La ballena no tiene autor famoso, ni famoso cronista la pesca de la ballena, diréis.
¿La ballena no tiene autor famoso, ni famoso cronista la pesca de la ballena? ¿Quién escribió la primera reseña de nuestro leviatán? ¡Quién, sino el grandioso Job! ¿Y quién compuso la primera narración de una expedición ballenera? ¡Quién, sino nada menos que un príncipe como Alfredo el Grande, que con su propia pluma regia recogió las palabras de Other, el cazador de ballenas noruego de aquellos tiempos! ¿Y quién pronunció nuestro reluciente panegírico en el Parlamento? ¡Quién, sino Edmund Burke!
Cierto es, pero sin embargo los propios balleneros son pobres diablos; no tienen buena sangre en sus venas.
¿No tienen buena sangre en sus venas? Tienen allí algo mejor que sangre regia. La abuela de Benjamin Franklin era Mary Morrel; posteriormente, por nupcias, Mary Folger, una de las antiguas pobladoras de Nantucket, y la heredera de una larga estirpe de Folgers y arponeros –todos parientes del noble Benjamin–, hoy en día lanzando el garfiado hierro de un lado al otro del mundo.
Bien, de nuevo; pero, sin embargo, todos confiesan que, de alguna manera, la pesca de la ballena no es respetable.
¿La pesca de la ballena no es respetable? ¡La pesca de la ballena es imperial! La ballena está declarada «un pez regio»* por una antigua ley estatutaria inglesa.
¡Oh, eso es sólo nominal! La ballena en sí nunca ha figurado de manera grandiosa e imponente alguna.
¿La ballena en sí nunca ha figurado de manera grandiosa e imponente alguna? En uno de los grandiosos desfiles triunfales ofrecidos a un general romano al entrar en la capital del mundo, los huesos de una ballena, traídos desde la lejana costa de Siria, fueron el objeto más conspicuo en la cimbalera procesión.
Concedámoslo, ya que lo citáis; pero digáis lo que digáis, no hay auténtica dignidad en la pesca de la ballena.
¿No hay dignidad en la pesca de la ballena? La dignidad de nuestro apelar a los mismos cielos lo atesta. ¡Cetus es una constelación en el sur! ¡Nada más! ¡Retirad vuestro sombrero en presencia del zar, y quitáoslo ante Queequeg! ¡Nada más! Sé de un hombre que en su vida ha capturado trescientas cincuenta ballenas. Considero a ese hombre más honorable que aquel gran capitán de la Antigüedad que se jactaba de tomar igual número de ciudades amuralladas.
Y por lo que a mí respecta, si por alguna causalidad hubiera algo excelente aún por descubrir en mí; si alguna vez mereciera una auténtica reputación en ese pequeño y muy sosegado mundo al que no irrazonablemente podría aspirar; si de ahora en adelante llegara a hacer algo que, en su conjunto, un hombre preferiría haber hecho que haber dejado sin hacer; si, a mi muerte, mis albaceas, o más propiamente mis acreedores, encuentran algún preciado manuscrito en mi escritorio, aquí, entonces, previsoriamente adscribo todo el honor y la gloria a la pesca de la ballena; pues un barco ballenero fue mi Facultad de Yale y mi Universidad de Harvard.
* Nota del autor: véanse capítulos subsecuentes para algo más sobre este enunciado.
Capítulo 25
Postdata
En defensa de la dignidad de la pesca de la ballena, no desearía presentar nada salvo hechos acreditados. Pero tras presentar los hechos, un abogado que suprimiera totalmente una no irrazonable suposición que elocuentemente pudiera favorecer su causa... un abogado así, ¿no merecería un reproche?
Es bien conocido que en la coronación de reyes y reinas, incluso de los modernos, se pasa por cierto curioso proceso de sazonarlos para sus funciones. Existe un salero de Estado, así llamado, y puede que existan unas angarillas de Estado. Cómo utilizan la sal, en concreto... quién lo sabe. Seguro estoy, sin embargo, de que la cabeza de un rey es solemnemente ungida en su coronación, igual que el cogollo de una lechuga. ¿Es posible, quizá, que la unjan con objeto de hacer que su interior funcione bien, lo mismo que ungen a la maquinaria? Mucho podría rumiarse aquí respecto a la esencial dignidad de ese proceso regio, pues en la vida cotidiana reputamos de manera cicatera y desairada a un tipo que se unge el pelo y que palpablemente huele a ese ungüento. En verdad, un hombre adulto que emplea aceite para el pelo, a no ser que sea medicinalmente, ese hombre probablemente tiene un punto débil en alguna parte de sí. Por regla general, no puede valer mucho, en conjunto.
Mas lo único a considerar aquí es esto... ¿Qué tipo de aceite se utiliza en las coronaciones? Evidentemente, no puede ser aceite de oliva, ni de macasar, ni de ricino, ni de oso, ni de tren, ni de hígado de bacalao. ¿Cuál, entonces, puede posiblemente ser, sino aceite de esperma de ballena en su estado no manufacturado, impoluto, el más dulce de todos los aceites?
¡Pensad en ello, vosotros, leales britanos! ¡Nosotros, los balleneros, suministramos a vuestros reyes y reinas sustancia de coronación!
Capítulo 26
Caballeros y escuderos
El primer oficial del Pequod era Starbuck, nativo de Nantucket y cuáquero por linaje. Era un hombre alto, adusto, y aunque nacido en una gélida costa, parecía bien adaptado a soportar cálidas latitudes, siendo su carne dura como el bizcocho doblemente horneado. Transportada a las Indias, su vital sangre no se habría estropeado como la cerveza embotellada. Hubo de haber nacido en alguna época de sequía y hambruna generalizadas, o en uno de esos días de ayuno por los que su región es famosa. Sólo unos treinta áridos veranos había visto; esos veranos habían desecado toda su superfluidad física. Aunque esto, su delgadez, por así llamarlo, parecía tanto menos la señal de consuntivas ansiedades y preocupaciones, cuanto la indicación de algún desarreglo corporal. Era, simplemente, la condensación del hombre. En modo alguno era mal parecido; más bien lo contrario. Su pura tersa piel estaba en excelente estado; y estrechamente ceñido en ella, y embalsamado a base de salud y fortaleza interior, lo mismo que un egipcio vivificado, este Starbuck parecía preparado para subsistir durante siglos y siglos, y para subsistir siempre igual que ahora. Pues con nieve polar o tórrido sol, como un cronómetro de marca, su vitalidad interna tenía garantizado el correcto funcionamiento en todos los climas. Al mirar en sus ojos, allí parecías ver las aún persistentes imágenes de aquellos millares de peligros que calmadamente había afrontado a lo largo de su existencia. Un hombre formal, firme, cuya vida en su mayor parte era una elocuente mímica de acción y no un dócil capítulo de palabras. No obstante, a pesar de toda su ruda sobriedad y fortaleza, había en él ciertas cualidades que a veces afectaban a todo lo demás, y en algunos casos parecían próximas a desequilibrarlo. Inusualmente concienzudo para ser marino, y dotado de una profunda reverencia natural, la brutal soledad acuática de su vida le inclinaba, en consecuencia, con fuerza a la superstición, pero a ese tipo de superstición que en ciertos organismos parece de algún modo surgir más bien de la inteligencia que de la ignorancia. Portentos exteriores y presentimientos interiores le eran propios. Y si a veces éstos doblegaban el hierro soldado de su alma, más aún sus lejanos recuerdos familiares de su joven mujer del Cabo y de su hijo tendían a doblegar la original rudeza de su ser, y a abrirle aún más a esas influencias latentes que, en algunos hombres honestos de corazón, refrenan el flujo de temerario arrojo, tan frecuentemente manifestado por otros en las más peligrosas vicisitudes de la pesquería.
—No llevaré hombre en mi lancha –decía Starbuck– que no tenga miedo a una ballena.
Con esto parecía querer decir no sólo que la valentía más fiable y útil es la que surge de la correcta estimación del peligro encontrado, sino que un hombre temerario en grado sumo es un camarada mucho más peligroso que un cobarde.
—Sí, sí –decía Stubb, el segundo oficial–, hombre tan cuidadoso como ese Starbuck no le encontraréis en toda la pesquería.
Pero no tardaremos mucho en ver lo que la palabra «cuidadoso» quiere decir, concretamente, cuando se utiliza