Él se sentó a su lado, con su pierna rozándola.
–¿Vas a decir que también lamentas que se haya ido?
–Lamento la muerte de alguien tan joven, pero no tenía ningún contacto con él. No el que tú tenías con mi padre –dijo Selene–. Solo intento ser tan sincera como tú.
Aristedes la miró a los ojos durante unos tempestuosos segundos y, de repente, la tomó por la cintura. Selene dejó escapar un gemido de sorpresa cuando se apoderó de su boca, sus labios eran exigentes, húmedos, su lengua le daba placer y le robaba la razón al mismo tiempo.
Fue como si se hubiera roto una compuerta. Las manos de Aristedes se unieron al ataque, deslizándose por su cuerpo, sin detenerse y sin dejarla tomar aliento hasta que se apretó contra él, sin saber qué ofrecerle más que su rendición.
Sentía una presión en el pecho, en las piernas, detrás de los ojos mientras lo agarraba por los brazos. Pero él tiró de su blusa para sacarla del pantalón y empezó a acariciarla, sus manos eran como lava contra su ardiente piel.
–Por favor…
Aristedes abrió los ojos y en ellos había un infierno. Todo en ella la empujaba a acercarse más. Necesitaba algo… no sabía qué.
¿Qué estaba haciendo? Aquel hombre era Aristedes Sarantos, el enemigo de su familia, su enemigo.
–Di que no –murmuró él, mientras la besaba en el cuello–. Dime que pare. Si no me dices que pare seguiré adelante.
–No puedo…
–Entonces dime que no pare. Dime… –de repente, Aristedes se apartó–. Theos, tengo que parar, debes irte. No tengo preservativos.
Ella tuvo que disimular su decepción. Pero no podía dejar que parase, no podría soportarlo.
–Yo estoy sana y es el mejor momento del mes para mí… –empezó a decir. Solo se había acostado con un hombre, Steve, pero cualquiera que la oyese pensaría que estaba acostumbrada a ese tipo de encuentros casuales.
Aunque daba igual. Quería aquello, lo deseaba, sentía que iba a desintegrarse si no…
–También yo estoy sano –Aristedes se colocó sobre ella, dándole lo que necesitaba, con la fuerza y urgencia que necesitaba.
Tiró de su ropa, rugiendo como un depredador cada vez que dejaba al descubierto un centímetro de piel; unos rugidos que se volvieron impacientes cuando la cremallera del pantalón se quedó atascada.
–Faldas, kala mou, debes llevar faldas…
Selene no había llevado falda desde el instituto, pero llevaría lo que él quisiera si así conseguía verlo loco de deseo.
Cuando por fin pudo quitarle el pantalón y capturar sus piernas con sus poderosas manos, las abrió y se apretó contra su centro húmedo.
Selene gritó de anticipación, de ansiedad.
Si en aquel momento sentía que el corazón escapaba de su pecho, ¿qué sentiría cuando siguiera adelante, cuando la hiciera suya?
Luego, Aristedes se puso de rodillas entre sus piernas, clavando los dientes en su trémula carne y dejando marcas que se evaporaban un segundo después. Y, sin embargo, Selene sentía como si la hubiera marcado para siempre.
–Preciosa, perfecta… –murmuró mientras tiraba de sus braguitas. Sin darle oportunidad de decir una palabra, Aristedes abrió sus pliegues con los dedos y ella gritó. Y volvió a hacerlo ante el primer contacto de sus ardientes labios. Y luego, una y otra vez, mientras lamía y chupaba su húmeda cueva, rugiendo de placer.
Pero aún deseaba más, deseaba llegar hasta el final con él.
–Contigo, por favor… contigo llenándome…
Él murmuró algo incoherente, como si su cordura estuviera derrumbándose, y se liberó del pantalón a toda prisa para colocar sus piernas alrededor de su cintura, bañándose en el río de lava mientras la acariciaba de arriba abajo con su aterciopelado acero.
Y, después, con una fuerte embestida, se perdió dentro de ella.
Selene dejó de ver, de escuchar; solo quedaba en ella la necesidad de tenerlo todo, de dejar que la invadiese en cuerpo y alma.
Y él lo hizo, empujando una y otra vez, llevándola más allá del límite, más allá de sí misma.
Cuando por fin abrió los ojos, en los de Aristedes vio la misma locura que se había apoderado de ella. Y le suplicó más, y más, que no parase nunca.
Las súplicas se convirtieron en gritos cuando el placer la abrumó por completo. Aristedes, temblando como ella, cayó sobre su pecho, jadeando.
No sintió nada más durante lo que le pareció una eternidad.
Nada más que estar con él en aquel momento de total intimidad, sintiendo sus espasmos mientras derramaba su esencia en su interior.
Entonces, de repente, Selene sintió que le ardía la cara.
¿Qué había hecho?
Aquello debía de ser una fantasía, un sueño. Había querido encontrar alivio en los brazos del único hombre que podía hacerla olvidar la muerte de su padre…
Pero era real.
Había hecho el amor con Aristedes Sarantos.
Y quería más.
Aún temblando, con su erección ocupándola todavía, su cuerpo pedía más.
Y, como si oyera ese clamor, él respondió empujando de nuevo mientras se apoyaba con las manos en el sofá.
Selene temía mirarlo a los ojos.
¿Vería allí de nuevo esa distancia? ¿O, peor aún, disgusto, desdén?
–Tú no eres una abogada normal… eres un arma de destrucción masiva, kala mou. Podrías matar a cualquier hombre –bromeó Aristedes.
Al contrario de lo que había temido, en sus ojos podía ver una ardiente sensualidad y, sonriendo, tiró de su cabeza para buscar sus labios.
Él no se movió, dejando que saborease el momento de ternura. Pero un segundo después se quedó sin aliento al notar que volvía a excitarse en su interior.
–No parece que tú estés muerto.
–Todo lo contrario. Pero espero que sepas a qué me estás invitando.
–¿A qué?
–Me estás dando licencia para hacerte mía, para hacerte lo que quiera.
Selene lo apretó con sus músculos internos.
–Sí, todo… dámelo todo.
Él rasgó su blusa en su prisa por quitársela, con el roce de su torso inflamándola mientras la atormentaba tirando de sus pezones con los labios, embistiéndola al mismo tiempo.
Esa vez, el placer no fue una explosión, sino una presión que iba en aumento, prometiendo una destrucción total.
–Es demasiado…
Pero Aristedes seguía moviéndose adelante y atrás una y otra vez hasta llegar a un crescendo diabólico que la hizo restregarse contra él, ordeñando cada gota de su esencia…
En esa ocasión, se desmayó durante unos segundos. Lo sabía porque volvió en sí de repente y encontró a Aristedes a su lado en el suelo, donde debían de haber caído durante el apasionado encuentro, acariciándola con manos posesivas.
En cuanto sus ojos se encontraron la tomó en brazos sin aparente esfuerzo y, mientras la llevaba al cuarto de baño, rozó su oreja con los labios, excitándola de nuevo.
–Ahora que nos hemos quitado el hambre de encima, es hora de devorarte apropiadamente.