Estallando en socarronas carcajadas, el que sostenía el farolillo lo depositó en el suelo. Llevaba una capa roja, prenda muy habitual también en el gremio castrense, de cuya pechera pendía una extraña colección de mechones de pelo; al cinto, el pomo de una espada lanzaba destellos dorados, y un chapeo azul emplumado en rojo le cubría la testa.
Disponiéndose a intervenir en la jarana, se despojó de los guantes y Luisa observó que su mano derecha era un muñón cauterizado con un pulgar desastradamente cosido.
—Márquez, apagad la luz y actuemos en la sombra —le conminó el del ferreruelo pardo—. Si aparecen los corchetes, habrá gresca y esta noche prefiero desenvainar el dinguilindón en lugar de la vizcaína.
—En la sombra nos perderemos la cara de la ninfa cuando le clavéis vuestro dinguilindón —rebatió el tal Márquez—. ¿Eso deseáis? Porque yo no. He sido piquero de los Tercios, compadre, y un piquero gusta de contemplar los efectos que provoca su pica.
—Márquez tiene razón —secundó Salcedo—. Además, el temporal disuadirá a los alfileres de patrullar la ciudad. De hecho, me barrunto a la mayoría vaciando las alforjas en el pantano de alguna daifa.
—Emulemos, entonces, a la autoridad y vaciemos las nuestras en el pantano de esta —propuso Márquez en actitud lasciva.
Luisa escuchaba la conversación luchando contra el pavor y, al tiempo, buscando una forma de escapar. Sin embargo, desesperaba porque las zarpas que la inmovilizaban y el cerco enemigo que, poco a poco, se iba estrechando en torno a ella baldaban cualquier conato de fuga.
De repente, le arrancaron manto, sayuelo y camisa y empezaron a sobarla.
—Quitadme las manos de encima y respetad mi honra, ¡canallas miserables! —bramó, estremecida de frío, ira y vergüenza.
—¿Respetar vuestra honra? —repitió Salcedo en tono despectivo—. Si os han preñado, sois hembra de honra estriada y las honras estriadas no se respetan. Y tampoco se celan; en realidad, encelan, y dama que encela, dama que anhela. Además, ¿de qué os quejáis? Deberíais sentiros afortunada. Vais a complacer a cuatro cónsules de las glorias patrias.
—¿Y así representan nuestra tierra los cónsules de las glorias patrias? ¿Así representáis la cruz de Borgoña? ¿Con qué legitimidad lucís el emblema del ejército español mientras mortificáis a sus gentes?
Herido en el orgullo, Salcedo se retiró el chambergo y le enseñó una purulenta cicatriz que sustituía su pupila izquierda.
—Lo luzco con la legitimidad de haber pasado años sufriendo calamidades para exterminar a los apóstatas de un Dios que luego apostató de mí; con la legitimidad de haber quedado tullido sirviendo a un país que ahora me lo agradece negándome una pensión digna, y con la legitimidad nacida del rencor que rezuma mi alma tras darlo todo por quien nada merecía. Fijaos si me sobra legitimidad, ¡zorra insolente!
—¿De veras creéis que unas cuantas batallas y un párpado zurcido legitiman esta iniquidad? En tal caso, no me sorprende que Dios haya apostatado de vos. Y no vacilará en volver a hacerlo cuando os toque rendir cuentas en el juicio final. Antes de comenzar vuestra patética homilía de legitimidades, os habrá adjudicado el infierno.
—Ya me adjudicó el infierno enviándome al frente —replicó Salcedo—. Al lado de ese infierno, os aseguro que el de Belcebú se me antojará un edén. Veamos, no obstante, qué opináis vos del infierno en el que estáis a punto de entrar.
Asestándole una patada, la tiró al suelo, le pisó la cabeza y le hundió la cara en el riachuelo de aguas fecales que atravesaba el centro del callejón. En una imperiosa necesidad de coger aire, Luisa abrió la boca y aspiró, cosa que, en lugar de procurarle aire, le procuró un buen trago del pestilente caudal. Asqueada, vomitó y, casi asfixiada, se retorció intentando librarse del sañudo cepo.
El desdentado la sacó de los pelos, la volteó, le levantó la saya y le aprisionó las muñecas. A continuación, Salcedo se bajó las calzas y se tendió sobre ella. El hediondo aliento del hombre le provocó una arcada; el cuchillo surcándole la mejilla, un espasmo de terror, y la pervertida voz siseándole al oído, un ataque de ansiedad.
—Emitid cualquier sonido diferente a suspiros de placer y juro por mi honor que os dejo tuerta. Quizá igual de lisiada reparéis en cuánta legitimidad me asiste para tratar a las gentes de España como España me ha tratado a mí.
—Vos no tenéis honor ni para jurar por Lucifer, ¡maldito cobarde! —chilló Luisa, soltándole un escupitajo.
—De inmediato comprobaréis el grandísimo honor que tengo, perra —masculló Salcedo, y, de una brutal arremetida, procedió.
Cuando la intrusión desgarró sus entrañas, en extremo llagadas tras el parto, Luisa convulsionó. Quiso gritar, pero unas férreas manos la amordazaban; quiso permanecer quieta, pero las embestidas la movían en un bochornoso compás; quiso llorar, pero el miedo le secó los ojos.
Entonces los cerró.
Cerró los ojos a la siniestra danza que un degenerado ejecutaba sobre ella; cerró los oídos a los repulsivos gemidos, a las obscenas guasas y a las carcajadas; cerró la mente a la certeza de que la pesadilla recién principiaba, y cerró el corazón a la humillación de visualizarse protagonizando tan vejatoria escena.
Atrancó las compuertas de la percepción y se afanó en evadirse. Imaginó que ese cuerpo escarnecido no era el suyo. Ni el dolor ácido que lo crispaba tampoco. Imaginó que no estaba allí. Estaba en casa. Junto a su padre y su madre. Viviendo su vida de siempre. Lejos de cuitas. Lejos del frío, del hambre, de la noche. Lejos de la muerte, que, oculta en los recovecos de aquel abismo, la atalayaba con la desdeñosa abulia de quien se sabe portador de una mortaja que desplegará cuando se le antoje, como se le antoje y si se le antoja.
Pero su desesperado intento de sustraerse al ultraje resultó baldío porque la realidad aniquiló el delirio, se adueñó de sus cinco sentidos y la obligó a experimentar cada asalto, cada jadeo, cada bravuconada, cada risa… cada detalle de una violación.
—Turno del siguiente —anunció Salcedo al concluir.
—¿Qué tal el enhebrado, sargento? —preguntó Márquez.
—Nada excepcional. Un badajo esmirriado se extraviaría en semejante campana. Una buena ristra ha debido tañerla ya, pues se aprecia más desgastada que zapato de pobre.
Tendida en posición fetal, Luisa sollozaba.
—No penéis, gatita —se mofó Salcedo—. Pese a todo, me habéis saciado. Y también saciaréis a mis hombres. Aunque en vuestra urna quepa un ejército, los cuatro atesoramos una bellota rolliza y conseguiremos hallar alguna esquina que limar.
—Franquead el paso, sargento —exhortó el desdentado—. Yo instruiré a la potra en el arte de satisfacer a un semental.
El infierno que Salcedo anticipó a Luisa acaeció.
Durante lo que le pareció una eternidad, la insultaron, apalearon y sodomizaron. Una vez, dos veces, tres veces. Varias veces. Muchas veces.
La joven trató de desmayarse, pero la lucidez no aflojó y la forzó a padecer el suplicio al completo. Cuando por fin la Providencia se apiadó de ella y empezó a anularle la consciencia, los maleantes remataron la faena.
—Misión cumplida, caballeros —declaró Salcedo, recomponiéndose los ropajes—. La dama no nos olvidará.
—¡A fe que no! —rio el del ferreruelo pardo.
—Peligroso asunto que no nos olvide —objetó el desdentado—. Conoce nuestros nombres y nuestro aspecto. Aunque es una tumbaollas andrajosa, podría piar y crearnos problemas. Yo propongo liquidarla.
—Sagaz observación, soldado —valoró Salcedo, mesándose el bigote en actitud reflexiva.
En mitad de su agonía,