Dionisio profesaba la religión de «al vino, hurra y a la mujer, zurra», e, impaciente por rendirle culto, la misma noche de nupcias ofició el primer ceremonial.
Matilde entró en una espiral de contusiones y moratones diarios que, frente a Luisa, atribuía a caídas fortuitas o accidentes domésticos. Pretendía mantenerla al margen del trance, pues, de averiguarlo, la muchacha encararía a Dionisio y este no vacilaría en sacar la fusta a pasear. De momento, las infames caricias se sucedían en lares de pareja e imploraba a Dios que no cruzaran el umbral de la alcoba marital y alcanzaran a su hija.
La tarde en que el aciago enlace cumplió un año, Dionisio regresó ebrio a casa y propinó a Matilde una paliza salvaje.
Tirada en el suelo e indefensa, la mujer gritaba bajo un torrente de brutales correazos y enloquecidas patadas. Ya se incorporaba, ensangrentado el cuerpo y desangrada el alma, cuando un puñetazo en la cabeza selló el calvario. Su cerebro reventó y emprendió viaje al camposanto.
Mientras Matilde tragaba hiel, Luisa saboreaba miel.
Andaba encandilada de un apuesto galán que la colmaba de pleitesías y almíbares. Le prometió esponsales, un futuro próspero y una vereda repleta de rosas sin espinas. Y la joven le creyó.
El día que su madre perdió la vida, ella perdió la virtud.
Quedó huérfana, a merced de un padrastro violento y a punto de descubrir una dolorosa verdad: que las rosas sin espinas no existen.
Durante unos meses, templó la pena en el regazo de una entelequia, pero, cuando la entelequia fructificó y comenzó a curvarle el vientre, el truhan desapareció dejándola soltera y en estado de muy mala esperanza.
La madrugada en que Dionisio le infligió tal tunda que casi la mandó con sus padres, se asustó de veras y decidió poner tierra de por medio.
Preparó una impedimenta tan lastimosa como su situación y, dejando atrás un hogar quebrado y muchos momentos entrañables que ya no volverían, salió al mundo de los que nunca ríen.
Sintiéndose en una realidad irreal, se sumergió en la indigencia.
Durmió entre ratas y, cuando el hambre venció la repulsión que le inspiraban, se las comió. Suplicó caridad añorando ese ayer en que extendía la mano para dar y aborreciendo aquel hoy que la obligaba a hacerlo para pedir. Aprendió a esquivar a los alguaciles, a temer la Galera y a preferir cualquier rincón putrefacto a una celda allí. Y también conoció el frío. El auténtico. El que hasta las ideas congela.
Y así, atrapada en un marasmo más y más profundo, se resignó a morir un poquito cada luna mientras, aferrada a sus entrañas, una criatura se empecinaba en vivir.
Un gemido de Gabriel la devolvió al presente.
Brillantes los ojos de ternura, lo miró. El corazón le rogaba resistir y no abandonarlo, pero ella ya nadaba en aguas de rendición.
Una comitiva que, a la luz de dos farolillos, transitaba rumbo al hospicio captó su atención. El cuarteto de mozos portando utillaje de auxilio seguido de un clérigo y dos laicos resultaba inconfundible. De inmediato, identificó a la Ronda del Pan y el Huevo.
—¡A buenas horas asoman! —murmuró, chasqueando la lengua—. Ahogado el perro, drenan el pozo.
Consciente de que, si no se apresuraba, le faltaría coraje para desertar de la vida de Gabriel, se quitó la medalla de la Virgen del Carmen que su padre le regaló. Al instante, se sintió desvalida. Estaba convencida de que aquel colgante la cuidaba y por eso nunca se lo quitaba; ni siquiera las peores embestidas del hambre la habían empujado a venderlo. De ahí que, en cuanto se lo quitó, el desamparo le incautó los arrestos y dibujó negros augurios en el horizonte.
Pero, como no tenía elección, pues se trataba de su hijo y, considerando las circunstancias, era lo menos que podía hacer por él, aparcó los miedos y enroscó la medalla en la muñeca de Gabriel. Aunque el temblor de los dedos, las cegadoras lágrimas y la palpitante sien no le facilitaron la tarea, al final consiguió culminarla. Entonces se levantó, anduvo un trecho y se adentró en la travesía lateral a la calle Preciados.
Al llegar junto al torno inclusero, introdujo a Gabriel en el hueco y le dio el último beso.
—Adiós, pequeño. Que la Virgen del Carmen te proteja. Y gracias, mi bien; infinitas gracias porque, durante estos bellos momentos a tu vera y por primera vez en muchos meses, no he sentido frío.
Y, deshecha en llanto, agitó la campanilla, se volteó y marchó.
Al escuchar el repiqueteo anunciando la arribada de un rorro, sor Casilda despachó a la Ronda y se precipitó al torno.
Ya en el exterior, fray Benito divisó una sombra alejándose y, suponiendo que se trataba de la madre, envió a casa al resto del grupo, se agenció un farolillo y la canasta de víveres, e, incapaz de aceptar que una mujer renunciara a su hijo, la siguió presto a sugerirle un arreglo menos traumático.
—¿Todo en orden, muchacha? —preguntó cuando la alcanzó—. No temáis. Ninguna vileza me trae. Soy fray Benito, de la Ronda del Pan y el Huevo.
—Todo en orden, padre —contestó Luisa, sofocando los sollozos—. La noche se me ha torcido una miaja, pero no es avatar de enjundia.
—En mi opinión, alumbrar sí es avatar de enjundia. Y la hemorragia que purpurea vuestras huellas también.
Sorprendida, pues no había reparado en ese detalle, se fijó en el suelo y, al comprobar lo acertado de la observación, prestó atención a sus piernas con la esperanza de que aquella sangre no le perteneciera.
Cuando notó que, en efecto, un pegajoso flujo descendía desde su bajo vientre, se inquietó un poco y se ofuscó un mucho. La hemorragia la inquietaba, pero no más de lo que le ofuscaba descubrirla. Ella iba tan tranquila porque pensaba que el manto camuflaba los vergonzosos vestigios de un parto en soltería y resultaba que sus huellas traidoras habían estado todo el tiempo testimoniando parto y soltería.
Demasiado abochornada para confesar, resolvió negar la mayor.
—Hierra vuesa merced. Esta colorada no corresponde a madre nueva, sino a hembra fértil.
—¡Y tan fértil! Soy cura, no tonto, joven. Os encuentro hecha un dolor junto al torno donde recién meten a un párvulo y ¿pretendéis que me crea que la madre se ha esfumado y que vos pasabais por aquí, de madrugada y en mitad de un temporal, sangrando fertilidad?
—Así mismo ha sucedido —confirmó Luisa, absorta en la cesta de comida—. No quisiera pecar de grosera, pero, entre darle a la húmeda y darle a las muelas, elijo lo segundo. ¿Lleváis vitualla en el capacho? Tiempo ha que no soplo cuchara.
—¿Cómo os llamáis? —inquirió fray Benito, tendiéndole un panecillo y dos huevos previamente sometidos a la prueba del escantillón.
—¿A quién le importa? —replicó Luisa, tomando el alimento.
—A mí me importa. Deseo ayudaros.
—Acabáis de hacerlo procurándome masticables.
—Reveladme, al menos, el nombre del churumbel. No lo presumo cristianizado y de seguro lo habéis hermanado con el torno sin avío ni referencia.
—Os reitero que no he alumbrado ningún churumbel.
—¿Sabéis que el hospicio tiene fama de pergeñar nombres poco arrebatadores? —informó fray Benito, obviando el apunte de la muchacha—. Las monjas apenas invierten talento en el menester. Suelen acogerse al santo del día. Veamos. Estamos a uno de febrero, día de san Cecilio, san Pionio, san Sigeberto, san Trifón, san Raúl, santa…
—¡Que ni se les ocurra llamar a mi hijo de tamaña guisa! —cortó Luisa, enervada.
Al advertir que el instinto la había traicionado y recién admitía su deshonra, claudicó.
—De