—Me refiero a todo, en general —le expliqué, más enfadada todavía.
—Tenía… tenía que irme, eso es todo —se defendió.
—Sí, ya. A eso se le llama huir. De toda la vida.
Una vez más, Dorcal y Mherl oscilaban las cabezas de uno a otro, contemplando nuestra absurda discusión con perplejidad.
—Piensa lo que quieras —contestó Noram enfurruñado, poniéndose de pie.
—Eso, huye otra vez —repliqué, levantándome yo también—. Huye, huye, huye.
—No huyo, solo me voy a dar un paseo —masculló.
—¿Ah, sí? Pues yo también me voy a dar otro.
—Bien.
—Bien.
Y ambos echamos a andar, enrabietados. Yo me fui por un lado y Noram se fue por el otro. Pero Dorcal y Mherl terminaron viendo, estupefactos, cómo el zorro pasaba por delante de ellos cuando se dio la vuelta en mi dirección.
Me adentré un poco más entre los árboles, con Noram detrás de mí. Hasta que se puso a mi altura.
—Que conste que he venido aquí porque no quiero que luego digas que huyo —me dijo.
—Me da igual, por mí puedes hacer lo que quieras, ya no me importa —escupí sin detenerme.
—Hay que ver qué carácter tienes —protestó.
—Si yo tuviera carácter… —farfullé.
—Espera, ¿no puedes parar un momento?
—No.
—Vamos, Jän, ahora eres tú la que estás huyendo —resopló, impacientándose. Me cogió del brazo y me obligó a detenerme y a girarme hacia él—. ¿No podemos hablar?
Sus ojos empezaron a adquirir un rumor de súplica que por poco hace cimbrear al tremendo nudo de mi garganta. Pero no sucumbí. Esta vez no.
—¿Hablar? No sé de qué quieres hablar, ya está todo dicho, ¿no? Tú ya has tomado tu decisión.
Se quedó mudo, de nuevo con el semblante bañado en dudas. Eso me exasperó más.
—Yo… —susurró, sin terminar su frase.
Me zafé de él con brusquedad.
—No te preocupes, ya no te molestaré más —solté forzosamente, tanto, que sentí como si alguien me hubiera pasado una piedra de granito por la laringe.
Noram bajó las cejas con extrañeza.
—¿Qué quieres decir?
Deglutí todas mis ganas de echarme a llorar. No, delante de él no. Lo último que quería era que sintiera lástima por mí. Me obligué a mí misma a llenarme de valor, orgullo propio y determinación.
—Que podrás cumplir tu promesa. Podrás olvidarte de mí para siempre —afirmé, mirándole fijamente—. Adiós, Noram.
Le esquivé y empecé a caminar otra vez.
—¿Adiós? —repitió, incrédulo y sorprendido, deteniéndome otra vez—. ¿Qué es eso de adiós?
En esta ocasión fui yo la que me volví en su dirección.
—Cuando terminemos esta misión, no volverás a saber de mí.
Eso le dejó petrificado.
—¿Vas… a marcharte?
—Siempre que te vas yo sigo en Krabul, Noram. Siempre estoy ahí, por ti, para ti, esperándote, en secreto. Y tú estás acostumbrado. Te vas, y cuando ya te cansas de tu partida y tus aventuras, decides regresar para verme.
—Eso no es verdad —rebatió, aún confuso por mis palabras—. Vuelvo porque no soporto estar…
—No te culpo —le corté—. Es culpa mía, yo te he acostumbrado a eso. Quizá en el fondo, sin quererlo, me he convertido en una pesada losa para ti. Pero no te preocupes, todo cambiará. Esta vez cuando regreses de tu siguiente huida hacia la aventura, si es que regresas y salimos de esta, yo no estaré ahí. Ya me habré marchado, Noram. Para siempre. No volverás a saber de mí, ya no seré una losa, ni para Rilam ni para ti.
Noram abrió la boca para hablar, cuando escuchamos unos gritos.
—¡Soltadnos! —chillaba Dorcal.
Automáticamente, Noram y yo nos pusimos alerta, sacando nuestras armas y activando nuestras armaduras. Sin embargo, el sonido metálico y acerado de unas espadas, sumadas a sus puntas apretándose contra nuestras nucas, obligaron a que nuestros pies se parasen en el acto.
—Guardad vuestras armas y no intentéis nada raro —nos amenazó una voz masculina.
Mi zorro y yo nos miramos durante un breve instante, pero fue suficiente para que decidiéramos que era mejor obedecer. Si eran los secuaces de Rebast, era mejor seguirles la corriente hasta que ideáramos un plan.
¿Cómo…? ¿Cómo habían dado con nosotros? Y ni siquiera habíamos sentido su presencia…
—Caminad. Despacio —nos volvió a indicar la misma voz.
Acatamos esa nueva orden sin rechistar. Pronto nos reunimos con Dorcal y Mherl, que sostenían unos semblantes serios y tensos, aunque también nos dedicaron una mirada de reproche a los dos por no haber estado atentos. Nuestros apresadores nos colocaron a su lado y por fin pudimos girarnos para verles cara a cara.
Lo primero que me sorprendió fue que esos elfos no iban de negro. Lo segundo, su indumentaria. Era antigua, muy antigua. La indumentaria que utilizaban nuestros ancestros, o al menos, la que salían en nuestros libros de historia. Lo tercero, que no habíamos sentido su presencia maligna, porque no la tenían.
Los seis elfos nos observaban con dureza, pero también con extrañeza, su cabeza parecía estar a rebosar de preguntas. El líder, un elfo de largos cabellos dorados, lucía un adorno de oro con forma de ramas en la frente a modo de distinción. En apariencia era unos pocos años más mayor que nosotros, tres, quizá cuatro, por lo que físicamente tenía la imagen de un chico de unos veintisiete o veintiocho años, aunque la edad de un elfo era algo relativo, pues permanecíamos jóvenes durante la mayor parte de nuestra eternidad. Nunca alcanzábamos la vejez, pero sí una apariencia física más madura que se iba forjando a lo largo de los milenios, como la del Gobernador o los Buscadores. Nosotros los Guerreros Elfos solo acabábamos de empezar a vivir, Noram, Rilam y yo, por ejemplo, teníamos veinticuatro años reales, en cambio, la mirada de este elfo denotaba que su edad solo era algo físico. El líder osciló la vista hacia mí cuando se percató de mi escrutinio y me echó un buen repaso, tal vez porque era la única mujer del grupo. Luego, su boca se entreabrió con un asombro que no entendí. Para mi sorpresa (grata sorpresa, no voy a negarlo), ese detalle no escapó a Noram, quien contempló al líder con cara de pocos amigos.
—¿Quiénes sois? —preguntó Dorcal, educadamente cauto.
Al fin, el líder apartó la mirada de mí.
—Eso debería preguntarlo yo, ¿no crees? —le contestó.
—¿Sois los secuaces de Rebast? —quiso saber Noram—. Decidle de mi parte que esta mierda se tiene que acabar.
Para el líder de esos elfos no pasó desapercibido que le hablaba un híbrido y le contempló con cierto desdén.
—¿Rebast? No conocemos a ningún Rebast.
Era evidente que no. Estos elfos no se parecían en nada a los tipejos que servían a ese desgraciado.
—¿Entonces quiénes sois? —inquirí, perdida y confusa.
El elfo volvió a observarme fijamente, incidiendo en mis ojos. Noram resolló por las fosas nasales, más nervioso.