En definitiva, vemos al mismo cepo atravesar el tiempo emergiendo una y otra vez. Un desencantado León Felipe advirtió en su propio contexto el espanto de esa espiral laberíntica en unos versos certeros: “¿Quién lee diez siglos en la Historia y no la cierra / al ver las mismas cosas siempre con distinta fecha?”. Se trata de lo mismo. No son hechos aislados, forman parte de un continuum. Rodolfo Walsh comprendió como pocos que los avances sociales no son relatos separados como nos adoctrinan quienes “han procurado siempre que los trabajadores no tengan historia, no tengan doctrina, no tengan héroes y mártires. Cada lucha debe empezar de nuevo, separada de las luchas anteriores: la experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan. La historia parece así como propiedad privada cuyos dueños son los dueños de todas las otras cosas”. La historia no es esquizoide, no es una sucesión de compartimentos estancos. La reiteración cíclica de una problemática que viene de lejos, donde los mismos de siempre se mantienen erguidos en pedestales sin prontuarios en tanto los invisibles no logran abandonar los cadalsos ni las posiciones subalternas, es el tema de este libro.
Idas, vueltas y volteretas
Al igual que una moneda, toda estatua posee dos caras. Una es el símbolo que representa, y la otra es la geografía que ocupa, ya que el espacio no resulta indiferente. En ocasiones, el lugar donde está emplazada puede desvalorizar la obra; en otros, le añade un plusvalor que la potencia. En Ciudades Malditas, Ciudades Perdidas expuse la trascendencia de ciertos territorios que no pueden mensurarse con la vara del sistema métrico. No se trata de un espacio útil, normado, limitado, sino un espacio simbólico. En sintonía con el axioma propuesto por Christopher Tilley en Fenomenología del paisaje podemos afirmar que no existe el espacio sino los espacios. Sitios que no tienen equivalentes. Y en determinados casos muy puntuales logran teñir la geografía de sacralidad. Me refiero a territorios a los que la memoria social reviste de un poderoso simbolismo comunitario tanto por un episodio histórico (Muro de Berlín), un hecho divino (desembarco de Cristo en Nazaret o ascensión a los cielos de Mahoma en el Domo de la Roca) o incluso por estar asociado a una carga de muerte (Auschwitz). Estos últimos, al encontrarse asociados a la crueldad, como la ESMA, buscan ser evitados; en cambio, los otros son sitios valiosos, escasos y, por lo tanto, disputados como la ciudad de Jerusalén por la que pujan y batallan al menos tres religiones hace siglos. Y por ese mismo motivo, tales puntos singulares, acotados, puntuales son reocupados para utilizar en provecho del nuevo inquilino: la sacralidad que emana del sitio. El espacio no reviste interés en tanto lugar en sí, sino en relación con lo humano y por ello es un territorio de uso, de significación. Menciono algunos aspectos para redondear la idea. En la Ciudad de México, el emplazamiento del principal templo de Tenochtitlán fue reocupado por el catolicismo erigiendo la Catedral, cuyos cimientos edificados sobre lo que fue un pantano hoy se están hundiendo tragados por las pacientes fauces de Huitzilopochtli. Se trata de geografías que ejercen enorme fuerza sobre los creyentes, como Santiago de Compostela para la cristiandad, la Kaaba de La Meca para el islam, Sarnath para el budismo o las fuentes del Ganges o Benarés para el hinduismo. En Tepeyac, el cerro donde los mesoamericanos peregrinaban para rendir culto a Tonantzintla (Madre Tierra) fue el lugar donde casualmente apareció la Virgen de Guadalupe. De ese modo lograron neutralizar el potencial anterior, reutilizando la sacralidad espacial en favor de la religión invasora. En Moscú, a poco de la caída de la URSS, la primera marca occidental que instala un local en el corazón de la Plaza Roja es McDonald’s, evidenciando con la exhibición de su logo el aplastante triunfo del capitalismo. En momentos en que escribo estas líneas, la misma cadena de comida rápida acaba de abrir su primera sucursal en Hanói, y así lo que fue una derrota táctica se convierte desde el poder que emana de lo simbólico en un triunfo estratégico. El vencedor siempre procura demostrar su victoria enrostrándole sus símbolos al enemigo vencido apoderándose públicamente de ese espacio arquitectónico cargado de un plusvalor simbólico que lo convierte en único por el residuo de sacralidad que emana del mismo. Pero dejemos atrás Medio Oriente, Tenochtitlán, Moscú o el Ganges y vayamos a un par de ejemplos más cercanos ubicados en pleno centro de la Capital Federal.
La Geografía Sagrada es tan escasa que existen casos en los que se mezquina hasta un pequeño punto donde nadie acepta ceder ni siquiera un metro cuadrado de tierra consagrada. Un ejemplo muy simple de tal avaricia territorial lo tenemos en el centro porteño. Si observamos desde el exterior la nave de la Catedral Metropolitana de Buenos Aires, vemos que en su lateral derecho insertaron un cubículo. Se trata del mausoleo donde yacen los restos del general revolucionario José de San Martín. Por su condición de masón, el clero no permitió que sus despojos descansaran en el territorio consagrado de la Catedral y solo aceptaron adosar ese habitáculo que en la cuidadosa planificación arquitectónica de la Catedral luce como una inserción contra natura debido a la avaricia de sacralidad de su territorio. La Iglesia niega la cuestión con vehemencia. Argumenta que se construyó fuera de la nave del templo debido a la dimensión del mausoleo del Libertador. Sin embargo, la cabeza del ataúd del revolucionario permanece inclinada ligeramente hacia abajo, como símbolo impuesto por la curia para aquellos impíos destinados a arder en las llamas infernales.
El paisaje es neutral hasta que la superficie se accidenta con un suceso que lo despierta del letargo topográfico normado, limitado y mensurable para santificarlo, herirlo o condenarlo. El evento trascendental puede ser un episodio aislado o sucesos concatenados a lo largo del tiempo que irrumpen y se instalan en un espacio como la Plaza de Mayo, un punto del país que convoca a sus ciudadanos desde 1810. Allí la percepción de lo geográfico toma el partido de la memoria y de los recuerdos con los que cada generación tamiza y reconstruye su herencia espacio-temporal actualizándola con agregados, olvidos y sustituciones. Y de pronto, la presencia de una estatua cuya inauguración ajustada al paladar de la época fue celebrada con toda pompa y honor, décadas más tarde se torna problemática y su presencia comienza a objetarse, como el caso de la estatua de Cristóbal Colón ubicada detrás de la Casa Rosada.
No pretendo hacer un historial del extenso debate que se generó de manera inocente o intencional cuando el gobierno de Cristina de Kirchner decidió reemplazar la estatua del almirante por otra de Juana Azurduy. Los trabajos para desmontar la obra del artista italiano Arturo Zocchi (1862-1940) comenzaron en junio de 2013. En aquel momento, un comunicado emitido por la Secretaría General de la Presidencia en el punto siete resumía el asunto: “La Sra. Presidenta de la Nación, Dra. Cristina Fernández de Kirchner, ha entendido que en la sede del Gobierno Nacional, resulta más justo e histórico que acompañe una estatua que representa a una mujer heroína en las luchas por la Independencia de la Argentina y de los hermanos Países de América del yugo colonial de entonces” (Telam, 01/06/2013). En ese entonces, Colón no era tema de debate social como sí lo es desde hace casi dos décadas la estatua ecuestre de Julio Roca ubicada en la Diagonal Sur.
En primera instancia y evidenciando una planificación descuidada pensaron trasladarla a la costa atlántica: “el objetivo del gobierno nacional es mudar el monumento a un paseo que se construirá en Mar del Plata”