Pedagogía de la desmemoria. Marcelo Valko. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Marcelo Valko
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9789507546433
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bastardo, sin fisonomía, deficiente de energía física y elemental” (Sarmiento 1882: 113). Basta imaginar a la protagonista del tema Garota de Ipanema de Vinicius de Moraes para deshacer tanto desatino racista.

      Ahora bien, los indios no están solos como objeto de racismo. En esta galería de ausencias, si prestamos la debida atención, nos encontramos con un segundo ausente. También el negro es una ausencia. El tema es demasiado complejo e importante y merece que nos ocupemos de él en un próximo trabajo; por lo pronto, mencionamos apenas la ausentificación de su presencia y el tratamiento dado a su figura, tan cruel como el dado a los habitantes originarios de estas tierras. El negro es otro fantasma, es otra presencia negada y usurpada por la historiografía oficial. De la misma forma que no existe una categoría abstracta llamada “indio”, tampoco podemos hablar de una condición que pueda abarcar a la totalidad de los negros.

      La ruta de la trata de esclavos se desarrolló con muy pocas variaciones durante siglos. Los negros eran capturados entre Senegal y Angola y llevados a la isla de Santiago en el archipiélago de Cabo Verde, un enorme campo de concentración que distribuía a los esclavos al resto del mundo. Los traficantes de esclavos capturaron todos los que pudieron. De esa manera, las malsanas bodegas de los barcos venían repletas de negros malés islamizados junto con otros grupos de organización social, cultura, religión y lengua completamente distintos, como yorubas, dahomeyanos, fanti-ashanti, haussas, mandingas, bantos. En Buenos Aires, los esclavos desembarcaban en la Vuelta de Rocha, en la Boca del Riachuelo donde eran inmediatamente subastados.

      En 1812, la revolución prohibió la importación de esclavos. Antes de esa fecha, habían llegado miles al Río de la Plata, ciertamente un destino menos brutal que los lavaderos centroamericanos, las plantaciones del Caribe o los ingenios del Brasil. En Buenos Aires, los esclavos eran utilizados como personal doméstico y tareas afines en la casa del amo. Una vez liberados, fueron enrolados en los ejércitos revolucionarios, donde cumplieron un servicio militar de cinco años. Ya antes de 1810, habían combatido durante las invasiones inglesas en los famosos regimientos de Pardos y Morenos que iban a reconquistar Buenos Aires. San Martín reclutó a dos tercios de los negros de Cuyo para ser incorporados al Ejército de Los Andes. Junto con otros mil esclavos libertos integraron el Regimiento Nº 11 de Cazadores que participó del cruce de la cordillera y pelearon por la libertad de Chile y Perú, llegando a estar a las órdenes de Bolívar.

      Como no puede ser de otra manera, Sarmiento también siente particular rechazo por los negros, por eso se congratula diciendo: “Felizmente las continuas guerras han exterminado ya a la parte masculina de esta población” (Sarmiento 1845: 214). Ataca a Las Casas a quien acusa de que por su “filantropía excesiva por defender a los indios”, y por “su mal consejo”, terminaron introduciéndose negros en América (Sarmiento 1882: 51). Domingo Faustino Sarmiento hizo su parte en esta purga deshaciéndose de cuanto negro pudo enviándolos a morir en la guerra contra el Paraguay. Otro de los discriminadores será José Hernández con su popular Martín Fierro. Por ejemplo, en la célebre escena cuando ingresa la mujer del negro a la pulpería, el gaucho utilizando un juego de palabras, la ofende llamándola “vaca… yendo gente al baile” y luego asegura que “a los blancos hizo Dios / a los mulatos San Pedro / a los negros los hizo el diablo / para tizón del infierno” (Hernández 1879: 29). La frase se afincó en el refranero popular hasta la actualidad.

      El estigma del color perseguirá a “pardos” y “morenos” durante toda la vida. Al igual que en los casos de los pueblos originarios, en las partidas de bautismo y de muerte, el sacerdote dejaba constancia de la “raza” del individuo colocando a continuación del nombre del nuevo feligrés el estigma “Pardo” o “Moreno”. Ni siquiera muerto se borraba la huella que permanecía indeleble, segregándolo hasta en la partida de defunción.

      Ya finalizando este capítulo, retomemos el imaginario elaborado en torno al indígena feo, sucio y malo. Eduardo Wilde, quien fuera Ministro de Justicia e Instrucción con Roca y luego detentor de la cartera del Interior con Juárez Celman, circunscribe el panorama de forma clara y tajante: “El indio es el enemigo de todos nosotros”. El empleo de ese nosotros inclusivo es tan sincero como sugerente, posicionando frente a “ellos” (los indios) un “nosotros” que logra conciliar las diferencias entre las distintas elites que compiten por el poder. En ese punto, todos están de acuerdo: Mitre, Sarmiento, Avellaneda, Juárez Celman y Roca. Y, si bien no quedan dudas de a quién se refiere Wilde con su “nosotros”, Alberdi se toma la molestia de explicitar quién o quiénes lo componen: “Nosotros, europeos de raza y civilización, somos los dueños de América (…) Cada europeo que viene a nuestras playas nos trae más civilización en sus hábitos que luego comunica a nuestros habitantes, que muchos libros de filosofía” (Alberdi 1852: 67). Esa magia por contagio no produjo necesariamente la civilización esperada, como lo atestiguan cantidades de misioneros que intentaban por todos los medios que “sus indios” no copiaran la vileza de los “malos cristianos” que en un día destruían una laboriosa evangelización de años.

      Juan Bautista Alberdi, el ideólogo de nuestra Constitución de 1853 en el capítulo Acción civilizadora de la Europa en las repúblicas de Sud América, termina de definir a buenos y malos al lanzar una serie de preguntas que supone demoledoras: “¿Quién conoce caballero entre nosotros que haga alarde de ser indio neto? ¿Quién casaría a su hermana o a su hija con un infanzón de la Araucanía y no mil veces con un zapatero inglés?” (Alberdi 1852: 62). En el capítulo siguiente, veremos que, fiel a su línea argumental, dictamina: “El indígena no figura ni compone mundo en nuestra sociedad política y civil” (Alberdi 1852: 68). Alberdi verbaliza de forma impecable el imaginario con que la sociedad percibe al indígena, “que no figura” dado que se trata de un ser invisible. El profesor Walther en su Conquista del desierto, tantas veces reeditado, señala como conclusión: “Convertido el salvaje en un enemigo irreconciliable fue ya imposible civilizarlo” (Walther 1970: 58). Sin embargo, las cosas no siempre fueron así.

      4

       La historia según Merlín

       La obra maestra de la oligarquía

       ha sido su Historia Oficial.

      Juan José Hernández Arregui

      Muertos tempranamente Mariano Moreno (1811), Juan José Castelli (1812), Manuel Belgrano (1820), Martín Miguel de Güemes (1821), Bernardo de Monteagudo (1825), Manuel Dorrego (1828) y exiliado José de San Martín (1824); planteado el paradigma del antagonismo entre la civilización o la barbarie por Sarmiento (1845), no le resultó muy difícil a una persona hábil y de buena pluma como Bartolomé Mitre escribir una Historia Argentina a gusto y piacere de la oligarquía. Tanto en su Historia de San Martín como en la Historia de Belgrano, don Bartolomé contó con todos los documentos existentes e incluso hasta con algunos testigos presenciales. Tenía a su alcance lo que necesitaba. Poseía todos los ingredientes y sobre todo su varita de gran mago muy bien afilada. Y nuestro máximo prestidigitador hizo su extraordinario acto de magia que aún hoy sigue chisporroteando en las aulas de los colegios y en los actos oficiales. Redujo los sueños de los patriotas para enquistarnos en el puerto de Buenos Aires, amputó las utopías de los mejores idealistas a las que consideró extravagancia del momento y así cercenó el alcance territorial de la gran Patria Americana. Minimizó a Simón Bolívar y maximizó a Guayaquil. Provincializó el internacionalismo de San Martín al mismo tiempo que nacionalizó las aspiraciones porteñas. Particularmente se dedicó a amputar todo aquello que oliera a americanismo. En ambas historias, las de José Francisco de San Martín y de Manuel Belgrano, volcó lo que cuadraba a sus pequeños intereses portuarios dándole la espalda a las aspiraciones americanistas que se evidenciaron el 9 de julio de 1816 entre los congresales de Tucumán. Nuestro mago vernáculo, en lugar de la vistosa capa de Merlín, utilizaba una sombría levita y, en vez del gorro ornamentado con lunas y estrellas eternas, lucía una galera a la usanza de una moda efímera. Eso sí, poseía un detalle donde era difícil igualarlo. Al girar la varita, agitaba las páginas de su diario, al que, con su modestia habitual, denominó La Nación. De esas páginas saltaban sus mezquinos conejos que reprodujeron hasta el infinito el colonialismo