Al fin, al subir a bordo del Pequod, encontramos todo en profunda calma, no se movía ni un alma. La entrada a la cabina estaba cerrada por dentro; todos los cuarteles estaban emplazados y sujetos con rollos de jarcia. Avanzando hacia el castillo, encontramos abierto el pasador del escotillón. Al ver una luz, bajamos, y sólo encontramos allí a un viejo jarciero envuelto en una andrajosa cazadora. Estaba tumbado a todo lo largo sobre dos arcones, su rostro hacia abajo, insertado en sus brazos plegados. El más profundo de los sueños dormía en él.
—Esos marineros que vimos, Queequeg, ¿dónde pueden haber ido? –dije yo, mirando con recelo al durmiente.
Mas al parecer, cuando estábamos en el muelle, Queequeg no había percibido en modo alguno lo que yo ahora mencionaba; de ahí que, de no haber sido por la de otra manera inexplicable pregunta de Elías, yo habría pensado que me había engañado ópticamente en esa cuestión. Pero ignoré el asunto; y fijándome de nuevo en el durmiente, en broma le indiqué a Queequeg que quizá deberíamos velar el cuerpo, diciéndole que se acomodara oportunamente. Él puso su mano sobre el trasero del durmiente, como palpando a ver si estaba suficientemente mullido; y entonces, sin mayor problema, se sentó allí tranquilamente.
—¡Por Dios! Queequeg, no te sientes ahí –dije yo.
—¡Ah!, duy duen asiento –dijo Queequeg–, manera mi país; no hacer daño rostro él.
—¡Rostro! –dije yo–. ¿Llamas a eso su rostro? Un muy benevolente semblante, entonces; pero con qué fuerza respira, está asfixiándose: levántate, Queequeg, pesas mucho, estás aplastando la cara del pobre. ¡Levántate, Queequeg! Mira, pronto te va a sacudir de encima. Me extraña que no se despierte.
Queequeg se trasladó hasta justo más allá de la cabeza del durmiente, y encendió su pipa tomahawk. Yo me senté a los pies. Estuvimos pasándonos la pipa del uno al otro sobre el soñador. Mientras tanto, al preguntarle, Queequeg me dio a entender, a su entrecortada manera, que en su tierra, a causa de la ausencia de bancos y sofás de cualquier tipo, el rey, los jefes y la gente importante en general tenían la costumbre de engordar a algunos de las clases inferiores para emplearlos como otomanas; y que para amueblar una casa confortablemente en ese aspecto sólo tenías que pagar a ocho o diez tipos perezosos, y tumbarlos por ahí, en rincones y entrepaños. Aparte, era algo muy conveniente en una excursión, mucho mejor que esas sillas de jardín que se convierten en bastones; en semejante ocasión, un jefe llama a su sirviente, y le pide que se convierta en un banco bajo un anchuroso árbol, puede que en un lugar húmedo y pantanoso.
Mientras contaba estas cosas, cada vez que Queequeg recibía de mí el tomahawk, blandía sobre la cabeza del durmiente el extremo del hacha de éste.
—¿Para qué haces eso, Queequeg?
—Duy fácil, mato-i; ¡oh!, ¡duy fácil!
Estaba contando algunas bárbaras remembranzas sobre su pipa-tomahawk, que al parecer, en sus dos usos, tanto había roto la cabeza de sus enemigos como apaciguado su alma, cuando el jarciero durmiente captó nuestra atención. La fuerte emanación, que llenaba ahora completamente el reducido agujero, empezó a afectarle. Respiraba con una especie de amordazamiento; después pareció tener molestias en la nariz; después se dio la vuelta una o dos veces; después se incorporó y se frotó los ojos.
—¡Hola ahí! –respiró finalmente–, ¿quién sois vos, fumadores?
—Hombres enrolados –contesté yo–: ¿cuándo zarpa?
—Sí, sí, vos vais en él, ¿no? Zarpa hoy. El capitán vino a bordo la pasada noche.
—¿Qué capitán?... ¿Ajab?
—¿Quién, sino él, iba a ser?
Le iba a hacer algunas preguntas más sobre Ajab cuando escuchamos un ruido en cubierta.
—¡Hola ahí! Starbuck está despierto –dijo el jarciero–. Ése sí es un primer oficial diligente; buen hombre, y un hombre devoto; mas, ahora, a ponerse en movimiento: debo ir a trabajar.
Diciendo lo cual fue a cubierta, y nosotros le seguimos.
Ya era claro amanecer. Pronto la tripulación subió a bordo de dos en dos y de tres en tres. Los jarcieros se apresuraron, los oficiales se ajetreaban y varias de las personas de tierra estaban atareadas trayendo a bordo diversos últimos artículos. Mientras tanto, el capitán Ajab permanecía invisiblemente recogido en el interior de su cabina.
Capítulo 22
Feliz Navidad
Por fin, hacia el mediodía, tras la despedida final de los jarcieros del barco, y cuando el Pequod hubo sido remolcado fuera del muelle, y la siempre concienzuda Charity viniera en una ballenera con sus últimos regalos... un gorro de dormir para Stubb, el segundo oficial, su cuñado, y una Biblia de repuesto para el mozo... una vez que todo esto sucedió, los dos capitanes, Péleg y Bildad, salieron de la cabina, y Péleg, dirigiéndose al primer oficial, dijo:
—Bueno, señor Starbuck, ¿estáis seguro de que todo es correcto? El capitán Ajab está enteramente dispuesto... acabo de hablar con él... Nada más que traer de tierra, ¿eh? Bien, llamad entonces a todos los tripulantes. Reunidlos aquí, a popa... ¡Que un rayo les parta!
—No hay necesidad de expresiones profanas, por mucha que sea la prisa, Péleg –dijo Bildad–, pero id, amigo Starbuck, y cumplid nuestros deseos.
¡Cómo es esto! Aquí, a punto mismo de iniciar la expedición, el capitán Péleg y el capitán Bildad, según todas las apariencias, mostraban disposición de mando en el alcázar exactamente como si fueran a ser capitanes conjuntos en el mar, lo mismo que en puerto. Y, por lo referente al capitán Ajab, aún no se veía rastro suyo; a no ser que decían que estaba en la cabina. Aunque también la idea era que su presencia no resultaba necesaria en modo alguno para poner el barco a la vela y conducirlo a mar abierto. De hecho, como ésa no era en absoluto su propia tarea, sino la del piloto, y como todavía no estaba completamente recuperado… eso decían… por tanto, el capitán Ajab permanecía abajo. Y todo ello parecía bastante natural; en especial, dado que en la marina mercante muchos capitanes, tras levar el ancla, no aparecen por cubierta durante un considerable intervalo, sino que se quedan en la mesa de la cabina, disfrutando de una festiva despedida junto a sus amigos de tierra antes de que éstos abandonen definitivamente el barco junto al piloto.
Mas no hubo apenas ocasión de meditar sobre el asunto, pues el capitán Péleg era ahora todo diligencia. Parecía ser él, y no Bildad, el que más hablaba y mandaba.
—¡Aquí, a popa, hijos de solteros! –gritó al demorarse los marineros en el palo mayor–. Señor Starbuck, condúzcalos a popa.
—¡Desmontad la tienda esa! –fue la siguiente orden.
Como apunté antes, salvo en el puerto, este entoldado de hueso de ballena nunca se ensamblaba; y a bordo del Pequod, durante treinta años, era bien sabido que la orden de desmontar la tienda era la operación más próxima a la de izar el ancla.
—¡Al cabrestante! ¡Sangre y truenos!... ¡Empujad!... –fue la orden siguiente, y la tripulación se lanzó a por los espeques.
Ahora bien, al hacerse el barco a la vela, la posición ocupada normalmente por el piloto es la parte anterior del barco. Y aquí Bildad, que junto con Péleg, además de sus otros cargos, se ha hecho saber, era uno de los pilotos titulados del puerto... sospechándose de él que se había hecho piloto con objeto de ahorrar la tasa de piloto de Nantucket a todos los barcos en los que tenía interés, pues nunca pilotaba ningún otro navío... a Bildad, digo, podía ahora vérsele sobre la proa atento a observar diligentemente el ancla que se acercaba, y cantando a intervalos lo que parecía una lúgubre estanza de salmodia, para animar a los tripulantes del molinete, que con voluntariosa buena intención bramaban una especie de cantinela sobre las chicas de Booble Alley. A pesar de que apenas tres días antes Bildad les había dicho que no se permitirían canciones profanas a bordo