¿Lo hacía alguien que propusiera algo que te cambiaba la vida para siempre?
Había temido una reacción parecida y no sabía cuál de las posibilidades temía más, la sorpresa, la sospecha, la furia, la duda, la emoción, el rechazo, la aceptación o la combinación de todo eso. Cada una abría una puerta a un infierno del que hubiera dado cualquier cosa por apartarse.
Pero no debería haberse preocupado porque Selene las desafiaba todas.
–Mira quién habla de ser impredecible.
–¿Estás diciendo que no esperabas esta reacción? Si no es así, o no eres tan arrogante como yo pensaba o estás perdiendo tu infalible buen ojo y tus poderes de predicción.
La burla, la única reacción con la que no había contado, era en realidad lo único que debería haber esperado de Selene Louvardis. Y debería sentirse aliviado, además.
Pero no lo estaba.
No sabía por qué. Ya no sabía qué esperar de aquella mujer que lo sorprendía a cada paso o cómo lidiar con los descubrimientos que estaban diezmando el concepto que tenía de sí mismo.
De modo que allí estaba, haciendo lo que no había hecho desde los doce años, quedarse sin salida, improvisar. Porque, por primera vez, no tenía otra opción.
Por fin, dejó escapar un suspiro.
–Seguramente es una mezcla de las dos cosas.
Selene levantó una ceja, sorprendida porque había pensado que no lo admitiría. Pero antes de que pudiese añadir nada, volvió a mirarlo con fría determinación.
–¿Qué crees que estás haciendo, Sarantos?
Aristedes frunció los labios mientras algo se encogía en su pecho. ¿De furia, de dolor?
No, acababa de admitir que su percepción de Selene era equivocada. Tal vez lo había sido siempre y no debería intentar entenderla. Debería dejar que aquello lo llevase donde tuviera que ir.
–Estoy haciendo lo que creo que debo hacer. Te estoy pidiendo que te cases conmigo.
–Otra vez –murmuró Selene–. A ver si lo entiendo, Sarantos. ¿Estás siendo predecible por una vez en tu vida?
–No te entiendo.
–Me ofreces que me case contigo porque he tenido un hijo tuyo, como haría un hombre a la vieja usanza. Qué curioso, ¿no?
Aquella confrontación no iba como él había planeado, pero no sabía qué hacer.
–Lo dices como si perteneciéramos a especies diferentes.
Selene lo miró y Aristedes tragó saliva. Era increíble que, con una sola mirada, Selene Louvardis pudiera hacerse dueña de su voluntad.
–Tú sabes que pertenecemos a especies diferentes, Sarantos. Y fingirte un miembro más de la manada no te pega.
–Llevo veinticinco años intentando no serlo, pero en estas circunstancias no puedo permitirme el lujo.
–¿Tú te oyes a ti mismo? –replicó Selene entonces–. Ayer querías que fuera tu amante, pero luego, al descubrir la existencia de Alex, decides dar un giro de ciento ochenta grados y me ofreces matrimonio. Y el matrimonio es un compromiso, es eso de «hasta que la muerte nos separe», el tipo de error que podría tener enormes consecuencias en nuestras vidas.
Aristedes la miró, sorprendido. ¿Significaba eso que tampoco ella era partidaria del matrimonio?
Pero lo que ambos pensaran sobre eso no era el asunto porque debían tener en cuenta a otra persona, Alex.
–La situación ha cambiado por completo desde ayer.
Selene dejó escapar un suspiro de impaciencia.
–Parece que voy a tener que repetir lo que dije anoche, de manera más clara. Tú no tienes nada que ver con Alex o conmigo. Y no tienes ninguna obligación de ponerme un anillo en el dedo.
–Si no creyera que tengo una obligación no estaría aquí.
–Pues entonces te lo dejaré más claro: una oferta de matrimonio por el niño significa que quieres ser padre y marido. ¿En qué universo paralelo te ves tú como padre y marido de nadie, Sarantos?
Los dos se quedaron en silencio. Eso era algo que no estaba dispuesto a discutir. Aunque Selene no le daba oportunidad de hacerlo porque parecía haber tomado una decisión definitiva sobre él.
–No estás hecho para las relaciones humanas. Ni siquiera la relación con tus hermanos es un ejemplo para nadie.
Tampoco iba a contestar a eso, pensó Aris.
–Puede que sea la última persona de la tierra que esté preparada para hacer ese papel, pero eso no cambia nada. Tienes un hijo mío, un niño al que yo le debo mi nombre y mi apoyo. Y también te lo debo a ti.
–Ah, bueno, al menos nadie puede acusarte de ponerte sentimental. Mira, no nos debes nada ni al niño ni a mí. Al menos en esta vida, dejémoslo para otra. Tanto Alex como yo estamos perfectamente, muchas gracias.
–Estar bien no es razón para no aceptar mi apoyo y mi protección, para no beneficiarte de mi posición social y mi dinero.
–Yo diría que es una razón perfecta para no hacerlo. No necesito tu apoyo ni tu protección, Sarantos, tú lo sabes igual que yo. ¿Qué más tienes que ofrecer?
Selene Louvardis siempre conseguía ir directa al grano. Y él debía hacer lo mismo.
–No tengo ni idea –respondió, con brutal franqueza–. Probablemente nada.
De nuevo, los dos se quedaron en silencio.
–Bueno, gracias por ser tan sincero Eso nos ahorra falsos sentimentalismos y promesas que no tienen sitio entre nosotros.
Aquella opresión en el pecho, que siempre le indicaba cuándo estaba perdiendo el control, se volvió insoportable.
–Yo pienso lo mismo, pero por una razón diferente. Son las promesas incumplidas las que destrozan cualquier situación, personal o profesional.
–Pero tú ni siquiera estás seguro de lo que ofreces.
–Aparte de todo lo que tú dices no necesitar, no. No estoy seguro. Pero la sinceridad es mejor que la falsa seguridad.
–Y, como tu oferta, sigue siendo deficiente e innecesaria. Y la razón que hay detrás de esa sinceridad tuya es aún peor.
Aristedes había creído que, al menos, podrían negociar. Pero, aparentemente, Selene no estaba dispuesta a ceder un milímetro.
–¿Y cuál crees que es el terrible motivo que me impulsa a pedirte en matrimonio?
Ella suspiró, cruzando los brazos sobre el pecho.
–Parece que ni siquiera tú escapas al condicionante social según el cual los hombres deben hacerse responsables de su progenie o perderán su masculinidad, su orgullo y sus privilegios. Creo que tus motivos son un cóctel de orgullo, honor y responsabilidad.
¿Y eso le parecía mal?
–Lo dices como si fueran motivos oscuros.
Ella inclinó a un lado la cabeza, con la melena cayendo por encima de su hombro.
–En mi opinión, son los peores motivos.
–¿Por qué?
–Uno no se casa o se convierte en el padre de un niño por orgullo masculino o porque se sienta responsable.
Si hubieran tenido esa conversación el día anterior, él habría dicho las mismas cosas. Siempre había creído que, si algo estaba mal, estaba mal… fueran cuales fueran las circunstancias. Pero tal vez estaba equivocado.
Aristedes suspiró, incómodo y poco acostumbrado a tanta inseguridad.