las mujeres. Los derechos serán restringidos para ellas, a veces en nombre de la tradición o de la oportunidad política y otras veces valiéndose de lo ontológico: será “la naturaleza femenina” lo que colocará a las mujeres en una posición de subordinación en todas las relaciones sociales y en una esfera separada de la sociedad civil y el estado (Cobo, 1995). Esto saca a la luz el sesgo androcéntrico de la teoría de Rousseau.

      Asimismo, de la mano de la Modernidad, la sexualidad se convierte en un dispositivo de regulación social. Y aunque anteriormente la sociedad mantenía una tolerante familiaridad con lo ilícito, con códigos muy laxos que daban lugar a gestos directos, discursos sin vergüenza, trasgresiones visibles, anatomías exhibidas y fácilmente entremezcladas, la revolución burguesa de fines del siglo XVIII confisca y encierra a la sexualidad, absorbiéndola “en la seriedad de la función reproductora, dentro de las noches monótonas de la burguesía victoriana” (Foucault, 2003, p. 36).

      Con la división sexual del trabajo, el sistema victoriano de normas morales instituye elementos diferenciales para hombres y mujeres: las reglas morales se caracterizan por ser extremadamente rígidas y coercitivas para las mujeres, sometiéndolas por entero al hombre, privándolas de toda libertad sexual y social, del disfrute del placer –en tanto son consideradas objetos de deseo, no sujetos– y restringiendo sus funciones al hogar. Por su parte, las pautas morales establecidas para el hombre son muy flexibles, permisivas, consecuentes con su nueva condición de rey del espacio público, vedado a partir de entonces al sexo femenino. El amor romántico y la fidelidad solo son esperables de las mujeres, mientras que los varones gozan de la posibilidad de tener dobles vínculos.

      La pareja legítima y procreadora se impone como modelo para constituir una familia nuclear, formada por una pareja conyugal monogámica y heterosexual unida legalmente y sus hijos. Y en el corazón de cada hogar existirá un único lugar de sexualidad reconocida, utilitaria y fecunda: la alcoba de los padres. El resto no tiene más que esfumarse, pues si insiste y se muestra