Libelo de sangre. Sandra Aza. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Sandra Aza
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Зарубежная деловая литература
Год издания: 0
isbn: 9788418013409
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no me abandonéis, os lo ruego —murmuró, invocando a don Gabriel—. Manifestaos de alguna forma y demostradme que seguís a mi vera.

      Esa plegaria sí funcionó.

      Ambos recorrían la calle Atocha y, cuando pasaron frente al convento, don Gabriel, un ferviente admirador de Miguel de Cervantes, le relató el truculento transitar del escritor.

      —En este monasterio reside la Orden de los Trinitarios Calzados, hija mía. Ellos salvaron la vida de Cervantes y, a resultas de tan pía caridad, libraron al mundo de un cataclismo, pues, de haber muerto Cervantes en ese momento, su Quijote no habría nacido. ¿Imaginas la Humanidad sin el sublime protagonista de esa sublime obra?

      —¿Sin un chanfaina obcecado en pastorear la Mancha a lomos de un jamelgo igual de destartalado que él, escupiendo bambarriadas, prendado de una torreznera convertida en gentil princesa del Toboso y asistido de un escudero que finge serlo de un hidalgo caballero? —se chanceó Luisa—. Sí, padre; ciertamente imagino la Humanidad sin ese sublime individuo. Y también imagino a vuesa merced en sus cabales, porque, en cuanto mencionáis esa sublime obra, se os desbarata el entendimiento.

      —No se me desbarata, se me arrebata —rio don Gabriel—. El Quijote es un magistral tratado de erudición, joven iletrada. Amén de proporcionar arrobas de diversión y entretenimiento, imparte soberbias lecciones.

      —Aparcad al personaje y centraos en el autor. ¿Cómo salvaron los trinitarios la vida de Cervantes?

      —Don Miguel era un aguerrido militar que, bajo el caudillaje del gran Juan de Austria, participó en la batalla de Lepanto, una de nuestras victorias más célebres sobre los otomanos. El Imperio español y sus bravíos Tercios, la República de Venecia, Génova, los Estados Pontificios, la Orden de Malta y el Ducado de Saboya constituyeron la Santa Liga Cristiana y, un inolvidable siete de octubre de 1571, plantaron cara al infiel. Por Dios pelearon y por Dios vencieron.

      —¿Y en qué concierne eso a los trinita…?

      —Cincuenta mil cristianos —cortó don Gabriel, emocionado—. Entre galeras, galeazas y fragatas, un rosario mesiánico de trescientos buques se desplegó en el Mediterráneo. Enfrente, cincuenta mil otomanos y otras trescientas embarcaciones proclamaban la gloria de Alá. A la vanguardia de ambos ejércitos, dos galeras, la Real y la Sultana; a bordo, sus adalides, don Juan de Austria, comandante en jefe de la Santa Liga, y el despiadado Alí Pasha, señor de Argel.

      —Padre…

      —A la izquierda de la Real, el veneciano Agostino Barbarigo; a la derecha, el genovés Juan Andrea Doria; en la retaguardia, Álvaro de Bazán, a cargo de las galeras de reserva. En adverso, la flota turca. Escoltando a la Sultana y encarando a Barbarigo, el batallón de Sirocco, bey de Alejandría, y, ante Juan Andrea Doria, Uluj Alí, bey de Argel.

      —Parecéis un desnortado, padre —insistió Luisa, mirando en derredor abochornada—. Abreviad esas voces o alguien avisará a los corchetes.

      —La cruzada comenzó —continuó don Gabriel sin prestarle oídos—. «Hijos de Dios, ¡morid o venced!». La arenga de Juan de Austria trocó en arrojo el miedo que demudaba el semblante de los soldados. Cuando las filas turcas iniciaron el avance, los venecianos colocaron una novedad en primera línea de fuego: las galeazas, barcos descomunales donde cabían decenas de cañones. ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! Tres zambombazos cristianos y la mitad de la armada enemiga mordió el polvo. Tras las galeazas, vino el cuerpo a cuerpo. Un combate a muerte. Hombres contra hombres. Credo contra credo. Dios contra Dios.

      —¿Cómo diantres hemos pasado de los trinitarios a la batalla de Lepanto? —farfulló Luisa, desconcertada.

      —La Sultana envistió a la Real y efectuó un abordaje feroz. En cuanto se percató del apuro que afrontaba el centro de mando, Álvaro de Bazán envió las galeras de reserva para socorrerlo. Mientras, Barbarigo se batía con Sirocco. De pronto, ¡zas! Una flecha turca le estoqueó el ojo y lo mató. Pese a ello, sus hombres trataron de aguantar. Y no solo trataron de aguantar; se dejaron sangre y vida en el empeño, pues ya no luchaban únicamente por Dios. Ahora también luchaban por Barbarigo.

      »A Andrea Doria las cosas no le iban mucho mejor. Apartado del buque insignia y de las galeras de reserva, él y su escuadrón sucumbían indefensos ante Uluj Alí. Sin embargo, no se desalentaron; muy al contrario, redoblaron ímpetu y redaños. Morir o vencer. ¡Por Dios! ¡Por España! ¡Por Barbarigo!

      Delante de una pasmada Luisa, don Gabriel ejecutó un extraño baile simulando blandir una espada y lanzar mandobles a adversarios invisibles mientras proseguía la narración.

      —Cuando los cristianos parecían a punto de hincar rodilla, la Providencia acudió al rescate. La cabeza de Alí Pasha recibió un impacto de arcabuz y un recluta español la desgajó, la clavó en una pica y la enarboló. Al reconocer la testa de su paladín en aquella garrocha, los otomanos se desmoronaron. «¡Retirada! ¡Retirada!», gritaron los de la media luna. «¡Victoria! ¡Victoria!», bramaron los de la cruz.

      »Y así terminó la batalla de Lepanto. Con ocho mil bajas cristianas frente a nada menos que treinta mil turcas. El mar se convirtió en un inmenso camposanto. Las aguas se tiñeron de rojo e incluso podían surcarse a pie, tal era el espesor de la alfombra que formaban los cadáveres. Aunque no se ha librado batalla naval tan cruenta en la historia, gracias a ella, Occidente logró truncar la peligrosa expansión de Oriente por el Mediterráneo.

      Sudoroso y exaltado, don Gabriel concluyó la exhibición inclinándose en una reverencia.

      —¿Tenéis idea del espectáculo que habéis dado en plena calle? —recriminó Luisa—. Estábamos hablando de los trinitarios y Cervantes. ¿A cuento de qué me salís con la batalla de Lepanto y encima me la escenificáis?

      —A cuento de nada, pero admite que resulta fascinante —replicó don Gabriel, sonriendo complacido—. Los Tercios españoles han traído abundantes laureles al Imperio, hija mía. Sobre todo, los piqueros. ¡Son los más bizarros! Se sitúan en primera línea, alzan sus picas y baldan el ataque de la caballería enemiga. Imagina hordas de rocines encrespados embistiendo a hombres solo provistos de armaduras y picas.

      —¿Y resisten semejante envite?

      —Ya lo creo que resisten, pero también mueren muchos. De hecho, el Alcázar se ha pasado guerras enteras enviando piqueros al frente, labor harto peliaguda cuando se trataba de enviarlos a Flandes porque debían atravesar tantos territorios hostiles que llegar allí de una pieza entrañaba una gesta de enjundia. De ahí la máxima «poner una pica en Flandes» para describir la conquista de algo muy difícil.

      —Entonces, yo pondré una pica en Flandes si consigo que me aclaréis dónde demonios calzan Cervantes y los trinitarios en esta plática —se impacientó Luisa.

      —Cervantes luchó en Lepanto cumplidos los veinticuatro abriles y, en la refriega, un arcabuzazo le destrozó la mano izquierda, calamidad auspiciadora de su alias: el Manco de Lepanto.

      —¿Se la amputaron?

      —No, pero el pobre muchacho perdió la movilidad.

      —¿Y los trinitarios le sanaron? ¿Por eso decís que le salvaron la vida?

      —No, jovencita. La relación entre los trinitarios y Cervantes comenzó cuatro años después de Lepanto. En 1575. Acompañado de su hermano Rodrigo, Cervantes regresaba a España desde Nápoles cuando los turcos atacaron la flota y los dos cayeron prisioneros. Los trasladaron a Argel y los vendieron como esclavos. Al registrar las ropas de Cervantes, encontraron cartas de recomendación del duque de Sessa y de don Juan de Austria, egregios contactos que los llevaron a imaginarle un potentado y a tasar su rescate en nada menos que quinientos ducados de oro. Seguro de que nadie desembolsaría tamaña fortuna para liberarlo, Cervantes intentó escapar