En el campo específico de la cristología, algunos trabajos descriptivos cuidadosos sacaron a luz formas de sincretismo para las cuales bien cabría el nombre de Cristo-paganismo.36 J. E. Monast en su voluminoso trabajo Los indios aimaraes, relativo a la etnia aimara en la región fronteriza entre Perú y Bolivia, mostraba que para los indígenas los santos, los Cristos y los señores eran todos seres de la misma categoría.
Vemos desfilar en esta galería al Cristo de la Resurrección, al Cristo de la Ascensión, al Cristo de la Exaltación, etcétera. En los alrededores de la ciudad de Oruro se habla de tres Señores primos que no se quieren en absoluto; son el Señor de Lagunas o de Calacala, el Señor de Quillacas y el Señor de Calacahua. Son enemigos y tratan de perjudicarse mutuamente en todo lo posible.37
Estas observaciones coinciden con las de Tomas M. Garr, jesuita que estudió el mundo quechua en la prelatura de Ayaviri en el Perú, quien nos dice que:
Si la idea que tiene el campesino acerca de Dios no corresponde exactamente al concepto ortodoxo de los teólogos cristianos, mucho menos su idea acerca de Jesucristo. En la parroquia de Coaza la mayoría de la gente identifica a Jesucristo como uno de los santos del panteón cristiano, y algunos lo identifican ‘como uno de los tres dioses de la Santísima Trinidad’...son pocos los que conocen la vida de Cristo como la cuenta el Evangelio.38
Garr muestra también que varias devociones populares a Cristo, tales como «El Señor de Huanca», «El Señor de los Temblores» o «El Señor de los Milagros» no identifican claramente estos objetos de devoción con la persona de Jesucristo. Más bien «Cada devoción representa a un ‘santo’ particular con ciertos poderes, pero no identifican sus actuaciones con lo que hizo Jesucristo.»39
Los trabajos de Monast y Garr se publicaron en 1972, y en el marco del Vaticano II, sus planteamientos pastorales llevaban a la necesidad de una enseñanza acerca de Cristo que, poniendo el acento en el contenido bíblico, lograse lo que Monast llamaba «una amplia acción correctiva». Más aun, Monast estudió también el Protestantismo entre los aimaraes y llegó a la conclusión de que parte de la experiencia transformadora del mensaje evangélico era el haber liberado a las personas de una religión de ignorancia y temor. Monast cuenta cómo al comienzo de su ministerio conoció a un diácono bautista con quien entabló amistad y que le relató un día la génesis de su conversión al protestantismo:
Mi mujer y yo hemos sido católicos. Pero entonces no teníamos a Cristo. No lo encontrábamos en medio de todas esas Vírgenes y de todos esos Señores, con sus fiestas y sus pasantes. Por eso nos hicimos bautistas. Fue un pastor de esta religión quien nos hizo descubrir a Cristo en las Santas Escrituras.40
Monast da también testimonio del impacto transformador que tuvo sobre él mismo el testimonio de amor por la Biblia que le dio este diácono bautista. Este momento de la comprensión autocrítica de la Cristología de la religiosidad indígena y de la propuesta de regresar a una Cristología de raíces bíblicas correspondía, como se ha dicho, al espíritu del Vaticano II y de Medellín 1968, con su regreso a la Biblia y su esfuerzo autocrítico. Con la llegada del Papa polaco Juan Pablo II empezó una actitud revisionista de las propuestas del Vaticano II y un esfuerzo evidente por restaurar el catolicismo más tradicional y conservador, y revalorar la religiosidad popular. Investigaciones como las que hemos citado de Garr y Monast fueron cediendo el paso a un acercamiento que podemos llamar de tipo eclesiástico-político. La búsqueda de un cristianismo más cristocéntrico fue reemplazada por la revaloración del catolicismo tradicional con un criterio populista. Tal habría de ser la línea de la conferencia de obispos en Puebla (1979) reforzada luego en Santo Domingo (1992). Examinaremos más adelante algunas de las nuevas propuestas.
Presencia protestante y cristología transformadora
Así pues, en los siglos diecinueve y veinte en varios países latinoamericanos donde había presencia indígena, a veces mayoritaria, sectores importantes de esa población se hallaban en condiciones lamentables de marginación y explotación, que algunos consideran peores que las de la época colonial española. A ellos se dirigió el esfuerzo misionero evangélico,41 en algunos casos porque el propio abandono por parte del gobierno y de la Iglesia Católica, daban más libertad al misionero evangélico, y en otros porque las misiones tenían una vocación específica de trabajo en esas áreas marginales.42 Esta presencia entre los marginados tuvo en muchos casos la intención inicial de atender a las condiciones de pobreza y olvido en que se encontraban estos sectores. Fue de entrada una misión cristiana de contenido social. En otros casos, aunque la intención inicial era fundamentalmente evangelizadora, pronto adquirió una dimensión social debido a la presión de las necesidades, que evocó y despertó una sensibilidad cristiana latente.
Un caso ilustrativo fue en el sur del Perú donde en pleno siglo veinte las poblaciones indígenas de habla quechua y aimara estaban entre los sectores más marginalizados y explotados. Los historiadores coinciden en que una importante transformación mental se dio en el país en las dos primeras décadas del siglo veinte, cuando los intelectuales y luego los políticos tomaron conciencia de la condición del indígena y en algunos casos tuvieron contactos con los misioneros protestantes.43 Sin embargo, aun antes de que surgiera el indigenismo literario y sociológico, en la zona del Cusco misioneros evangélicos se habían establecido a vivir entre los quechuas, aprender el idioma y servir de diversas maneras. El historiador del indigenismo Luis E. Valcárcel reconoce la presencia de misioneros evangélicos en 1896 y 1897, que crearon una granja experimental en la hacienda Urco, desde la cual desarrollaron nuevos cultivos, técnicas agrícolas, procesamiento de productos, y ofrecieron los servicios de una clínica. Por otra parte los adventistas crecieron entre las poblaciones de habla aimara y ofrecieron especialmente salud y educación. Ante la crítica del marxista José Carlos Mariátegui de que se trataba de «avanzadas del imperialismo», Valcárcel responde: «Quiero insistir sin el menor ánimo polémico, que frente a la lúgubre situación del indio cusqueño, la tierna mano del religioso adventista era la gota de agua que refrescaba los sedientos labios del mísero».44
Otro movimiento misionero que avanzó en el sur del Perú tuvo como protagonista destacado al estadounidense Federico Stahl (1874-1950), y su esposa Ana, quienes pagando su propio pasaje habían llegado a Bolivia en 1909. Se instalaron cerca de Platería, en Puno, en 1911, donde se quedaron hasta 1921. Después por razones de salud pasaron a trabajar en los ríos de la selva amazónica en una lancha a vapor llamada Auxiliadora, que era un sanatorio flotante. Los Stahl habían recibido capacitación como enfermeros en el Sanatorio Adventista de Battle Creek en Estados Unidos, y Ana era también maestra diplomada. Un libro publicado por Stahl en 1920, refleja una clara sensibilidad social y espiritual y un conocimiento de primera mano de las pésimas condiciones de vida en la región.45 José Antonio Encinas, educador puneño que no era evangélico, y llegó a ser Ministro de Educación, narraba en 1932:
Stahl recorre el distrito de Chucuito palmo a palmo. No hay cabaña ni choza donde no haya llevado la generosidad de su espíritu. Es el tipo del misionero moderno, cuya conducta hace contraste con la furia diabólica de los frailes españoles, quienes durante la conquista torturaron el espíritu del indio, destruyendo sus ídolos, mofándose de sus dioses, profanando la tumba de sus abuelos.46
Encinas, pensador liberal, prosigue con su comparación de la metodología misionera y atribuye la abulia y la angustia del indio al uso tradicional del temor al infierno como instrumento de control religioso. Le llama la atención tanto el estilo como el mensaje del misionero protestante y los contrasta con la realidad católica anterior que había criticado líneas arriba:
Stahl antes de poner la Biblia en las manos de un analfabeto le inculcó un sentimiento de personalidad, de confianza en sí mismo, de cariño hacia la vida, lo buscó como camarada más que como prosélito. Cuidó en primer término de su salud. Nadie hasta entonces había recorrido las miserables chozas del indio llevándole un poco de alivio para sus dolencias.47