Diciendo lo cual, la giró en la cerradura; pero, ¡ay!, el pestillo suplementario de Queequeg no estaba descorrido por dentro.
—Hay que reventarla –dije yo, y estaba distanciándome un poco por el vestíbulo para tomar carrerilla, cuando la patrona me atrapó, de nuevo instándome a que no rompiera su propiedad; pero yo me zafé de ella, y con repentino impulso del cuerpo me lancé de lleno contra el objetivo.
La puerta se abrió haciendo un ruido prodigioso, y el picaporte, al golpear contra la pared, lanzó yeso hasta el techo; y allí, ¡Cielos!, allí estaba sentado Queequeg, completamente impávido y sereno; exactamente en el centro de la habitación, sentado sobre sus talones, y con Yojo colocado sobre su cabeza. No miraba ni a un lado ni al otro, sino que estaba sentado como una imagen tallada, sin apenas signo alguno de vida activa.
—Queequeg –dije yo, acercándome a él–, Queequeg, ¿qué es lo que te pasa?
—No habrá estado sentado así todo el día, ¿no? –dijo la patrona.
Pero, por mucho que dijéramos, ni una palabra podíamos extraer de él; yo estuve a punto de tumbarle de un empujón, para así cambiar su postura, pues era casi insoportable, de tan dolorosa y antinaturalmente forzada que parecía; en especial, dado que, con toda probabilidad, había estado sentado de esa manera hasta ocho o diez horas, además pasándose sin sus comidas cotidianas.
—Señora Hussey –dije yo–, en cualquier caso está vivo; así que déjenos, por favor, que yo me ocuparé de este extraño asunto por mí mismo.
Cerrando la puerta tras la patrona, me esforcé por convencer a Queequeg para que cogiera una silla; pero en vano. Ahí estaba sentado; e hiciera yo lo que hiciera... con todas mis corteses mañas y todos mis halagos... no movía ni un dedo, ni decía una sola palabra, ni siquiera me miraba, ni percibía mi presencia en la menor de las maneras.
Me pregunto, pensé yo, si es posible que esto pueda formar parte de su Ramadán; ¿ayunarán sentados sobre sus talones de esa manera en su isla nativa? Debe ser así; sí, es parte de su credo, supongo. Bien, entonces dejémosle descansar, más tarde o más temprano se levantará, no cabe duda. No puede durar para siempre, gracias a Dios, y su Ramadán sólo se produce una vez al año; además, no creo que sea con mucha puntualidad.
Me bajé a cenar. Tras un gran rato sentado escuchando las largas historias de unos marineros que acababan de llegar de una expedición pudin, tal como ellos la llamaban (es decir, un corto viaje ballenero en una goleta o bergantín, circunscrito al norte del ecuador, y sólo en el océano Atlántico); después de escuchar a estos pudineros hasta casi las once, subí las escaleras para ir a la cama, bastante seguro de que para entonces Queequeg, ciertamente, debía haber concluido su Ramadán. Mas no; ahí estaba, exactamente donde le había dejado; no se había movido ni una pulgada. Empecé a sentirme molesto con él: tan completamente demente y sin sentido parecía estar sentado allí, sobre sus talones, todo el día y la mitad de la noche, en una habitación fría y sosteniendo un trozo de madera en la cabeza.
—Por amor de Dios, Queequeg, levanta y desperézate; levántate y cena algo. Te morirás de hambre, te matarás, Queequeg –pero no respondía palabra.
Dejándolo, consecuentemente, por imposible, decidí irme a la cama y dormir, sin duda, él me seguiría antes de que transcurriera un gran rato. Aunque previamente a retirarme cogí mi pesada cazadora de piel de oso y se la puse por encima, ya que prometía ser una noche muy fría, y él no tenía nada encima excepto su chaqueta normal de entretiempo. Durante cierto rato, hiciera lo que hiciera, no podía conciliar el menor letargo. Había soplado la vela; y la mera idea de Queequeg sentado allí –a menos de cuatro pies de distancia–, en aquella incómoda posición, completamente solo en el frío y la oscuridad, aquello me hacía sentirme verdaderamente desdichado. Pensadlo, ¡toda la noche durmiendo en la misma habitación con un pagano completamente despierto, sentado sobre sus talones en aquel desolado, incomprensible Ramadán!
Pero de algún modo, finalmente caí en el sueño, y no supe nada más hasta que rompió el día; momento en que, al mirar sobre el borde de la cama, allí estaba Queequeg sentado sobre sus talones, como si le hubieran atornillado al suelo. Pero tan pronto como el primer atisbo de sol entró por la ventana, se levantó, con las articulaciones rígidas y chirriantes, aunque con aspecto jovial; fue cojeando hacia donde yo estaba tumbado; apoyó su frente contra la mía; y dijo que su Ramadán había terminado.
Ahora bien, como indiqué antes, no tengo objeción alguna a la religión de cualquier persona, sea la que sea, siempre que esa persona no mate o insulte a cualquier otra persona porque esa otra persona no la profese también. Pero cuando la religión de un hombre se hace verdaderamente desvariada; cuando es un verdadero tormento para él; y, en concreto, hace de esta tierra nuestra una incómoda posada en la que alojarse, entonces creo que ha llegado el momento de llevar aparte a ese individuo y discutir el asunto con él.
Y eso mismo hice ahora con Queequeg.
—Queequeg –dije yo–, ahora métete en la cama, túmbate y escucha.
Entonces continué, comenzando con la aparición y evolución de las religiones primitivas, y llegando a las distintas religiones de la actualidad, durante lo cual me esforcé por enseñarle a Queequeg que todas esas cuaresmas, ramadanes y prolongadas sesiones de sentarse sobre los talones en frías y desangeladas estancias eran puro dislate: malo para la salud, inútil para el alma; brevemente, contrario a las obvias leyes de la higiene y el sentido común. Le dije, también, que siendo él en otras cosas un salvaje tan extremadamente sensible y sagaz, me apenaba, me apenaba extraordinariamente verle ahora tan deplorablemente necio con respecto a ese ridículo Ramadán suyo. Además, argumentaba, el ayuno hace que el cuerpo decaiga; por tanto, el espíritu decae; y todos los pensamientos surgidos de un ayuno deben necesariamente ser medio famélicos. Ésta es la razón por la que la mayor parte de los dispépticos santurrones abrigan unas nociones tan melancólicas sobre sus más allás. En una palabra, Queequeg, le dije, más bien divagadoramente: el Infierno es una idea surgida originalmente de un dumpling de manzana mal digerido; y perpetuada desde entonces a través de las hereditarias dispepsias nutridas por ramadanes.
Le pregunté entonces a Queequeg si él mismo alguna vez tenía problemas de dispepsia, expresando la idea muy claramente, de manera que pudiera comprenderla. Dijo que no: sólo en una memorable ocasión. Fue después de una gran fiesta ofrecida por su padre el rey, al vencer en una gran batalla en la que cincuenta de los enemigos habían sido muertos antes de las dos de la tarde, y todos cocinados y comidos esa misma noche.
—Basta ya, Queequeg –dije yo, temblando–, con eso es suficiente –pues conocía las inferencias sin que él las refiriera más.
Yo había visto a un marinero que había visitado esa misma isla, y me había dicho que era costumbre, cuando allí se había vencido en una gran batalla, hacer con todos los muertos una barbacoa en el patio o jardín del vencedor; y después, uno a uno, se les colocaba en grandes tablas de trinchar, con guarnición alrededor, como un pilau, con frutos del árbol del pan y cocos, y con algo de perejil en la boca, se distribuían con los saludos del vencedor a todos sus amigos, exactamente lo mismo que si estos obsequios fueran tantos pavos de Navidad.
En definitiva, no creo que mis observaciones sobre la religión causaran mucha impresión en Queequeg. Pues, en primer lugar, de algún modo pareció escasamente atento a este importante asunto, a no ser que se considerara desde su punto de vista; y, en segundo lugar, no me entendía más de un tercio de lo que yo decía, por mucho que yo arropara mis ideas lo más simplemente que podía; y, finalmente, sin duda él pensaba que sabía muchísimo más sobre la verdadera religión de lo que sabía yo. Me miró con una suerte de condescendiente preocupación y lástima, como si pensara que era una gran desgracia que un joven tan sensible pudiera estar tan irremisiblemente perdido para la evangélica piedad pagana.
Finalmente nos levantamos y nos vestimos; y tomando Queequeg un desayuno prodigiosamente abundante en chowders