Aris apenas la escuchaba. Estaba concentrado en el niño, que seguía alargando los bracitos hacia él, con sus ojos grises llenos de lágrimas y sus labios temblorosos, como si estuviera suplicándole que lo salvase de algún monstruo.
Sin pensar, Aris levantó los brazos para tomarlo…
–¡Eleni!
Los tres se volvieron y el niño lanzó un grito de alegría.
Selene.
Aris la vio acercarse, como una leona defendiendo a su cachorro, con la melena oscura volando alrededor de su cara como furiosas llamas negras.
–Eleni, recógelo todo, nos vamos ahora mismo.
La mujer miró a Selene, aparentemente sorprendida por el tono. Pero, asintiendo con la cabeza, recogió la bolsa del niño y desapareció sin decir nada.
Entonces, Aris se concentró en Selene. Selene, que lo miraba como si fuera a lanzarse a su cuello.
–¿Qué haces aquí? ¿Cómo te atreves a seguirme?
No tenía sentido negar la acusación, aunque en realidad no quería una respuesta. Y lo dejó claro dándose la vuelta para seguir a la niñera y el niño.
Sin pensárselo dos veces, Aris fue tras ella y la tomó del brazo.
–¡Te he dicho que me dejes en paz!
–No me lo habías contado. No me dijiste que teníamos un hijo –le espetó él.
La verdad estaba en sus ojos. La veía luchando contra mil reacciones distintas, desde la sorpresa al miedo y la resignación al verse descubierta. Y, de nuevo, la furia en menos de un segundo.
Pero Selene Louvardis era una fabulosa abogada que podía lidiar con cualquier situación, por difícil que fuese.
De modo que irguió los hombros y le enseñó el rostro que mostraba en los tribunales: serio, inescrutable, compuesto.
–¿Por qué iba a contártelo? ¿Qué tiene que ver contigo?
–Tú has hecho que no tuviera nada que ver conmigo.
Su propia voz sonaba extraña a sus oídos, absolutamente furiosa.
A Selene le temblaban los labios, pero contuvo el temblor apretándolos en un gesto desafiante. No estaba tan serena como quería aparentar, pero un segundo después su expresión volvió a ser impenetrable.
–Mira, Sarantos, si te preocupa que esto tenga repercusiones para ti, puedes estar tranquilo. Lo nuestro fue un encuentro fortuito y yo pensé que estaba segura… no se me ocurrió pensar en el caos hormonal que sufría tras la muerte de mi padre. A ti no se te ocurrió comprobarlo y yo no tenía intención de llamarte para ver si te parecía bien que tuviese a Alex. Pero sé que, de haberlo sabido, me habrías dicho que no lo querías. Soy yo quien decidió tenerlo, así que es mío y solo mío. Fin de la historia.
En ese momento, la niñera apareció de nuevo empujando el cochecito de Alex.
–Siento mucho que lo hayas visto y más que lo hayas reconocido de inmediato. Pero, de verdad, no ha cambiado nada. Siempre pensé que acabaría teniendo un hijo sola gracias a un donante de esperma… la realidad ha sido diferente, pero no te veas a ti mismo como algo más que eso.
–¿Qué quieres decir?
–Que puedes volver a tu vida como si no hubiera pasado nada. Y también puedes borrarme de tu lista de mujeres disponibles. Querer una aventura conmigo solo ha sido un incidente, un impulso que mi reticencia aumentó. Has venido para hablar de un contrato y estoy de acuerdo en aceptar tu oferta, nada más. Así que adiós, Sarantos. De verdad espero que nuestros caminos no vuelvan a cruzarse.
Esa vez, Aris no movió un músculo para detenerla.
La vio empujar el cochecito, con la niñera a su lado, y alejarse a toda prisa. Y se quedó donde estaba, atónito.
Tenía razón.
En todos los sentidos.
Si hubiera llamado para preguntarle, le habría dicho que un hijo era lo último que deseaba. Hasta que vio al niño, Alex, la idea de tener un hijo lo había llenado de terror.
Pero había visto a Alex.
Y había vuelto a ver a Selene.
Y a partir de ese momento, todo lo que sabía sobre sí mismo, todos sus planes de futuro, todo había dado un vuelco.
Selene se contuvo hasta que metió a Alex en la cuna y se despidió de Eleni, pidiéndole disculpas por haberle hablado en ese tono por la tarde.
Y luego se dejó caer sobre la cama, vestida, temblando.
Aristedes había descubierto la existencia de Alex y se había dado cuenta, ignoraba cómo, de que era hijo suyo.
Aún no se podía creer que lo hubiese averiguado solo con mirarlo.
Alex no se parecía tanto a él… ¿o sí? Si tanto se parecía, ¿por qué nadie más se había dado cuenta? Sus hermanos no conocían la identidad del padre del niño y no porque no lo hubiesen intentado. La habían interrogado de todas las maneras posibles e incluso contrataron a un detective para que lo averiguase, pero sin resultados. Luego hicieron una lista de todos los hombres que se habían cruzado en su camino, eliminándolos sistemáticamente.
Aristedes Sarantos era probablemente el único hombre al que ni siquiera habían tenido en cuenta.
¿Por qué? ¿Sería debido a su odio por él o a su convicción de que no sería tan tonta como para acostarse con el enemigo?
Sin embargo, Alex tenía el pelo de Aristedes, sus ojos grises y el mismo hoyuelo en la barbilla…
Verlos juntos había sido devastador.
Desde que descubrió que estaba embarazada no había podido dejar de preguntarse cómo habría sido su vida si su relación con Aristedes hubiera sido diferente.
Pero las cosas eran como eran y no había manera de cambiarlas. Como ella había sabido siempre.
Siempre se había dicho a sí misma que su fascinación por Aristedes no podría llegar a nada debido al odio que su familia sentía por él. Pero últimamente había tenido que aceptar la verdad: que no había nada que hacer porque Aristedes jamás había mostrado el menor interés por ella cuando, según las revistas, se mostraba interesado en cualquier mujer guapa. Por eso le dolía tanto estar encandilada con él.
Y después de aquel fin de semana, cuando le demostró que la realidad era mucho más increíble que sus fantasías, su estado había pasado de severo a preocupante.
Por eso no había sido capaz de hablar con él por la mañana, de esperar su veredicto sobre qué iba a pasar con ellos.
Tras la fachada de abogada segura de sí misma que presentaba ante el mundo, estaba la hija única de una familia patriarcal. Su madre había muerto cuando ella tenía solo dos años y todos los hombres de su familia habían intentado compensarlo siendo sobreprotectores. Pero habían terminado siendo restrictivos y controladores, aunque no fuese intencionado.
Y, por eso, había crecido luchando por su independencia, por ser ella misma.
En lo que se refería a los hombres, con la excepción de su breve compromiso con Steve, sus relaciones siempre habían sido superficiales. Para entonces se había resignado a creer que ningún hombre se acercaría a ella solo por su encanto, sino más bien por el dinero y el poder de su familia.
Pero todo se complicaba con la existencia de Aristedes. Cualquier otro hombre palidecía en comparación y, después de pasar un fin de semana con él, necesitaba saber que podría quererla para algo más que para un par de revolcones.
Pero ni siquiera la había llamado por teléfono.
Aun así, después de la humillación inicial, había inventado excusas para él. Incluso