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El impacto espiritual causado por Jean Klein es probablemente el más amplio y hondo de los que persona viviente me ha producido. La presencia de Jean Klein; la profundidad del Silencio por él transmitido o por él facilitado, al menos junto a él vivido, es tan inmensa que todo lo otro parece borrarse ante eso. Al igual que con Blay, una vez lo conocí, fui a cuantos cursos pude de Klein. Creo que durante algún tiempo se superpusieron los cursos de ambos. Recuerdo que tras morir Blay, la voz corrió y algunos de los “huérfanos espirituales” se transvasaron a Klein. Para unos sirvió de sustituto de padre espiritual, de maestro, otros no lograron sintonizar con él, o no les llegaba tanto y echaban en falta a Antonio; otros nos descubrimos ante el oceánico silencio gozoso al que se nos invitaba.
Si al pensar en el trabajo de Blay no resulta fácil hallar referentes comparables por su integralidad (durante un tiempo señalé sus similitudes con el Yoga integral de Sri Aurobindo, pero el sentido de la integralidad creo que es distinto, o al menos el modo de trabajarla, por la ausencia de enfrentamiento directo y estructurado con el inconsciente personal por parte de Sri Aurobindo), aunque el recientemente descubierto “enfoque diamante” de A.H. Almaas me ha sorprendido por sus similitudes, al pensar en Klein es fácil que venga a la mente Ramana Maharshi, o Nisargadatta Maharaj, o incluso Krishnamurti. El caso es que con Klein el término “no-dualidad” (advaita) cobró un nuevo sentido para mí, un sentido experiencial, vivencial. Klein utilizaba muy pocas referencias teóricas: Vedânta Advaita, como trasfondo, es cierto, a pesar de que, su filiación más directa parece ser el no-dualismo del shivaísmo de Cachemira, en la línea de Abhinavagupta, aunque Klein no hiciera referencia alguna al tantra.
La presencia silenciosa de Klein es difícil de explicar, pues en su caso, digamos al estilo budista o advaita radical, la palabra es una herramienta para conducir al silencio que trasciende toda palabra. Claro que en Blay era utilizada también así, pero todavía había un discurso racional, en el que el pensamiento y las explicaciones tenían un sentido, lo cual, si por una parte permitía una mayor claridad y riqueza de ideas, por otra parte facilitaba el que uno pudiera permanecer a ese nivel de ideas, por más que tratase de aplicarlas o incluso trascenderlas. En Klein, el aferrarse a las ideas era muy difícil, no sólo porque el contenido de su pensamiento fuera menos rico y menos explicativo, sino ante todo por la forma misma de transmisión de la Enseñanza. Cuando llegaba a la sala, se sentaba en silencio y permanecía un buen rato así. En ocasiones dirigía una relajación meditativa antes de comenzar les entretiens, conversaciones en las que ya formalmente la mayor parte del tiempo la ocupaba el Silencio. Cuando se le hacía una pregunta, Klein permanecía en silencio durante un buen tiempo. Y toda la sala se cargaba de un silencio luminoso. Como si su irradiación silenciosa fuese incomparablemente más importante que lo que pudiera decir. En realidad, no se trata de “como si,” sino que realmente el Silencio se revelaba más importante que la respuesta. No sólo porque toda respuesta terminaba más o menos explícitamente invitando al Silencio en el que toda pregunta tiene que disolverse, sino porque el silencio que envolvía a la respuesta, antes de ella, después y sobre todo durante ésta, impregnaba las pocas palabras que iban siendo como cuidadosamente desgranadas por el Maestro. Para quien no ha tenido la experiencia, o mejor dicho, experiencias similares, la referencia al Silencio resulta hueca y vacía, sin sentido. Cada uno no puede sino interpretar la palabra que remite al Silencio desde su propia experiencia, su propio sistema de experiencias y de creencias. En sí misma, la palabra “silencio” o el remitir al Silencio no dice nada. Silencio, aquí, no significa la mera ausencia de algo, sino la Presencia sublime de algo numinoso, sagrado, experimentado como máximamente valioso. Algo ante lo cual la palabra, cualquier palabra, y el pensamiento, cualquier pensamiento, se tornan prácticamente insignificantes.
Escuchando a Klein, no lo que dice, sino el Silencio que impregna lo que dice y que brilla por igual cuando nada dice, surge una nueva comprensión, una nueva lucidez, un nuevo estado de ser. No hay nada que tenga que ser conocido. Ningún objeto reclama nuestra atención, ningún contenido de nuestra conciencia nos importa. Más bien permitimos que se vacíe de todo contenido, como el cuerpo se libera de toda tensión inne cesaria, como el corazón desata todo nudo y todo apego. Ningún objeto exterior nos importa ahora (todos nos importan cuando hayan perdido ya su influjo fascinatorio sobre nuestra conciencia y seamos capaces de una mirada inocente, no aprehensiva, posesiva, interesada), ningún contenido en tanto objeto de la conciencia posee valor y produce apego porque hemos comprendido que se trata más bien de “Ser” el “Sujeto” de todo conocimiento, el Sujeto que no puede, de ningún modo, ser objetivado. El Ser-Sujeto que es libre de todo fenómeno capaz de aparecer ante nuestra conciencia. El Sujeto que es Espacio luminoso, Vacuidad plena, Lucidez silenciosa. Vivir desde allí es el único objetivo prioritario. Klein, instalado allí, sabía conducirnos a ese no-espacio, a ese no-tiempo en el que uno quedaba liberadoramente apresado en una embriaguez impregnada de paz y de ânanda, del gozo de ser, de la joie sans objet, de la dicha incondicionada, de la alegría espiritual sin objeto, sin razón, sin motivo, con la fragancia de la rosa que no tiene por qué, que florece porque florece.
Eckhart y Heidegger son dos de las escasísimas referencias que recuerdo haber escuchado de labios de Klein. Una más: también R. Guénon.
La presencia de un ser así, que no podía sino exponer su ausencia de “ego,” arroja una gran luz sobre los textos sagrados que se refieren a cómo habla un yogui establecido en brahman, cómo se mueve un iluminado, qué significa la trascendencia del ego, qué supone una mente en calma, en silencio, serena. Todavía recuerdo el primer encuentro con Klein, en Segovia, cuando ante la pregunta «Klein, quién eres, en realidad,» respondió: «personne». Nadie. El yo individual se había mostrado ya hace tiempo como una ilusión. Había dejado de ser necesario para el funcionamiento de ese ser que vivía –acaso nos atrevamos a pensar que permanentemente– en la Luz.
Recuerdo también, en una de las pocas