¿Comprendéis ahora a Bulkington? ¿Atisbos os parece ver de esa mortalmente intolerable verdad: que todo pensamiento profundo, grave, sólo es el intrépido esfuerzo del alma por mantener abierta la independencia de su mar; mientras los vientos más salvajes de cielos y tierra conspiran para arrojarla a la traicionera y esclavizadora tierra?
Y lo mismo que sólo en la ausencia de tierra reside la más elevada verdad, sin orillas, indefinida, como Dios... así, mejor es perecer en ese rugiente infinito que ser ignominiosamente arrojado a sotavento, ¡aunque ello fuera la salvación! Pues, como un gusano, entonces, ¡oh!, ¡quién, cobardemente, reptaría a tierra! ¡Terrores de lo terrible!, ¿es tan vana toda esta agonía? ¡Ánimo, ánimo, oh, Bulkington! ¡Aguantad con entereza, semidiós! ¡Alzándose desde la espuma de vuestro perecer en el océano... directamente a lo alto, remonta vuestra apoteosis!
Capítulo 24
El abogado
Como Queequeg y yo estamos ya patentemente embarcados en esta empresa de la pesca de la ballena; y como esta empresa de la pesca de la ballena de algún modo ha llegado a estar considerada entre los hombres de tierra firme una ocupación más bien poco poética o encomiable; es por eso que me colma la ansiedad por convenceros a vos, vosotros hombres de tierra firme, de la injusticia que con ello se ha cometido sobre nosotros, cazadores de ballenas.
En primer lugar, puede considerarse casi superfluo establecer el hecho de que entre la gente en general la empresa de la pesca de la ballena no se considera a un mismo nivel que lo que se conocen como profesiones liberales. Si un extraño fuera presentado en cualquier misceláneo círculo social metropolitano, poco mejoraría la opinión general de sus méritos si se le presentara a la concurrencia como, digamos, un arponero; y si, emulando a los oficiales navales, añadiera las siglas P. C. B. (Pesquería de Cachalotes y Ballenas) a su carta de visita, ese proceder sería considerado preeminentemente presuntuoso y ridículo.
Una de las principales razones por las que el mundo declina honrarnos a nosotros, los balleneros, es sin duda, ésta: piensan que en el mejor de los casos nuestra vocación equivale a una empresa de índole carnicera; y que, al estar activamente ocupados en ella, estamos rodeados de todo tipo de desperdicios. Carniceros lo somos, es verdad. Pero carniceros también, y carniceros del más sanguinario rango, han sido todos los comandantes marciales que el mundo invariablemente se complace en honrar. Y por lo que respecta a la supuesta suciedad de nuestra empresa, pronto seréis iniciados en ciertos asuntos, hasta ahora comúnmente bastante desconocidos, y que, en el cómputo general, situarán de manera triunfante al barco ballenero del cachalote, como poco, entre los lugares más limpios de esta pulcra tierra. Aunque admitiendo incluso que la acusación en cuestión fuera cierta, ¿qué desordenadas y resbaladizas cubiertas de barco ballenero son comparables a la inenarrable carroña de esos campos de batalla de los que tantos soldados regresan a beber en aplauso de todas las damas? Y si la idea del peligro tanto incrementa la popular vanagloria de la profesión de soldado, dejadme que os asegure que muchos de los veteranos que voluntariamente han marchado contra una batería retrocederían con presteza ante la aparición de la inmensa cola del cachalote abanicando en torbellinos el aire sobre su cabeza. ¡Pues qué son los comprensibles terrores del hombre, comparados con los entrelazados terrores y portentos de Dios!
Mas aunque el mundo nos repudia a nosotros, cazadores de ballenas, nos rinde, sin embargo, inintencionadamente, el más profundo de los homenajes; sí, ¡una sobreabundante adoración!, pues casi todas las candelas, lámparas y velas que arden alrededor del mundo, ¡arden como ante tantos santuarios a nuestra gloria!
Observad, si no, este asunto bajo otras luces; sopesadlo en todo tipo de balanzas; examinad qué es lo que son los balleneros, y qué es lo que han sido.
¿Por qué los holandeses, en tiempos de De Witt, tenían almirantes en sus flotas balleneras? ¿Por qué Luis XVI de Francia, de su propio peculio, aparejó barcos balleneros de Dunkerke, y amablemente invitó a esa ciudad a uno o dos puñados de familias de nuestra propia isla de Nantucket? ¿Por qué Gran Bretaña, entre los años 1750 y 1788, pagó en gratificaciones a sus balleneros por encima del millón de libras esterlinas? Y finalmente, ¿cómo es que nosotros, balleneros de América, superamos ahora en número a todo el resto de los balleneros del mundo unidos? Navegamos una flota por encima de las setecientas naves tripuladas por dieciocho mil hombres, que consumen anualmente 4.000.000 de dólares, $20.000.000 el valor de los barcos en el momento de zarpar; y cada año importamos a nuestros puertos una bien recolectada cosecha de $7.000.000. ¿Cómo es que todo esto se da, si no hubiera algo vigoroso en la pesca de la ballena?
Mas esto no es ni la mitad; observad de nuevo.
Libremente declaro que el filósofo cosmopolita no puede, aunque le vaya la vida, señalar una sola influencia pacífica que en el intervalo de los últimos sesenta años haya operado con mayor potencial sobre todo el ancho mundo, tomado como entidad, que la excelsa y vigorosa empresa de la pesca de la ballena. De una u otra forma ha engendrado acontecimientos en sí mismos tan notables, y tan continuadamente capitales en su secuencial transcurso, que la pesca de la ballena puede bien ser considerada como esa madre egipcia que alumbraba de su vientre vástagos ya preñados ellos mismos. Catalogar todas estas cosas sería una tarea infinita y sin sentido. Dejemos que un puñado basten. Durante muchos años el barco ballenero ha sido pionero en escudriñar las más remotas y menos conocidas partes de la tierra. Ha explorado los mares y archipiélagos que no están en las cartas, donde ningún Cook o Vancouver navegaron nunca. Si los navíos de guerra americanos y europeos se mecen ahora apaciblemente en puertos que una vez fueron salvajes, que saluden con salvas al honor y la gloria del barco ballenero que originariamente les mostró el camino, y que fue el primero en hacer de intérprete entre ellos y los salvajes. Podéis celebrar como queráis a los héroes de las expediciones de exploración, a vuestros Cooks y vuestros Krusensterns; pero yo digo que han zarpado de Nantucket montones de anónimos capitanes, que eran tan grandes, y más grandes aún que vuestro Cook y vuestro Krusenstern. Pues en su desamparada inopia, ellos, en las escualas aguas paganas, y por las playas de no registradas islas de jabalinas, batallaron con virginales portentos y terrores que Cook, con todos sus marines y mosquetes, no habría afrontado por propia voluntad. De todo lo que se hace semejante floritura en las antiguas expediciones de los Mares del Sur, eso sólo fueron los lugares comunes en la vida de nuestros heroicos nativos de Nantucket. Frecuentemente, aventuras a las que Vancouver dedica tres capítulos, estos hombres las consideraron inmerecedoras de ser recogidas en el cuaderno de bitácora del barco. ¡Ah, el mundo! ¡Oh, el mundo!
Hasta que la pesquería de la ballena rodeó el cabo de Hornos, ningún comercio, salvo el colonial, y apenas comunicación alguna que no fuera la colonial, se realizó entre Europa y la larga hilera de las opulentas provincias españolas de la costa del Pacífico. Fue el ballenero el que, tocando en esas colonias, primero perforó la celosa política de la Corona española; y si el espacio lo permitiera, podría demostrarse claramente cómo fue a partir de esos balleneros que finalmente se produjo la liberación de Perú, Chile y Bolivia del yugo de la vieja España, y la instauración de la eterna democracia en aquellas regiones.
Esa gran América del otro lado de la esfera, Australia, fue ofrecida al mundo ilustrado por los balleneros. Tras su primer abortado descubrimiento por un holandés, todos los demás barcos eludieron aquellas costas como si hubieran sido pestíferamente bárbaras; mas el barco ballenero arribó allí. El barco ballenero es la verdadera madre de esa ahora poderosa colonia. Más aún, en la infancia del primer asentamiento australiano, los emigrantes varias veces fueron salvados de la inanición por el benevolente bizcocho del barco ballenero que, felizmente, echaba el ancla en sus aguas. Las incontadas islas de toda Polinesia testimonian la misma verdad, y rinden comercial homenaje al barco ballenero que limpió el camino para el misionero y el mercader, y en muchos casos llevó a los primitivos misioneros a sus primeros destinos. Si esa tierra cerrada con cerrojo doble, el Japón, alguna vez llega