—¿Cómo se llama este? —inquirió don Federico, examinando a Diego.
—Ha venido sin pergamino y le he puesto Raúl de la Luna. ¿Por qué lo preguntáis?
—Porque me pasma. Aunque sufre desnutrición severa, no es añeja. Este mozalbete pena hambres desde hace poco. ¿Qué diablos empuja a unos padres a abandonar a su retoño cuando salta a la vista que lo han querido?
—Dentelladas del destino, me barrunto. ¿Autorizáis, entonces, su traslado a la sala de lactantes?
—Autorizo el suyo y el de Gabriel. Ambos se encuentran bien. Veamos al de la mantilla. ¿Cuál es su nombre?
—Diego de la Mantilla.
—¡Caracoles! —exclamó don Federico, echándose a reír—. Como san Pedro reserve la entrada en el cielo a los amañadores de nombres originales, vais aviada, hermana.
—Si aporta embozado en una mantilla y con un rosario donde se lee «Diego», ¿qué nombre he de ponerle? —protestó sor Horacia, ofendida—. ¿Félix Lope de Vega?
—No os enojéis, que solo estoy de chanza. En mi opinión, san Pedro os franquearía el paso al cielo aunque le hubieseis puesto Lucifer. En cualquier caso, habrá de permanecer en el lazareto. Intentaré templarle el cuerpo dándole friegas de vino caliente, sarmiento y romero. Se me antoja inútil, pero, mientras respire, hay esperanza.
Tras despedirse del galeno, sor Horacia llevó a Gabriel y a Diego a la sala de lactantes. Allí los aseó, fajó, arropó y acomodó en un cajón de madera relleno de paja.
A continuación, marchó en busca de Dulce, la nodriza. Resuelta a armarse de paciencia, pues esperaba un recibimiento poco cordial, la monja inspiró hondo. Detestaba a aquella desabrida mujer que trataba a los niños a baquetazos y siempre andaba quejándose del exceso de trabajo. Toda ella destilaba mala leche, excepto sus senos, de los que, paradójicamente, manaba la mejor de la Inclusa.
Dulce no defraudó las expectativas. En cuanto abrió un ojo, comenzó a despotricar.
—¿Me tomáis el pelo? ¡Pero si me acabo de acostar!
—¡Afortunada vos! —bufó sor Horacia—. Yo no recuerdo la última vez que disfruté de tan divino placer.
—Amamanto a diez cabezones y ¿me endilgáis otros dos? ¿Acaso pensáis que la he espichado y he resucitado en forma de cabra? Tengo las peras infestadas de llagas.
—Apead las blasfemias y no tiréis de la cuerda porque os advierto que hoy podría romperse. Hinchadme las narices y palabra de honor que os echo a la calle.
—No cuela, hermana. Apenas os llegan nodrizas acordes a las petitorias de la cofradía. No renunciaréis a una de las pocas que conserváis, surtidora encima de un producto de calidad.
—Probadme y comprobaréis dónde os mando a vos y a vuestro producto de calidad.
Sor Horacia solo pretendía asustarla, pues en verdad nunca prescindirían de ella.
El hospicio requería nodrizas jóvenes, sanas, madres de entre un hijo y seis concebidos en el matrimonio, sin abortos previos, de busto grande y pezones fáciles de succionar. Como esas virtuosas candidatas no abundaban, la cofradía hubo de moderar las aspiraciones y tanto las moderó que, al final, las suprimió y acabó aceptando cualquier pecho del que brotara algún líquido. No importaba si pertenecía a una soltera, a una vagabunda o a una prostituta; incluso se admitían enfermas del mal gálico, aunque, para evitar epidemias, estas se asignaban a los moribundos.5
—El máximo de cabezones adjudicado a cada nodriza es de diez —reivindicó Dulce.
—Recién se eleva a doce. Y si os resta alimento para más, a más alimentaréis. ¿No os gusta? ¡Pues aire! Y ahora dirigíos a la sala de lactantes o a la puerta de salida. ¡En vuestra mano queda!
Palmatoria en ristre, tiritando de frío e insultando a todos los difuntos de sor Horacia, Dulce acudió al encuentro de Diego y Gabriel.
Sin dejar de soltar exabruptos, los cogió, se los colocó en el regazo y les introdujo el seno en la boca con tal violencia que Diego se apartó y empezó a gimotear.
—¡Mocoso estúpido! —bramó, zarandeándolo y estrellándole la cara contra la ubre—. ¡Cállate y a la manduca!
Aunque el meneo sorprendió al pequeño, en cuanto la primera gota de la ansiada leche le rozó los labios, emuló a Gabriel, quien, en vez de perderse en melindres, había iniciado la succión de inmediato.
Los dos comieron con avidez. De cuando en cuando, se detenían y miraban a Dulce agradecidos, pero, lejos de corresponderlos de manera tierna, ella los vapuleaba y les gritaba que aligerasen.
Concluido el festín, los metió en el cajón donde descansaban sus otros diez lactantes. La peste del cubil indicaba que alguno o algunos ya habían digerido la cena, percance que la mujer ni se planteó enmendar.
Aguantando la respiración, apiñó a los veteranos y embutió a los debutantes. Si bien los doce parecían piojos en costura, los veteranos ni se inmutaron y los debutantes, saciada el hambre, se durmieron en el acto.
Y así fue como, un uno de febrero de 1621, Gabriel González
y Diego Castro desembarcaron en la Inclusa de Madrid y, a los pechos de una ácida Dulce, se convirtieron en hermanos de leche.
3 La Inclusa se encontraba en el espacio que hoy ocupa el edificio de El Corte Inglés. La calle de la Zarza desapareció tras la remodelación de la Puerta del Sol efectuada en el siglo XIX.
4 Muchos consideran estas sillas de la Ronda del Pan y el Huevo las primeras ambulancias de Madrid.
5 El mal gálico era la sífilis.
CAPÍTULO 3
Ángeles negros para Luisa
Luisa caminaba todo lo rápido que sus enflaquecidas fuerzas le permitían. No podía aminorar la velocidad porque intuía presencias siniestras que la rondaban y pretendían atacarla. Debía escapar. No sabía de qué, pero sabía que algo la amenazaba y que debía huir.
Desde que renunció a la medalla de la Virgen del Carmen y se la cedió a Gabriel, un crisol de lóbregos augurios le oprimía el estómago y apenas la dejaba respirar. Su padre se la regaló y, cuando la agarraba, le sentía cerca protegiéndola e insuflándole coraje para continuar. Sin embargo, ahora que su pecho lucía desnudo de su preciado baluarte, ya no le percibía y esa ausencia le generaba una honda desazón.
Luego de atravesar la calle Carretas, cruzó la plazuela del Ángel y enfiló Atocha.
Aunque ignoraba dónde iba, el instinto de supervivencia, lo único de su persona que se resistía a claudicar, sí lo sabía. Se dirigía al hospital-colegio de los Desamparados. Fray Benito afirmaba que allí frenarían la hemorragia y tal necesitaba de manera prioritaria porque, de lo contrario, moriría. No le importaba que después la confinasen en la Galera. Ya no. Desvanecida la inmunidad que le procuraba su talismán mariano, la Galera empezaba a parecerle un lugar afable comparado con el raso nocturno de Madrid.
Desfallecida, se detuvo un momento a descansar. Cierto que el viento todavía soplaba furioso, pero el temporal de nieve había amainado y esa tregua le infundió ánimo para tratar de serenarse.
—Ninguna perfidia te acecha, muchacha estúpida. Solo son ratas inofensivas que acuden al olor de sangre e inmundicias de tus ropas. Aborta, pues, los temores y tranquilízate.
Pero