La tercera y última salida de Pondicherry, más cerca en esta ocasión, fue para ir a Tiruvanamalai, a la montaña de Arunachala, al âshram de Ramana Maharshi, otro de los grandes maestros espirituales de la India del siglo XX. Fue hermoso, pero una vez más la ausencia de la vibración del âshram de Pondicherry destacaba más que la presencia silenciosa existente en el destartalado, pero entrañable, âshram. Siempre me ha sorprendido ver cómo unas personas se encuentran de maravilla en Arunachala y apenas reciben impacto espiritual signficativo en Pondicherry, y otras experimentan justo lo contrario. Probablemente cada uno, en la medida en que se halle “abierto” y “receptivo” espiritualmente, sintoniza con un tipo de energía, un tipo de rayo, un tipo de enseñanza, un maestro, más que con otros, se produce como un reconocimiento, una armonización, un acorde de vibraciones, dependiendo de un conjunto de circunstancias tanto ambientales como personales y coyunturales. También a Arunachala volvería en dos ocasiones más, con resultados parecidos.
Pero volvamos ya a los primeros días de Pondicherry. Comienza lo indescriptible. Desde el segundo día, una vez hube descansado del viaje, me impregnó una inenarrable paz y una oceánica dicha. Era como si de repente, a medida que uno se aproximaba al recinto del âshram, le fuera invadiendo una paz y un silencio luminosos indescriptibles. Especialmente a medida que uno se acercaba al samâdhi, el lugar en el que moran los restos mortales de Sri Aurobindo y Madre, en el centro del jardín del âshram, protegido por un anciano árbol que dedica una constante ofrenda de flores amarillas sobre la losa que sostiene los cientos de varitas de incienso y de otras flores que permanentemente adornan la tumba de estos dos grandes seres, junto a la cual siempre pueden verse a algunos de sus discípulos, orando, meditando, quizás sintiendo o evocando la Presencia de sus Maestros. Sí, el mismo samâdhi que unos siete años antes había dejado en mi alma una huella tan honda y tan hermosa, como si una invisible semilla dorada hubiera sido divinamente sembrada con el fin de hacerme regresar a ese lugar de luz. La sensación anímica de “haber vuelto a casa,” de haber retornado a mi hogar espiritual, de haber sido invitado a un oasis de paz profunda, de haber llegado allí con un sentido, era tal que a los pocos días llamé por teléfono al padre John Macià (así le llamaban los indios en Bombay) y le escribí una carta explicándole lo que sucedía. La invitación a quedarme allí era tan firme, el gozo profundo era tan inmenso que estaba dispuesto a permanecer allí independientemente de lo que sucediera con mi tesis y con mi beca. Lo que había respirado, lo que había vislumbrado, lo que estaba viviendo en estos primeros días era tan magnífico que algo dentro de mí me decía que tenía que estar allí. No era una pregunta, era la comunicación de una decisión firme, aunque llevase implícito un ruego, una petición: el poder realizar mi investigación en el âshram con su consentimiento oficial. John Macià sonrió, pero consintió. Me permitió quedarme, siempre que le enviase informes de la persona que –según pude decirle ya– había comenzado a dirigirme la investigación. Arabinda Basu no tuvo inconveniente en entrar en contacto con J. Macià y la realización de la tesis fue algo que sucedió “por añadidura”. Y digo esto porque, ante la intensidad de la experiencia espiritual, en más de una ocasión dudé respecto a si continuar con la investigación teórica de la tesis o dejarla de lado y dedicar todo mi tiempo a la meditación, pues sentarse en el samâdhi era un regalo tan grande que hasta la satisfactoria lectura palidecía ante tamaña dicha. El tiempo mostró que lejos de ser incompatibles, la lectura y la escritura de y sobre el pensamiento de Sri Aurobindo se convertían, de un modo sorprendente, en verdaderas experiencias de intensidad y calidad espiritual desconocidas para mí hasta entonces. Al contrario, la inmersión en el pensamiento de Sri Aurobindo era una parte armónicamente integrada en el resto de la experiencia propiciada por aquel santo lugar, aquel “lugar sagrado,” santuario de paz y de luz supramentales.
Es imposible describir qué sucede cuando se instala en la psique una paz, un silencio, una armonía, una felicidad tan poderosos. Cuando el silencio luminoso se torna mucho más real que cualquier serie de procesos psicológicos. El silencio de palabras, casi total, iba unido a un silencio de pensamientos igualmente notable. O más bien, aunque ciertos pensamientos continuasen su ronda, lo hacían ya a otro ritmo, con otra armonía, en otra profundidad. Y sobre todo no impedían la percepción de la presencia del alma. Presencia que se revela acompañada de un sonido encantador, de una armonía sutil, de una vibración tan desconocida como familiar. La shakti del lugar parecía vibrar en todo mi ser. El estado en que uno se sentía permanentemente era un estado de Gracia, como una lluvia de bendiciones que no se termina de comprender por qué ni cómo se ha producido.
Así permanecería, sin apenas altibajos, los casi dos años que tuve ocasión de residir en el âshram de Pondicherry. Los momentos en los que algún acontecimiento parecía que podía hacer tambalear la paz y el silencio, bastaban unos minutos junto al samâdhi o en el meditation hall para recobrar la armonía sublime que se había instalado en mi ser. El paseo gozoso por el pensamiento de Sri Aurobindo se producía en la biblioteca del âshram, donde podía consultar los 30 volúmenes de sus obras completas, o en mi propia habitación; esto último sobre todo cuando tuve la oportunidad de residir en Golconde, una de las Guests Houses más mimadas del âshram, en parte por haber trabajado allí Madre y haber intentado mantener un clima más íntimo, exigiendo ciertos requisitos para poder residir en ella, y en parte también por la originalidad y características de su construcción, encargada por Madre a un arquitecto japonés.
Pronto fui descubriendo la importancia de la figura de Madre. No podía ser de otro modo, pues muchos de los ashramitas entonces vivos o no habían conocido a Sri Aurobindo (recordemos que abandonó su cuerpo en 1950), o tan sólo lo habían visto una o dos veces por año durante el dharsan. Por el contrario, Madre (Mother, Mère) había estado muy cerca de ellos durante todos esos años, hasta 1973 en que pasó también a la otra parte del velo. Al llegar a Pondicherry, en mi mente la talla espiritual de Sri Aurobindo estaba ya clara. Había leído La Vida divina y La Síntesis del yoga, así como otras obras menores, sabía lo que había significado para Antonio Blay, y estaba acostumbrado a que fuera reconocido en bastantes libros como uno de los Maestros espirituales más destacados de la India del siglo XX. Pero de Madre apenas había oído hablar. Y poco a poco fue entrando en mi conciencia y en mi corazón, a través de las palabras emocionadas de algunos de los ahsramitas que contaban sus experiencias con ella, su altura de verdadera Maestra espiritual. Fui leyendo también algunas de sus obras, sobre todo, al principio, sus Conversaciones (Entretiens), en los 15 volúmenes de sus Obras Completas (que no incluyen los 13 tomos de La Agenda de la acción supramental sobre la Tierra). Fui cogiéndole cariño, respeto y admiración. Resultaba obvio, no sólo por los relatos de sus discípulos y por la calidad y sublimidad de sus palabras, sino también por las explícitas afirmaciones del propio Sri Aurobindo, que Madre era parte indispensable en la generación, mantenimiento