Como el capitán Péleg, el capitán Bildad era un pudiente ballenero retirado. Pero, a diferencia del capitán Péleg –a quien le importaba un comino lo que se llaman asuntos serios, e incluso consideraba esos asuntos serios la mayor de las pamplinas–, el capitán Bildad no sólo había sido educado originariamente según la facción más estricta del cuaquerismo de Nantucket, sino que toda su posterior vida oceánica, y la visión de muchas encantadoras y desvestidas criaturas isleñas, doblado Hornos... todo ello no había conmovido a este cuáquero nativo ni una sola pizca, no había siquiera alterado ni un solo pliegue de su indumentaria. Sin embargo, a pesar de toda esta inmutabilidad, en el loable capitán Bildad había cierta escasez de la normal coherencia. Aunque rehusando por escrúpulos de conciencia portar las armas contra invasores terrestres, él mismo había, sin embargo, invadido ilimitadamente el Atlántico y el Pacífico; y aunque enemigo jurado del derramamiento de sangre humana, había empero, en su levita de recto corte, derramado toneles y toneles de sangre de leviatán. La manera en que ahora, en el contemplativo ocaso de sus días, el piadoso Bildad reconciliaba estos hechos en la remembranza no la sé; pero no parecía preocuparle mucho, y muy probablemente hacía tiempo que había llegado a la juiciosa y sensata conclusión de que la religión de un hombre es una cosa, y este mundo concreto otra muy distinta. Este mundo paga dividendos. Ascendiendo desde pequeño mozo de cabina en pantalones cortos del más pardo paño a arponero en amplio chaleco de talle de pez; de ahí haciéndose jefe de lancha, primer oficial, y capitán, y finalmente armador, Bildad, como anteriormente apunté, había concluido su aventurera carrera retirándose totalmente de la vida activa a la aceptable edad de sesenta años, y dedicando sus restantes días a recibir tranquilamente sus bien ganados ingresos.
Ahora bien, Bildad, siento decirlo, tenía reputación de ser un incorregible viejo mezquino, y en sus días de surcar la mar un severo y duro patrón. Me contaron en Nantucket, aunque en verdad parece una historia peculiar, que cuando navegó en el viejo ballenero Categut, su tripulación, al arribar a puerto, fue en su mayor parte desembarcada al hospital, agotada y exhausta de dolor. Para ser hombre piadoso, y cuáquero en especial, ciertamente era más bien despiadado, por decir algo leve. No obstante, nunca solía maldecir a sus hombres, dicen; aunque de algún modo obtenía de ellos una desmesurada suma de arduo trabajo, inmitigado y cruel. Cuando Bildad era primer oficial, tener su ojo pardo mirándote fijamente te hacía sentirte extremadamente nervioso, hasta que podías agarrar algo... un martillo o un pasador, y ponerte a trabajar como un loco en una u otra cosa, sin importar en qué. La indolencia y la ociosidad perecían ante él. Su propia persona era la exacta encarnación de su carácter utilitario. En su largo cuerpo magro no portaba carne en exceso, ni barba superflua, estando dotada su barbilla de una suave y austera pelusa, similar a la pelusa desgastada de su sombrero de ala ancha.
Tal era, pues, la persona que vi sentada en el yugo cuando, siguiendo al capitán Péleg, bajé a la cabina. El espacio entre cubiertas era pequeño; y allí, muy erguido, estaba sentado el viejo Bildad, que siempre se sentaba así, y nunca se inclinaba, y lo hacía así para no desgastar los faldones de su casaca. Su sombrero de ala ancha estaba colocado a su lado; sus piernas firmemente cruzadas; su vestimenta de paño abotonada hasta la barbilla; y con los lentes sobre la nariz parecía absorto en la lectura de un pesado volumen.
—Bildad –exclamó el capitán Péleg–, otra vez a ello, ¿eh, Bildad? Habéis estado estudiando esas Escrituras durante los últimos treinta años, que a mí se me alcance. ¿Hasta dónde habéis llegado, Bildad?
Como si llevara tiempo habituado a este profano modo de hablar de su viejo camarada de navío, Bildad, sin prestar atención a su irreverencia de ese momento, alzó quietamente la mirada y, al verme, miró de nuevo hacia Péleg de manera inquisitorial.
—Dice ser nuestro hombre, Bildad –dijo Péleg–, desea embarcarse.
—¿Lo deseáis vos? –dijo Bildad con tono hueco y volviéndose a mí.
—Lo deseolo4 –dije yo inconscientemente, tan señaladamente cuáquero era él.
—¿Qué pensáis de él, Bildad? –dijo Péleg.
—Servirá –dijo Bildad, observándome, y luego siguió deletreando en su libro en un tono de murmurio bastante audible.
Pensé de él que era el cuáquero más extraño que había visto jamás, en especial dado que Péleg, su amigo y viejo camarada de barco, parecía semejante energúmeno. Pero no dije nada, sólo miré a mi alrededor con atención. Péleg entonces abrió un cofre y, sacando los artículos del barco, colocó una pluma y tinta frente a sí, y se sentó ante una pequeña mesa. Yo empecé a pensar que ya iba siendo hora de acordar conmigo mismo en qué términos estaba dispuesto a comprometerme para la expedición. Sabía ya que en el negocio de la pesca de la ballena no pagaban salarios, sino que toda la tripulación, incluyendo al capitán, recibía ciertas participaciones de las ganancias llamadas provechos, y que estos provechos se establecían proporcionalmente al grado de importancia pertinente a las respectivas obligaciones de la dotación del barco. También sabía que, al ser un tripulante novato en la pesca de la ballena, mi propio provecho no sería muy extenso; pero considerando que estaba habituado al mar, podía timonear, ayustar un cabo y todas esas cosas, no dudaba de que, según todo lo que había escuchado, me deberían ofrecer al menos el doscientos setenta y cincoavo provecho... es decir, la doscientas setenta y cincoava parte del total de los beneficios netos de la expedición, sea lo que fuere que pudieran finalmente llegar a alcanzar. Y aunque el doscientos setenta y cincoavo provecho era más bien lo que llaman un provecho largo, no obstante era mejor que nada; y si teníamos una expedición afortunada, podría casi seguro pagar la ropa que iba a gastar en ella, sin contar con mis tres años de alimento y albergue, por los que no tendría que pagar ni un ardite.
Podría pensarse que era ésta una pobre manera de acumular una fortuna principesca... y en efecto lo era, una manera muy pobre. Pero yo soy de esos que nunca se alteran por fortunas principescas, y me considero satisfecho si el mundo está dispuesto a darme sustento y alojamiento mientras me hospedo bajo este desolado rótulo de La Nube del Trueno. En suma, pensaba que el doscientos setenta y cincoavo provecho sería más o menos lo justo, pero no me hubiera sorprendido si me hubieran ofrecido el doscientosavo, considerando que de constitución era ancho de hombros.
Mas, sin embargo, algo que me hizo recelar un poco de recibir una generosa participación en los beneficios fue esto: en tierra había oído hablar un poco de ambos, del capitán Péleg y de su inefable viejo colega Bildad; de cómo, al ser ellos los propietarios principales del Pequod, los otros, y más inconsiderables y dispersos