—¡Caracoles! ¡Menudo coraje!
—Coraje y honor, hija mía. Cervantes tenía arte en la pluma y en el corazón. El gesto más desprendido lo consagró a su hermano Rodrigo. Aunque doña Leonor de Cortinas, la madre de ambos, se dejó la piel para reunir los cuartos del rescate, lo recaudado solo alcanzaba a uno y nuestro héroe se sacrificó por su hermano. No obstante, le encomendó una misión. En cuanto pisase España, debía conseguir que una galera se aproximase a las costas argelinas donde él y otros camaradas estarían esperando ocultos en una cueva.
—¿Y qué falló?
—Uno de los emisarios los delató. Como de costumbre, Cervantes asumió la responsabilidad y la gallardía le acarreó un encierro de cinco meses encadenado hasta los dientes.
—¿Qué sucedió en las demás tentativas?
—Primero remitió misivas de socorro a Martín de Córdoba, general de la plaza de Orán, pero los moros interceptaron al mensajero e impusieron a Cervantes una pena de dos mil palos. Menos mal que muchos hablaron en su favor y le concedieron el indulto porque, de haberle caído tamaña solfa, habría sucumbido.
»Después logró que un mercader cristiano le donase fondos suficientes para adquirir una fragata y organizó la evasión de sesenta presos. La empresa tampoco prosperó debido a la denuncia de uno de esos presos. El traidor recabó una miserable tajada de manteca y Cervantes, la peor de las condenas. Cansado de sus reiterados amagos de huida, Azán Bajá, bey de Argel, resolvió trasladarle a Constantinopla, una ciudad amurallada de la que resultaba imposible escapar.
—Los trinitarios se resisten a personarse en la fábula —gruñó Luisa.
—La Orden de los Trinitarios se dedicaba a rescatar españoles retenidos en Argel y tan vehemente era su afán que incluso se canjeaban por ellos. En 1580, cuando Cervantes ya soportaba un lustro de calvario, dos trinitarios, fray Juan Gil y fray Antonio de la Bella, emprendieron viaje hacia aquellas tierras con el objetivo de liberar a una buena cuadrilla de compatriotas. Y ahora sí: adivina el lugar de donde partió esa providencial pareja.
—¡Al fin se desvela el misterio! —aplaudió Luisa, divertida—. Partieron del convento de la Santísima Trinidad.
—¡Exacto! Salieron de aquí, llegaron allí, redimieron a un grupo de bienaventurados y los devolvieron a España. Fray Antonio también regresó, pero fray Juan decidió permanecer y tratar de recuperar a Cervantes. Como solo tenía trescientos de los quinientos ducados de oro exigidos, se propuso acopiar los doscientos restantes rogando caridad durante interminables jornadas a todos los católicos que veía. No era ligero el empeño, pues recolectar semejante hacienda a base de limosnas rozaba la utopía.
—¿Y lo consiguió?
—Quien porfía conquista la utopía y, como fray Juan porfió, triunfó. Cosechó los doscientos dineros, los unió a los trescientos que ya atesoraba y corrió a entregarlos. En ese momento, engrilletado en la bodega de un barco, Cervantes estaba a punto de zarpar rumbo a Constantinopla. Un amén más y el hercúleo esfuerzo de aquel bendito clérigo no habría fructificado. Cervantes se habría ido para siempre y, con él, la pluma destinada a dar vida a don Quijote de la Mancha.
—¡Caray! Menuda alegría debió de llevarse el hombre al enterarse de la noticia. Me lo figuro convertido en un incondicional de los trinitarios a partir de entonces.
—¡Desde luego que sí! Incluso dispuso su entierro en el convento de las trinitarias descalzas.
—¿Y por qué en el de las trinitarias y no en el de los trinitarios? A fin de cuentas, ellos le salvaron.
—Lo ignoro —contestó don Gabriel, encogiéndose de hombros—. Quizá porque el cenobio de las trinitarias se ubica en la calle Cantarranas, a dos suspiros de la casa donde expiró pocos años ha; en 1616.7
Evocar esa jovial charla con su padre apaciguó los recelos de Luisa y, segura ya de que don Gabriel la protegía, reanudó la marcha mucho menos angustiada.
Resuelta a no detenerse más hasta llegar a los Desamparados, enfiló Atocha, pero, a la altura de la iglesia de San Sebastián, una virulenta ráfaga de viento le truncó el intento obligándola a refugiarse en una costanilla del templo que, perpendicular a Atocha, desembocaba en la calle paralela a esta, la de Huertas.
Muy débil ya a causa de la persistente hemorragia, se encontraba apoyada en el muro de la iglesia tratando de recuperar el resuello cuando, de repente, un chasquido rompió la quietud.
Aunque bregó por trepanar la negrura imperante y lograr ver algo, no había forma de distinguir nada. Ni siquiera se vislumbraba a sí misma, tal era la penumbra.
El chasquido se repitió y, olvidando el sosiego que había hallado en las remembranzas paternas, volvió a perder el temple.
Ciega de tinieblas, atragantada de miedo y con el corazón a punto de agrietarle el pecho, entiesó las orejas. Sin embargo, no captó ningún ruido extraño. Solo se oían los murmullos sordos procedentes de las tabernas que orillaban la calle Atocha y los estridentes chillidos de las ratas, colonas del suelo madrileño y de los sempiternos arroyos fecales que lo surcaban.
—Tanto avatar me hace imaginar enormidades —musitó, aliviada—. Tampoco me sorprende, porque menuda nochecita llevo. Pero se acabó. Nadie me acecha, de modo que serenémonos y reanudemos viaje a los Desamparados. El sangrado no remite y, de seguir así, desfalleceré.
Lamentablemente, no imaginaba enormidades, pues sí la acechaban. Y de manera harto inquietante, además.
Lo descubrió cuando quiso abandonar la costanilla para salir de nuevo a Atocha y dos cuerpos robustos la interceptaron. Asustada, se giró presta a huir en dirección opuesta, pero otros dos cuerpos se lo impidieron.
En mitad de la oscuridad, escuchó el sonido del eslabón friccionado con el pedernal y, al encenderse una luz, vio que la rodeaban cuatro individuos, portadores todos de los mimbres típicos de la milicia: la cruz de Borgoña en los ropajes, frondosos bigotes y chambergos sepultados bajo una exagerada profusión de plumas.
Quedó paralizada de terror. Aunque don Gabriel venerase a los soldados patrios, el pueblo, incluida ella, les tenía un pánico cerval porque la guerra les latía en las entrañas y, pese a no hallarse ya en el campo de batalla, continuaban volcados en la misma actividad: matar hombres y violentar mujeres.
Luisa sintió un escalofrío al comprender el auténtico motivo de su reciente ensoñación. Propiciándole el recuerdo de aquel parlamento sobre Cervantes, los trinitarios, Lepanto y, muy en particular, los Tercios españoles, don Gabriel no pretendía templarle el miedo; en realidad, la estaba advirtiendo del peligro.
—¿Qué tenemos aquí, camaradas? —dijo uno de los rufianes, arreglándose el ferreruelo pardo que calzaba—. Una meretriz sofocaardores ávida de ofrecernos un servicio gratuito.
—Ni soy meretriz ni ofrezco servicio alguno, mamarracho —espetó Luisa, alterada—. Apartaos o gritaré tan fuerte que hasta los sordos me oirán.
—Claro que gritaréis, señorita —corroboró un segundo, esbozando una sonrisa desdentada—. Gritaréis de puro deleite. Y, en efecto, lo haréis tan fuerte que hasta los sordos os oirán. Quizá incluso reclamen participar en la fiesta. Al fin y al cabo, la sordera no afecta de cintura para abajo.
Asiéndola de los brazos, la enfrentó a un tercer sujeto a quien Luisa supuso un oficial de rango superior al resto, pues vestía casaca y una banda roja cruzada en el pecho. Sin embargo, no logró distinguirle el rostro porque, bajo la ancha ala del sombrero, solo asomaban las puntas engomadas de un tupido bigote.
—Sargento Salcedo, como máxima autoridad de este escuadrón, os corresponde el privilegio de inaugurar la velada —anunció el desdentado.
—¡Soltadme!