Pedagogía de la desmemoria. Marcelo Valko. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Marcelo Valko
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9789507546433
Скачать книгу
“El dueño de casa, hombre de sesenta años, de una fisonomía noble, en que la raza europea pura se ostenta por la blancura del cutis, los ojos azulados, la frente espaciosa y despejada” (Sarmiento 1845: 34). Su extranjerofilia es tan acentuada que ni siquiera siente simpatía por la Revolución de Mayo. Señala que en 1810 en Argentina existían “dos sociedades distintas, rivales e incompatibles, dos civilizaciones diversas: la una española, europea, culta, y la otra bárbara, americana, casi indígena” (Sarmiento 1845: 57). El ilustre sanjuanino, “el más grande entre los grandes” como reza el himno en su honor, más allá de contraponer al general José María Paz con Facundo Quiroga, considera que Rosas y Rivadavia son los dos extremos de la República Argentina, que se liga a los salvajes por la pampa y a la Europa por el Plata. Señala que la montonera presenta “una barbarie casi indígena… de ferocidad brutal y un espíritu terrorista” (Sarmiento 1845: 62). Todo lo americano le disgusta. Incluso hasta los animales autóctonos son objeto de su desprecio, como cuando habla del “miserable gato llamado puma, que huye a la vista de los perros” (Sarmiento 1845: 37). Su desprecio por la zoología nativa nos retrotrae a aquellas teorías de Corneille de Pauw, quien en el último tercio del siglo XVIII planteó “la impotencia de la naturaleza americana” a la que consideraba “corrompida, débil, degradada” y sostenía “la inferioridad telúrica” de América y lo americano.

      Por supuesto, no sólo los indios serán sucios, feos y malos, sino también sus modos de vida y hasta sus toldos a los que Estanislao Zeballos califica de “inmundos y grasientos” en lo que coincide el teniente coronel Barbará cuando señala: “Es feísimo el aspecto que presentan estas habitaciones. Su interior es una verdadera pocilga donde duermen, perros, gatos y gente” (Barbará 1879: 154). En el libro del militar británico William Mac Cann Viaje a caballo por las provincias argentinas, editado en Londres en 1852, al referirse a los usos y costumbres de los indios pampas, este viajero abunda en párrafos tremendos sobre los toldos indígenas:

      El aspecto exterior de los toldos es feísimo y el interior sucio y repugnante… En suma, viven un género de vida abominable… Es feísima la perspectiva que presentan estas habitaciones, y su interior no es otra cosa que una cloaca inmunda, teniendo, muchas veces que he pasado cerca de ellas, que llevar un pañuelo a la nariz (citado en Martínez Estrada 1948: 470).

      Un siglo después, Manuel Gálvez en su increíble El Santito de la Toldería se despacha con algo muy parecido:

      Eran sucios y malolientes los toldos. En cada uno vivían diez o doce indios: toda la familia. También dormía algún perro. Aparte del olor a potro del indio, que es fuertísimo, agréguese que no se lavaban, excepto en verano, época en que se bañaban en los ríos y arroyos, y que seguramente los niños, por lo menos, no salían del toldo para hacer ciertas cosas. Además, dentro de los toldos, sobre todo al regreso de un malón, se emborrachaban y luego echaban fuera lo que habían comido (Gálvez 1947: 18).

      En medio de ese panorama, es casi obvio el destino de los indígenas. Los indios sobran. Arrastran una culpa atroz, una cruz imposible de cargar. No sólo son sucios, feos y malos, sino que también nacieron a destiempo. Su temporalidad ya no cuaja con la razón, la técnica y el progreso de la segunda mitad del siglo XIX. Son obsoletos, cargan con la culpa de nacer a deshora. Desde Europa, pensadores de la talla de Hegel aceptan de buen grado la inmadurez de nuestro continente. En la Introducción de Las Prelecciones de Filosofía lo plantea claramente: “América ha estado separada del campo en el que hasta hoy se ha desarrollado la historia universal. Lo que hasta ahora ha sucedido en ella es sólo eco del Viejo Mundo, expresión de formas de vida que le son extrañas”. No en vano las etapas de la “Historia de la Humanidad” están diseñadas desde una perspectiva absolutamente eurocéntricas.

      Los viejos marxistas, al igual que los liberales, no toman en cuenta al Nuevo Mundo. Los primeros consideran a personajes como Rivadavia o Roca seres paradigmáticos, como aceleradores del capitalismo, único modo del advenimiento del proletariado que terminará sepultándolo; y los segundos siguen convencidos de que estos personajes fueron los esclarecidos impulsores de la mano invisible del mercado en medio de una barbarie anacrónica. Pensadores como Carlos Mariátegui y sus Siete Ensayos... donde intenta reelaborar una teoría como el marxismo incorporando al sujeto indígena son realmente excepcionales. Nuestros máximos teóricos del andamiaje nacional, como Alberdi, sostienen que los indios sobran y naturalizan esta certeza como una doctrina: “Todo en la civilización de nuestro suelo es europeo”. No queda ni un mínimo resquicio por donde pueda asomar el hálito originario de nuestra tierra:

      Ya la América está conquistada, es Europea (…) La guerra de conquista supone civilizaciones rivales, Estados opuestos –el Salvaje y el Europeo– este antagonismo no existe; el Salvaje está vencido, en América no tiene dominio ni señoría. Nosotros europeos de raza y de civilización, somos los dueños de la América (Alberdi 1852: 63).

      Juan Bautista Alberdi habla de “dueños”. Esa imagen lleva implícita otra, la de aquellos que son los desposeídos, los que no tienen dominio ni señorío. La de los parias, la que presupone el axioma aristotélico acerca de que “mandar y obedecer no solo son cosas necesarias, sino también convenientes, y ya desde el nacimiento algunos están destinados a obedecer y otros a mandar” (Aristóteles 2004, Libro I: 56). Unos nacieron para ser amos y otros nacieron para ser esclavos. Aristóteles piensa en términos de jerarquía. Nacieron para no ser. Nacieron para ser un manchón borroneado como lo da a entender Sarmiento citando a Juan de Ulloa, un autor al que recurre reiteradamente por considerarlo una eminencia en el tema racial: “Visto un indio de cualquier región, puede decirse que se han visto todos” (Sarmiento 1882: 37). En realidad Ulloa, un adalid del segregacionismo racial, no se esfuerza gran cosa con su definición, pero a Sarmiento le resulta un hallazgo convincente. Los indios carecen de rostros distintivos e individualidad, son todos iguales, visto uno, vistos todos. Nacieron para ser invisibles, nacieron a destiempo. Evidentemente, para el establishment, los pueblos originarios son gente irreductible que, vistos en el siglo XIX, cuatro siglos después del Descubrimiento, aún no comprendían las nuevas relaciones económicas de producción, no entendían la expansión capitalista, ignoraban el axioma the time is money y, es más, se empecinaban en resistir a las bancas de Londres y París que dictaban las leyes de la civilización, es decir, del mercado. Los indios se habían quedado en la prehistoria. Venían del pasado. Eran anacrónicos. Eran el pasado de la humanidad y por colmo improductivos. “El indio, que hasta estos momentos no ha pasado de consumidor como no que no cultiva la tierra, no ejerce industria fabril alguna, ni siquiera se consagra a la cría y reproducción de las haciendas, no presta a nadie el servicio de reproducción de la riqueza natural o industrial” (Larraín 1883: 52). Desde distintos ámbitos, académicos, militares, eclesiásticos, filosóficos y empresariales, se extiende la certeza de que los indios sobran. Se trata de un axioma que es compartido por todos. Por todos los que no son indios, claro, incluso por los que recién tocan nuestras playas.

      Hoy y ayer, todo viajero arriba con el prestigio del sitio de origen y el camino recorrido, y en nuestro medio si ese viajero es europeo su prestigio se acrecienta, pero si es francés, alto, rubio, ingeniero, periodista y de carácter aventurero, su aureola brilla sin que tenga que esforzarse demasiado. Algo así sucedió en 1870 cuando desembarca en el puerto de Buenos Aires el ingeniero Alfred Ébélot. Tiene 33 años y pronto se hace de contactos importantes en el reducido mundillo de la elite porteña. En una cena se lo presentan al Dr. Adolfo Alsina, ministro de Guerra y Marina. A poco de escucharlo, el ministro queda convencido de que ha dado con el hombre que necesita para trazar su límite frente a la barbarie. Ciertamente Ébélot es la persona indicada para construir la Zanja que Alsina tiene en mente para separar a unos de otros.

      Un sentimiento muy particular es el que se apodera de un francés de nuestro siglo, de este siglo crítico, razonador y ligeramente pedante, cuando se halla en presencia de auténticos salvajes y los sorprende en flagrante delito de salvajismo, en todo el ardor de la matanza, el robo y la devastación. Es un sentimiento de horror sin duda, o más bien de repugnancia, pues la bestialidad primitiva vista de cerca es de prosaica fealdad (Ébélot 1880: 25).

      Es evidente la construcción de los dos sujetos que habitan el discurso de Alfred Ébélot. Por un lado, tenemos al francés posicionado