Solano ejerce su tarea misionera en un periodo oscuro y bien complejo, ya que a fines del primer siglo de la Conquista se registra un abrupto descenso demográfico de la población indígena. El desastre epidemiológico producido por la irrupción de patologías para las cuales los indígenas carecían de anticuerpos, tales como la gripe, el sarampión o la viruela, causó una descomunal caída demográfica a la que debemos sumar matanzas, deportaciones e incluso “las ganas de no vivir”, como lo consigna más de un cronista. Mencionemos un par de datos. Por ejemplo, en 1630 México cuenta apenas con el 3 % de la población que habitaba la región en vísperas de la aparición de Cortés. Por su parte, el Perú de Atahualpa de 1533 con 9.000.000 de individuos se derrumba a 1.300.000 para 1570. Son datos escalofriantes que no son suministrados por indigenistas mexicanos o peruanos, sino por meticulosos demógrafos de las universidades de Berkeley y Los Ángeles basados en los libros de tributos (Borah y Cook, 1963: 100) (Sauer, 1984: 235, 304). Datos, cifras, estadísticas que no logran dar cuenta de lo que sucedió con cada una de esas personas. Aunque es imposible equiparar lo ocurrido en América con las “soluciones finales” aplicadas en el siglo XX a armenios, gitanos, judíos, camboyanos, tutsis, kurdos o bosnios, es innegable que lo sucedido en nuestro continente fue un genocidio de proporciones que se extendió en tiempo y espacio por más esfuerzos que se realicen por edulcorar el Descubri-MIENTO caratulándolo como “Encuentro de dos mundos”.
Los mesoamericanos se convencen de que las enfermedades desconocidas son fruto de una maldición divina. Claro está que semejante “convencimiento” cuenta con la correspondiente orientación teológica, como acontece en México con el franciscano Toribio de Benavente conocido como “Motolinía”, que para explicar el desastre demográfico no tiene mejor idea que asociar a México con el Egipto faraónico castigado por la extraña vara justiciera de Jehová que demuestra su amor por el Pueblo Elegido eliminando niños egipcios que cometieron el pecado de la primogenitura. Con absoluta liviandad, el franciscano Motolinía en su Historia de los indios de la Nueva España revela que la mortandad de los indios es debida a las plagas enviadas por Dios para escarmentar los pecados de toda índole que los salvajes cometen con sus vidas licenciosas. La historia demuestra que, según de quién se trate, el cadáver es el culpable de su asesinato.
A su vez, en la zona andina, Guamán Poma habla con pesar acerca del “milagro de las pestilencias que Dios envía de sarampión y viruelas y garrotillo y paperas y con ellos se han muerto muy mucha gente”. En su extenso manuscrito previene al rey sobre la caída poblacional de manera muy sutil haciendo hincapié en que la baja demográfica traería aparejada una merma en la recaudación impositiva: “Y cómo se perderá la tierra y quedara despoblado y solitario todo el reyno y quedará muy pobre el Rey (…) y no hay remedio… por donde no multiplica ni multiplicarán los indios de este reyno” (Guamán Poma, 1613: 88, 454).
Francisco Solano estaba persuadido de su misión y por eso se dedicó a predicar sin descanso para rescatar las almas de los infieles. Uno de sus recursos predilectos para atraerlos era la música, de hecho en algunos lugares se lo conoce como “el santo del violín”. Destinaba su energía contra aquello que ofendía a Dios y, de acuerdo a su obtuso criterio, casi todo atentaba contra las posibilidades de salvación. Ya afincado en Perú atacó sin tregua hasta “las representaciones teatrales” de los indios, a las que calificaba como “espectáculos demoniacos”. Su orden, como las demás congregaciones, participaba de una verdadera cruzada para liberar al indígena de su ignorancia y sus pecados y ganarlos para el orbis christianus,para lo cual plantearon diferentes estrategias de evangelización para adaptarse a la idiosincrasia de cada parcialidad. Teresa Gisbert cuenta que para la zona andina los agustinos optaban por la sustitución de un símbolo por otro buscando puntos de relación entre la racionalización de las deidades reales o supuestas. Un ejemplo sencillo es identificar a Dios con el Sol y así evitar un rechazo tajante en una región donde la adoración de Inti (el sol) estaba muy enraizada, mientras que los dominicos, siempre temerosos de la deriva idolátrica, ejercían una prohibición total de imágenes paganas, tal como todavía planteaba Juan Meléndez en el siglo XVII para eliminar incluso lo que “provocaba sospecha o leve conjetura”:
Quitarles de los ojos todo aquello no solo que manifiestamente fue ídolo adorado o Huacas celebradas de los antiguos, sino aun aquellas cosas que se puede sospechar, aunque sea con leve conjetura que tiene visos de antigüedad entre ellos y se puede temer semejanza a las otras que adoraban que las tengan por divinas: y así se tiene mandado que no solo en las Iglesias, sino en ninguna parte se pinte el sol, la luna ni las estrellas por quitarles la ocasión de volver a sus antiguos delirios y disparates (Meléndez, 1681: 62).
Por su parte, los jesuitas hicieron hincapié en la racionalización de las deidades reales o supuestas. Demostraban con simpleza que si al sol lo tapa una nube “entonces no es una divinidad poderosa” (Gisbert, 1994: 30). Guillermo Wilde en Religión y Poder coincide al señalar que la orden de Ignacio de Loyola desplegó “astutas estrategias de reutilización conceptual” (2009: 94). En este sentido evidenciaban una posición contraria a los franciscanos que profesaban un profundo recelo en la capacidad de la razón para iluminar cuestiones que tuvieran relación con la fe. Los miembros de esta congregación, cuando desembarcan en Centroamérica, desarrollaron otra táctica evangelizadora que consistía en encontrar puntos de relación entre las creencias locales y la importada. No obstante, como señala Gisbert, las deidades indígenas lograron sobrevivir ocultándose bajo una vestidura cristiana que era difícil de advertir y complejo de desmontar. Como vemos, América fue un campo experimental de la semiología, aunque también debemos reconocer que frente a una concepción indígena de “un mundo contaminado” por lo sobrenatural, donde hasta las montañas se dividen en machos y hembras, la Iglesia acabó por aceptar que existía un límite para la extirpación del mal, una periferia que rozaba las fronteras de lo real habitadas por los sueños, la embriaguez y las visiones, una barrera que era difícil y hasta peligroso traspasar.
Sin embargo, el extirpador de idolatrías y bestialidades homenajeado en Santiago del Estero conocía y en ocasiones traspasaba ese límite sutil, su fama como taumaturgo era innegable y se le atribuyen milagros y magias diversas. El santiagueño Bernardo Canal Feijóo hacia 1932 lo describe como “un santo nervioso y malhumorado. Los actos, milagros y profecías que de él se recuerdan, más bien se justifican por la omnipotencia del Señor de los Ejércitos que por la gracia del padre” (Rossi, 2014: 62). La fama de milagrero y la presión franciscana llevaron a que Clemente X lo beatificara en 1675. Medio siglo después fue canonizado por Benedicto XIII en 1726. Vale aclarar que las distintas órdenes religiosas siempre batallaron solapadamente por la cantidad de santos que integran las filas de unas y otras.
Sus restos descansan en el Convento de Jesús en Lima. En 1970 enviaron a Santiago del Estero una partícula de su cráneo que se encuentra a la veneración de los fieles. Para quienes desconocen semejantes prácticas, tales reliquias (que pueden ser restos humanos u objetos que inspiran fervor, como el Santo Sudario, sangre coagulada de un mártir, fragmentos de la cruz o clavos de la crucifixión) son entidades habituales de devoción. En momentos de las Cruzadas no había iglesia que no se preciara en poseer alguno o varios de estos objetos. De hecho, la partícula del cráneo de Solano viaja a Santiago del Estero con el debido certificado extendido por el cardenal primado del Perú y arzobispo de Lima “autenticando” la reliquia sagrada.
Ahora que sabemos de quién se trata, pasemos por fin a la estatua que honra la actividad que desarrolló Solano y que me llevaron a conocer aquella noche. En Santiago del Estero a principios del siglo XX se creó una comisión de notables que fijaron para el 2 de febrero de 1907 la fecha para presentar los proyectos para el templete anunciándolo en distintos diarios del país. La propuesta elegida fue la del catalán Miguel Blay y Fábregas (1866-1936) que realizó la obra en su taller de Barcelona. La idea era conmemorar en 1910 los tres siglos del fallecimiento del santo coincidiendo también con el Centenario. Finalmente, con casi un año de retraso el conjunto viaja a Buenos Aires y de allí en una hilera de carretas hasta la ciudad de Santiago donde se inauguró el 23 de julio de 1911. Se trata de un grupo escultórico con Solano como figura central tallado