Moby-Dick o la ballena. Herman Melville. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Herman Melville
Издательство: Bookwire
Серия: Básica de Bolsillo
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788446037064
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pensando.

      Bildad no dijo más, sino que, abotonándose la levita, salió malhumorado a cubierta, a donde le seguimos. Allí permaneció, supervisando muy quieto a unos veleros que reparaban una vela de gavia en el combés. De vez en cuando se agachaba a recoger un retal o a guardar una punta de bramante embreada que de otro modo se hubiera perdido.

      Capítulo 19

      El profeta

      —¿Os habéis enrolado en ese barco, compañeros?

      Queequeg y yo acabábamos de dejar el Pequod, y caminábamos alejándonos del agua, cada uno momentáneamente ocupado con sus propios pensamientos, cuando las anteriores palabras nos fueron expresadas por un extraño que, deteniéndose ante nosotros, balanceó su grueso índice hacia el navío en cuestión. Iba pobremente vestido, con una chaqueta desvaída y pantalones zurcidos; un pingajo de pañuelo negro ataviaba su cuello. Sobre su rostro había fluido una viruela pustulosa, y lo había dejado como el intrincado lecho fluvial de un torrente cuando las vertiginosas aguas se han secado.

      —¿Os habéis enrolado en él? –repitió.

      —Quieres decir el navío Pequod, supongo –dije yo, tratando de ganar algo más de tiempo para echarle un vistazo ininterrumpido.

      —Sí, el Pequod... ese barco de ahí –dijo, echando hacia atrás su brazo entero y desplegándolo entonces rápidamente ante sí, con la bayoneta calada de su dedo perfectamente apuntada al objetivo.

      —Sí –dije yo–, acabamos de firmar los artículos.

      —¿Ponía allí algo sobre vuestras almas?

      —¿Sobre qué?

      —Ah, quizá es que no tenéis de eso –dijo rápidamente–. Aunque no importa, conozco muchos tipos que no tienen... Buena suerte les deseo; y mejor les va así. Un alma es una especie de quinta rueda para una carreta.

      —¿Sobre qué estás farfullando, compañero? –dije yo.

      —Él, no obstante, tiene suficiente para compensar todas las deficiencias de esta clase en otros semejantes –dijo abruptamente el extraño, poniendo un nervioso énfasis en la palabra él.

      —Queequeg –dije yo–, vamos; este tipo se ha escapado de alguna parte: está hablando de algo y de alguien que no conocemos.

      —¡Alto! –gritó el extraño–. Dijisteis verdad... todavía no habéis visto a Viejo Trueno, ¿no?

      —¿Quién es Viejo Trueno?

      —El capitán Ajab.

      —¡Qué! ¿El capitán de nuestro barco, el Pequod?

      —Sí, entre nosotros, los marinos viejos, recibe ese nombre. No lo habéis visto aún, ¿no?

      —No, no le hemos visto. Dicen que está enfermo, aunque está reponiéndose, y que dentro de poco estará otra vez bien.

      —¡Otra vez bien dentro de poco! –se rio el extraño, con una especie de risa solemnemente desdeñosa–. Atended: cuando el capitán Ajab esté bien, entonces este brazo izquierdo mío estará bien; antes no.

      —¿Qué sabes de él?

      —¿Qué os han dicho de él? ¡Decid eso!

      —Apenas dijeron nada de él; he oído solamente que es un buen cazador de ballenas, y un buen capitán para su tripulación.

      —Eso es verdad, es verdad... Sí, ambas cosas son en verdad ciertas. Mas cuando da una orden tienes que brincar. Llegar y gruñir; gruñir e irse... Así es la letra con el capitán Ajab. Pero ¿nada sobre aquello que le pasó en aguas del cabo de Hornos, hace mucho, cuando estuvo tumbado, como muerto, durante tres días y tres noches; nada sobre esa mortal reyerta con el español ante el altar en Santa?... No oísteis nada sobre eso, ¿eh? ¿Nada sobre la calabaza de plata en la que escupió? ¿Y nada sobre perder la pierna en la última expedición, de acuerdo con la profecía? No escuchasteis ni una palabra sobre tales asuntos y algunos otros, ¿eh? No, no creo que lo escucharais; ¿cómo podríais haberlo hecho? ¿Quién lo sabe? No todo Nantucket, supongo. Aunque, de cualquier manera, cabe en lo posible que hayáis escuchado contar algo sobre la pierna, y cómo la perdió; sí, habéis escuchado algo sobre ello, diría yo. Oh, sí, eso todo el mundo lo sabe, casi... Quiero decir que saben que sólo tiene una pierna; y que una parmaceti le quitó la otra.

      —Amigo –dije yo–, no sé de qué trata toda esa farfulla tuya, no lo sé y no me interesa mucho; pues se me hace que debéis estar un poco deteriorado de la cabeza. Pero si estáis hablando del capitán Ajab, de ese barco de allí, el Pequod, entonces permitidme deciros que lo sé todo sobre la pérdida de su pierna.

      —Todo sobre ello, ¿eh...? ¿Estáis seguro?... ¿Todo?

      —Bastante seguro.

      Con el dedo apuntando y el ojo nivelado hacia el Pequod, el extraño de apariencia de mendigo permaneció quieto un instante, como en atribulada ensoñación; sobresaltándose entonces un poco, se volvió y dijo:

      —Os habéis enrolado, ¿no? ¿Los nombres en los papeles? Bien, bien, lo firmado, firmado está; y lo que haya de suceder, sucederá; y de nuevo quizá no suceda, a pesar de todo. De cualquier manera, todo está ya dispuesto y concertado y unos u otros marineros han de ir con él, supongo: tanto valen éstos como otros hombres cualquiera, ¡Dios se apiade de ellos! Buen día a vos, compañeros de tripulación, buen día; que los inefables Cielos os bendigan; siento haberos detenido.

      —Escucha, amigo –dije yo–, si tienes algo importante que decirnos, afuera con ello; pero si sólo tratas de embrollarnos, te has equivocado de juego. Eso es todo lo que tengo que decir.

      —Y bien dicho está, y me agrada escuchar a un tipo hablar de esa manera; sois precisamente el hombre para él... los que son como vos. ¡Buen día a vos, compañeros de tripulación, buen día! ¡Ah! Cuando lleguéis allí, decidles que he decidido no ser uno de ellos.

      –Ah, querido amigo, no nos puedes engañar de ese modo... no puedes engañarnos. Aparentar tener un gran secreto es de lo más sencillo del mundo que alguien puede hacer.

      —Buen día a vos, compañeros de tripulación, buen día.

      —Buen día es –dije yo–. Vamos Queequeg, dejemos a este loco. Pero, detente: ¿me dices tu nombre, si no te importa?

      —Elías.

      ¡Elías!, pensé yo, y nos alejamos, los dos haciendo comentarios, cada uno a su modo, sobre este harapiento viejo marinero; y estuvimos de acuerdo en que no era sino un farsante que quería hacerse pasar por el hombre del saco. Pero no nos habíamos alejado quizá más de cien yardas, cuando dando en girar una esquina, y en mirar hacia atrás al hacerlo, ¿a quién hube de ver siguiéndonos, aunque a cierta distancia, sino a Elías? De algún modo, el verle me impresionó tanto que no le dije nada a Queequeg de que estaba detrás, sino que seguí adelante con mi camarada, ansioso por observar si el extraño giraba en la misma esquina que nosotros. Lo hizo; y entonces se me hizo que nos estaba siguiendo, aunque con qué intención por nada del mundo podía imaginarlo. Esta circunstancia, unida a su ambigua, medio-insinuante, medio-reveladora manera tapada de hablar, engendró en ese momento en mí todo tipo de vagas turbaciones y medio-aprensiones, y todo ello conectado con el Pequod; y con el capitán Ajab; y con la pierna que había perdido; y con el enajenamiento del cabo de Hornos; y con la calabaza de plata; y con lo que el capitán Péleg había dicho de él cuando dejé el barco el día anterior; y con la predicción de la india Tistig; y con la expedición en la que nos habíamos comprometido a navegar; y con un centenar de otros sombríos asuntos.

      Estaba decidido a cerciorarme