El circuito de los entrevistados o de miembros de sus familias entre la ciudad y el campo, por lo general en ocupaciones manuales, y en particular, entre la construcción y la agricultura –incluyendo el trabajo asalariado en apicultura– es frecuente en los hombres; pasan de una actividad a otra a lo largo de sus vidas y a veces, a lo largo del año. Ello da cuenta de su ductilidad como personas pero también de la incapacidad de estas ocupaciones para convertirse en un “oficio” o “profesión” que se convierta en un eje organizador de su existencia. De otra parte, revela la presencia de barreras a la movilidad de ocupaciones menos calificadas a las calificadas, que estos trabajadores no pueden atravesar en el transcurso de sus vidas.
Desde el ángulo del mercado de trabajo agrario, la disponibilidad de mano de obra en las localidades próximas a las zonas productivas facilita su contratación ocasional, respondiendo a las características actuales de la agricultura pampeana. Hay que tener en cuenta que ya los datos censales del 2001 indicaban que el 41% de los trabajadores agropecuarios de la provincia de Buenos Aires residían en áreas consideradas urbanas (Craviotti, 2009). Su ocupación durante el resto del año no siempre parece ser identificado como un “problema” por parte de las autoridades locales, a diferencia de la percepción encontrada en otras localidades extrapampeanas, donde se han conformado mercados de trabajo estacionales vinculados a producciones agrarias intensivas (Craviotti y Cattaneo, 2006).
En aquellos jóvenes que han residido en el campo por estar ellos o sus padres vinculados a tareas agrarias, y que actualmente habitan en los pueblos aunque carecen de empleos estables, no existe un horizonte buscado de retorno a lo rural, debido a la diferencia en las condiciones de vida:
Para ganar un sueldo de 1.000, 1.200 [pesos] me quedo en el pueblo… no me sirve esclavizarme en un campo por esa plata…La responsabilidad de estar de lunes a lunes, porque ellos dicen que tenemos los fines de semana libres, pero el fin de semana va el dueño y dice que tenemos que cambiar los animales, que hacer esto, que hacer lo otro, y estás todo el fin de semana en el campo. [En el pueblo] tenés otra relación con la gente, porque al estar en el campo hablás con tu patrón y con un perro, nada más.
O bien:
A mí me encanta la naturaleza, más allá de que deteste el campo, por haber estado toda mi vida en el campo, aparte de la manera en que se vive en el campo… no tenés luz, no tenés gas, no hay disponibilidad de salir a comprar como acá en la ciudad, y viste… no, dije no. Me cansé de esa vista.
Cuando las historias familiares están fuertemente permeadas por la inserción en actividades asalariadas agrarias, la construcción y el empleo doméstico (en el caso de las mujeres), se evidencia una marcada pluriactividad y “ocasionalidad” laboral; por lo general los trabajos desempeñados son precarios. Excepto que requieran cierta calificación –como es el caso de los trabajadores empleados por contratistas de servicios de maquinaria– y/o presenten continuidad en el año y sean de carácter intensivo– el caso de los tamberos –medieros–.[4] No obstante, aún en estos casos se insinúan en años recientes relaciones laborales asalariadas disfrazadas de autónomas (a partir de la exigencia de parte de los empleadores, de que los trabajadores se inscriban como monotributistas).
En otras contribuciones se nos recuerda que la pluriactividad ha sido vista en distintos contextos como formas propias de la vida de los pueblos (Murmis y Feldman, 2006).[5] De todas maneras cabría preguntarse en qué medida ésta se incrementa en años recientes en sus formas precarias y ocasionales. Refiriéndose a los pequeños pueblos pampeanos, Ratier et al. (2004), destacan que quienes están “a la pesca” de alguna changa en el campo alternan esa actividad con inserciones en planes sociales, trabajo en comercios, realización de mandados u otras que les permitan paliar la inseguridad del trabajo, ya que “en términos generales el panorama laboral en el medio rural es absolutamente precario. Los empleos estables, con cobertura sanitaria, derechos sociales plenos y aportes previsionales son una ínfima minoría.”
Las entrevistas realizadas nos revelan también que el “salto” de la condición de trabajador asalariado a la de cuenta propia es bastante menos frecuente en el agro que en la construcción, donde la evolución más frecuente es pasar de ayudante de albañil a albañil. Inclusive éste es percibido como un sector de actividad de más fácil inserción a pesar de la edad y la carencia de estudios formales.
4. La inserción de los microemprendimientos en los cursos de vida
Exceptuando a quienes estaban desocupados al inicio de los emprendimientos, las ocupaciones previas fueron agropecuarias en uno de cada cuatro de los casos analizados. Casi la totalidad posee algún antecedente personal o familiar en el sector, aunque por lo general no como productores directos sino como trabajadores asalariados. En ciertas ocasiones accedieron por esta vía a ciertos recursos productivos como forma de pago parcial de su trabajo. O bien sus familias disponían de un pequeño terreno con huerta o animales de granja. Por lo general se trata de actividades diferentes a las que luego comenzaron, por lo que la experiencia previa en ellas resulta de aplicabilidad limitada.
Son reducidos los antecedentes en el desarrollo de actividades en forma autónoma, que puedan ser transferibles a la nueva actividad. En cuanto al disparador del inicio en la actividad, son escasas las situaciones en que se vislumbra la identificación de una “oportunidad” en sentido estricto ligada a lo agropecuario; inciden en este sentido instancias externas (el ofrecimiento de apoyos financieros e instancias de capacitación, o el requerimiento de realizar microemprendimientos para completar estudios secundarios). Ello no implica la ausencia de ahorros propios o familiares que se canalizan a la puesta en marcha de la actividad. Un aspecto que surge del análisis es que el grado de vulnerabilidad de los sujetos se vincula con su grado de autonomía en su desarrollo como microemprendedores. Más específicamente, con el rol desempeñado por las instancias institucionales de apoyo –de acompañamiento, supervisión o eventualmente, dirección del proceso–.[6]
Otro tipo de circunstancias externas desencadenantes del inicio de la actividad agropecuaria autónoma son las vinculadas a la pérdida de un empleo asalariado; estos casos suelen presentar una evolución posterior negativa del emprendimiento. En cambio, la existencia de instancias inductoras externas no necesariamente se asocia con un desarrollo en el mismo sentido.
¿Qué características comunes tienen estos “nuevos” productores? La gran mayoría no contrata trabajo remunerado externo, ni siquiera en forma ocasional, y poco más de la mitad cuenta con el aporte de otros miembros de la familia en tareas ligadas al emprendimiento. Si tomamos la definición de producción familiar que hace hincapié en los aspectos que posibilitan la autonomía de la unidad (Tort y Román, 2005) –el empleo de mano de obra de la familia en forma principal y la reproducción de ésta y de la explotación a través del ingreso predial– encontramos que se cumple el primer criterio y en menor medida el segundo. Aunque suele está presente un elemento característico de las unidades familiares: la fusión de la economía doméstica con la del emprendimiento y una forma de cálculo que sólo incluye como costos a los gastos monetarios.
Aun con la salvedad del escaso tiempo transcurrido desde el inicio, por lo general la actividad agropecuaria no logra convertirse en la actividad o el ingreso principal de los hogares. En este sentido la importancia que revisten las ocupaciones complementarias puede ser considerada como un indicador indirecto de que el emprendimiento no ha logrado consolidarse como alternativa generadora de ingresos que permita dejar de lado otras opciones. Ello dificulta su reconocimiento como productores