Desde hace tiempo colegas y estudiantes me plantearon la necesidad de contar con un material que actúe como soporte del seminario “Imagen y discurso represivo”. Hasta el momento solo había publicado de modo disperso algunos artículos. Recién en 2013 agrupé varios ejemplos en un breve ensayo referido a la Estatuaria oficial como dialéctica disciplinadora, en el que reflexionaba sobre lo peligroso que resulta el patrimonio monumental, la señalética urbana y resaltaba además la tarea de Osvaldo Bayer en pos de desmonumentar al general Roca y otros personajes consagrados como ejemplos a seguir. Esta propuesta es más ambiciosa y busca una mirada global del fenómeno para demostrar lo extendido de una práctica que abarca casi todo el espectro de la imaginería oficial.
Varios casos fueron impuestos por “el azar” de los viajes e incluso algunos fueron “denunciados” por los asistentes de las conferencias. Supongo que este libro tendrá continuidad dada la cantidad de ejemplos que por una cuestión de espacio quedan fuera de esta edición y otros que seguramente saldrán a la luz debido al compromiso de tantos lectores que me emocionan con esa delicada cercanía que solo un libro puede producir, a quienes invito a comunicarse por e-mail a [email protected] o vía Facebook a mi nombre.
Un texto de estas características tiene mucho que agradecer. A Marisa Pizzi, Alejandro Valko, Pablo Noriega, Jazmín González, Nelly López, Soledad Castro, Germán Cavallero, Lilen Guillet y Leo Faryluk por su valiosa colaboración. A Gustavo Martínez y Fernando Hadad de la CTA Autónoma de Santa Fe. A los periodistas Alfredo Montenegro, Luisa Valmaggia, Antonio Martínez Noroña y Enrique Coria. Al hermoso empeño de Hernán Nemi, Laura Font, Naty y Claudio Ricartes, Pablo Badano, Isabel Gallina, Marcos Ongini, Marcelo Constant, Valeria Reta, los compañeros de ECOS de Saladillo, Silvia Starcich, Ariel Roldán, Fiti Perrone, Carlitos Blanco, Luis Puentes y Miguel Benestante. A la Editorial Sudestada que viene soplando contra la desmemoria, al documentalista Sebastián Díaz, a Jorge Gurbanov de Ediciones Continente por creer en la Artillería del Pensamiento, a la tenacidad del Centro Gramsci de Santiago del Estero y siempre al Maestro Osvaldo Bayer donde quiera que esté.
Sin más preámbulo los invito a cambiar su mirada sobre las coartadas que encubren las imágenes y su proceso de naturalización que cercena el pasado, restringe los hechos, acota la verdad e inocula un relato intencional que se distancia del episodio que conmemora hasta convertirlo en otra cosa y así, en lugar de pensar, somos pensados por el nefasto sistema que Orwell intuyó en 1984. Si desde ahora la observación de una estatua provoca cierta inquietud, el objetivo del libro estará cumplido.
Cepos y encepados
Felipe Guamán Poma de Ayala no solo fue el primer cronista indígena, sino uno muy particular. Hacia 1580 resuelve escribirle al rey Felipe III, el monarca más poderoso del mundo de aquel entonces. Escribe y escribe durante casi treinta años. Aquello que empezó como una carta termina transformándose en el extenso manuscrito Nueva Crónica y Buen Gobierno,con 1180 páginas y 397 dibujos realizados con increíble economía de trazos que los tornan aún más pregnantes. Este inusual historiador había servido como lengua, es decir, intérprete del dominico Cristóbal de Albornoz cuando encabezó la represión del movimiento de restauración andina del Taky Onkoy. Pese a ser un colaboracionista, quizás no del todo convencido, años más tarde emprende ese relato único, original, una denuncia descarnada. Dada su posición junto al extirpador Albornoz, había sido testigo de crueldades de toda clase perpetradas por funcionarios reales y eclesiásticos contra los indígenas. Al volcarlas en cientos de folios, desliza mucho más del propósito inicial que era advertirle a Felipe III lo que acontecía en estos reynos con sus desgraciados vasallos para que pusiera fin al suplicio. “Escribir es nunca acabar”, dice y las palabras lo llevan cada vez más lejos. Escribe y escribe hasta terminar amonestando al monarca más poderoso de Europa “porque sin los indios, vuestra Majestad no vale gran cosa porque se acuerde [que] Castilla es Castilla por los indios” (Guamán Poma, 1613: 1060).
Para comenzar me voy a detener en una página en la que se explaya sobre una serie de severos castigos corporales ordenados por un corregidor. Guamán Poma hace alusión a las minas de Huancavelica de donde se extrae el tóxico azogue (mercurio) indispensable para amalgamar la plata del Cerro Rico de Potosí. Acusa a los funcionarios “que tienen poco temor de la justicia” y martirizan “de todas formas posibles a los pobres indios”. Los tormentos, como se aprecia en la imagen de la página siguiente vienen acompañados de un largo párrafo donde se explaya sobre las torturas que son bien variadas: colgar al desgraciado por los pies, trasquilarlo, es decir, cortarle el pelo, una grave afrenta a la virilidad, además de no abonarle dinero alguno por el trabajo. Describe a los corregidores como individuos que carecen de “misericordia por Dios”, se aprovechan de sus cargos para “forzar a las mujeres indígenas y desvirgar a sus hijas”. De todo el conjunto de castigos, me interesa detenerme en el cepo que se muestra en el extremo inferior derecho del dibujo realizado “para ilustrar a su majestad”. Sobre el particular, el cronista explica que se mantenía allí al reo durante días “sin darle de comer ni agua” (Guamán Poma, 1613: 540).
Ahora bien, el manuscrito, del que describí apenas unas líneas, data de fines del siglo XVI y muestra un cepo que pese al transcurso de los siglos reaparece una y otra vez para seguir aprisionando a los invisibles de siempre. Por ejemplo, en la araucanía, hacia 1860, el fotógrafo Enrique Herrmann lo capta en toda su cruel dimensión. La imagen se encuentra en el repositorio del Museo Mapuche Juan Antonio Ríos (Chile) que reproduce el texto Mapuche. Fotografías siglos XIX y XX (2001: 179). Este alemán, que tenía su estudio en Santiago y firmaba sus trabajos como B. Herrmann, muestra a un indígena encepado. Se encuentra al costado de una especie de cobertizo, está descalzo, trasquilado y viste un poncho tejido. Lo interesante es que en un último gesto de resistencia logra quitar su rostro al lente de la cámara que únicamente alcanza a captarlo de perfil. Al parecer es un detalle mínimo. Pero es el único movimiento que tiene a su alcance. Y voltea la cara y huye con su rostro para no ser capturado por esa máquina que va a reproducir el castigo y su entereza a través del tiempo.
Para aquel entonces, José Hernández habla de los castigos que le imponen al soldado que en más de una ocasión se trata de un “indio amigo”, ya que los prisioneros eran enrolados a la fuerza en el Ejército. Por ejemplo, Rosas en su campaña utiliza un tercio de indios amigos, y cuando Roca avanza al sur, un sexto de sus tropas tiene esa procedencia. El Martín Fierro cuenta que “aunque no hicieran nada les daban cepiada”, es decir, le imponían el castigo del cepo. En el Museo Udaondo de Luján, existe una habitación que exhibe los maderos de un cepo original en el que aparecen los orificios para tobillos y manos, incluso uno central para el cuello, como observamos en la imagen de la página siguiente.
Casi un siglo después, a comienzos de la década del 40 volvemos a encontrar el mismo castigo y a los mismos prisioneros tal como lo había dibujado Guamán Poma para Felipe III. La fotografía tomada en el noroeste argentino (NOA) pone en evidencia cómo los dueños de inmensos ingenios azucareros imponen el orden a su antojo con sus propias leyes y policías. A principios del siglo XX, el Ingenio La Esperanza de los hermanos Roger y Walter Leach era el establecimiento más importante de la región con 190.000 hectáreas, seguido por Ledesma con 72.279 y La Mendieta con 19.043 (Constant, 2014: 16).
Es necesario detenerse en esta imagen. Además de los comuneros “revoltosos” encepados, vemos