En el trabajo de 2014 concluimos que el Código Penal colombiano, en cuanto a la pena, sigue las corrientes de la unión que en sus distintas versiones predominan durante los últimos tiempos3. Sin embargo, quedamos en deuda sobre nuestra opinión al respecto, pues no asumimos ningún concepto de pena en particular. En esta ocasión queremos retomar el tema del fin de la pena estatal, con el propósito de sentar nuestra postura frente a ello y responder a algunos de nuestros críticos que entienden que el derecho penal no se puede concebir abordando en primer lugar el tema de sus consecuencias4. Superado lo anterior, procuraremos desarrollar este mismo problema de cara al debate político criminal que durante los últimos tiempos ha surgido con ocasión de la llamada responsabilidad penal de las personas jurídicas, tema que, por cierto, ocupó la atención de una de las mesas de discusión durante los debates de las investigaciones presentadas en el marco del II Congreso Internacional de Criminologías Críticas, Justicia Penal y Política Criminal de la Escuela de Investigación en Criminologías Críticas, Justicia Penal y Política Criminal “Luis Carlos Pérez” - Polcrymed, en la Universidad Nacional de Colombia.
Nuestra hipótesis, desde ya, apunta a que la pena, examinada bajo la óptica de la responsabilidad penal de los entes colectivos, no puede cumplir ninguno de los fines que tradicionalmente se le han atribuido. Pretendemos comprobar este análisis a través del ejemplo del delito de soborno transnacional, que para el caso colombiano se encuentra regulado en el artículo 433 del Código Penal, habiendo optado el legislador, correctamente en nuestro sentir, por un sistema de responsabilidad administrativa aplicable a las personas jurídicas que se ven involucradas en este tipo de hechos de corrupción internacional por intermedio de sus socios, directivos, representantes o empleados (Ley 1778, 2016).
Aproximación teórica a los fines de la pena
Pues bien, si creemos entender, el debate moderno en relación con el fin de la pena se suscita entre las posturas preventivas que algún tipo de utilidad le asignan al castigo criminal comprendido como un medio o instrumento configurador de la conducta o del comportamiento de los individuos en sociedad (teoría utilitarista de la pena). Es verdad que el castigo, hoy como ayer, está anclado a la idea del mal cometido. En nuestra materia, el mal se concreta en la realización culpable de un injusto. De hecho, se sostiene que la gravedad de ambos orienta y, a su vez, limita el problema de la cantidad de pena. Esto opera, según nuestra opinión, tanto en el momento de la creación de la norma por parte del legislador (fase legislativa) como en el instante mismo de su aplicación, que corresponde desde luego al juez penal (fase de aplicación). Aquí rige, en cierta medida, el principio de proporcionalidad, tanto en sentido amplio como en sentido estricto. Para el legislador, desde el enfoque del merecimiento del castigo, examinado a la luz de la idea de protección de bienes jurídicos bajo la óptica de los referentes de la idoneidad, la necesidad y la proporcionalidad en sentido estricto, estos criterios deberían orientar la racionalidad de las leyes en materia penal, pues constituyen la base para el desarrollo del principio político criminal de ultima ratio (subsidiariedad y fragmentariedad)5.
O sea, la imposicion de la pena es precedida por un conjunto de principios del derecho penal liberal que debe garantizar una intervención mínima y, por ende, restrictiva, y no se impone simplemente basada en el capricho de una autoridad sancionadora. Para el juez, desde su postura orientada a la realización del valor de justicia en la aplicación del derecho y la solución de los conflictos sometidos a su consideración, dicha labor está igualmente orientada y regulada por criterios relacionados con la problemática de la individualización de la pena en cada una de las respectivas legislaciones. En el caso colombiano se encuentra en los artículos 59, 60 y 61 del Código Penal, que regulan todo lo concerniente a la llamada ley de los cuartos, con miras a evitar cualquier posible arbitrariedad, dejando en todo caso algún tipo de discrecionalidad al funcionario judicial, pero manteniendo igualmente el carácter reglado de la tasación de pena. No obstante, las teorías absolutas o retributivas de la pena, por sí solas, ciertamente se encuentran en retirada, por lo menos en sus versiones originales y extremas, al mejor estilo kantiano, que las concibe como la expiación de un mal desde una concepcion de imperativo ético o moral6. Desde luego, perduran autores que consideran lo contrario, no siendo esta, sin embargo, la postura que hoy por hoy jalona la discusión.
El debate se concentra, entonces, en las posturas relativistas que entienden que la pena es un simple instrumento para el logro de la paz social y no un fín en sí mismo. Esto nos ubica frente a las llamadas teorías de la prevención general. Hace ya bastante tiempo que Anselm Feuerbach introdujo su tesis de la llamada coaccion psicológica de la pena7, una propuesta que desde entonces llegó para quedarse, en algunos tiempos de forma más superlativa que en otros. Según el autor, el derecho penal es un mecanismo de coacción física que responde con la imposición del castigo frente a la comisión del injusto penal. Sin embargo, no basta con ello, pues es necesario que el derecho penal se anticipe para no llegar demasiado tarde –como, en efecto, no pocas veces sucede–, y la manera de hacerlo se expresa en la amenaza del castigo. Para decirlo de forma bastante burda, así como el amo amenaza con el palo a su perro, el derecho penal hace lo propio frente al individuo con el mal del castigo. Así, la pena estatal –la amenaza de su imposición– procura orientar la conducta de los hombres en sociedad en pos de que se abstengan de incurrir en comportamientos considerados merecedores de represion penal.
Desde siempre, el derecho penal ha sido visto como una herramienta de control social, o como diría Juan Fernández Carrasquilla, es algo así como un control controlado8. Su misión radica en la protección de bienes jurídicos o, según unos cuantos, de la estabilidad normativa. Sea lo uno u otro, solo los bienes jurídicos o la estabilidad de la norma se pueden ver afectados por el hombre, por lo menos solo esto es lo que en verdad le interesa al derecho penal como mecanismo de control social. De acuerdo con Feuerbach, el derecho penal se anticipa para determinar el comportamiento de los hombres y evitar el mal del delito, propuesta que, más allá de las críticas, unas más fundadas que otras, nos parece plenamente razonable de cara a explicar y fundamentar el mal del castigo y, con ello, una concepcion de teoría del delito de orientación marcadamente antropológica. En esto, consideramos que le asiste razón a Schünemann cuando en épocas más recientes señala:
A todos los intentos modernos de “domesticar”, con la finalidad de oponer venganza y retribución, en cierta medida, solo a traves del lenguaje, les queda el hecho de que la institución del Derecho Penal solo puede ser justificada por el fin de la prevención del delito. Más exactamente, mediante el modelo de Feuerbach de la prevención general intimidatoria, que al mismo tiempo alcanza como única concepción preventiva más allá de una fundamentación puramente utilitarista y tiende el puente a una legitimación deontológica frente al afectado. En efecto, la amenaza de pena representa una advertencia al destinatario de la norma para que no cometa delitos, con lo que se supone necesaria la capacidad del destinatario de motivarse por ello y desistir de la comisión. De acuerdo con ello, el mal de la pena se aplica, en palabras de Feuerbach, para que la amenaza no sea desenmascarada como un vacío. En consecuencia, supone la evitabilidad individual de la comisión por el autor. Y justamente ahí reside la legitimación de la aplicación