Dado lo meritorio de “su gran obra religiosa y cultural”, se resolvió homenajearlo como Dios manda. Para ello, en 1978, dos años después del fallecimiento de Narváez, el escultor Antonio Forner realiza la estatua del franciscano que hoy se encuentra en el estrecho jardín del museo. La modesta obra, en cuanto a su factura, lo muestra erguido, vestido con el austero hábito monacal. Una de sus manos sostiene una vasija aludiendo a la tarea de rescate de los materiales de las culturas agroalfareras, en tanto que la otra se extiende hacia la cabeza de un indígena en cuclillas que se encuentra a sus pies ocupado en tallar un instrumento lítico. A esta altura del texto, se aprecia fácilmente cómo el conjunto escultórico pone en escena y comparte con sencillez el paradigma de la siniestra dialéctica de la preponderancia de unos sobre otros basándose en la posición y actitud de los personajes. Lo que sí me parece encomiable del conjunto es que, a sabiendas o no, el escultor pone en juego la temporalidad de ambos. El fraile erguido descubre en el presente vestigios de culturas extintas, en tanto que el indio a sus pies, concentrado en su tarea de moldear una pieza, es una postal del pasado, por eso la mano del franciscano que se extiende hacia él no llega a rozarlo. No puede tocarlo porque ya no existe, es una suerte de fotograma del túnel del tiempo, mientras que el otro brazo del fraile sostiene el ceramio que exhibe como la personificación de una ausencia, en tanto su mirada apunta hacia adelante, hacia arriba. Sobre la mirada ascensional Gombrich acierta al señalar que “mirar al cielo es en cualquier caso una experiencia visionaria, en la que las metáforas cobran realidad, no como representaciones tangibles, sino como la encarnación del mensaje divino. La luz de cielo no es luz terrenal, sino irradiación divina” (2003: 43). Es decir, el futuro apreciará el rescate de lo arcaico representado por la pura ausencia del indio. Un lúcido Rodolfo Kusch advirtió esta problemática como pocos al plantear que “lo indio en el ámbito de la visión del mundo occidental no tiene ninguna validez política, social o artística, es decir que no entra vitalmente a formar parte de dicho ámbito. En ese sentido, lo indio es estrictamente lo muerto y por lo tanto se lo relega al museo” (Kusch, 1995: 101). Precisamente en el museo están los mejores indígenas, los que no se quejan ni molestan con demandas. Los indios etiquetados no reclaman tierras. García Canclini observó alguna vez que todo museo mata lo que muestra, es decir, garantiza que aquello que exhibe esté bien muerto, como los ceramios que coleccionaba Narváez a modo de eslabones de la evolución cultural.
Retomando el juego dialéctico que evidencian las posiciones corporales de ambos personajes, además de la cuestión temporal, surge con claridad la relación de dominio y sometimiento de unos y otros. Aunque también se cuela otro ingrediente como es la valoración cultural del indio desaparecido, justamente porque es ausencia debido a la persecución de que fue objeto en esa zona durante las Guerras Calchaquíes, un periodo en que los hispanos gozaron de la intervención divina en su favor para derrotarlos, cuyos ecos llegan hasta el presente, como veremos en los ejemplos siguientes que demuestran hasta qué punto la naturalización de un tema puede conducir a la ceguera de no advertir lo que miramos.
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