La puja heráldica que terminó por eliminar la borla del gorro frigio provocaría una anarquía de diseños como puede apreciarse en numerosos frontispicios de edificaciones de fines del siglo XIX y principios del XX. Al igual que en el caso de las estrofas del Himno, el cercenamiento actual del diseño del escudo quedó establecido en 1900, motorizado por Estanislao S. Zeballos, en esos momentos Ministro de Estado y quien supo ser presidente de la Sociedad Rural Argentina y gran coleccionista de cráneos indígenas. Sin embargo, los atributos definitivos se establecieron mediante el decreto 10.302, dictado en Acuerdo General de Ministros el 24 de abril de 1944.
La amputación experimentada por el escudo para eliminar los rastros americanos no es un tema menor. Los vaivenes heráldicos que siguieron a la eliminación de los principales revolucionarios expresan en última instancia un modelo de país que opta por enquistarse en Buenos Aires en lugar de integrarse al territorio continental. Existe un inveterado terror frente al territorio, no en vano el Facundo asegura que “el mal que aqueja a la república Argentina es la extensión: el desierto la rodea por todas partes, se le insinúa en las entrañas” (Sarmiento 1845: 23).
Tanto en este libro como en el Proyecto de Ley que presenté ante el Congreso de la Nación (P. N° 191/2009 - P. Nro. 070/2010) o en Los Indios invisibles..., donde también me ocupé del tema, no propongo un “gobierno de la Casa de los Incas”, pero sí un retorno a las fuentes del destino americano, máxime teniendo en cuenta el Bicentenario de la Revolución de Mayo. Es hora de un nuevo descubrimiento, es hora de que regrese la borla incaica al Escudo Nacional. Debemos enmendar el error ideológico que ausentifica la presencia originaria e invisibiliza nuestra pertenencia a Latinoamérica. Debemos restaurar el valor simbólico y de integración continental de nuestro Escudo Nacional original, tal como fuera diseñado para la Asamblea del Año XIII. Tengamos en claro que un símbolo nacional es precisamente una síntesis donde aflora lo que es propio de un pueblo, sus sentimientos, mitos, ideología, historia, en definitiva, su modo de ser y plantarse ante el mundo.
Pero los grandes magos no sólo invisibilizaron la presencia americana de los símbolos oficiales, también lo hicieron con individuos y sucesos claves de la independencia.
Cuando Manuel Belgrano llega a Jujuy, está agotado y con fiebre. Advierte que la situación es peor de lo imaginado. El Ejército está hambriento, sin armas y desmoralizado. De sus 1.500 soldados un tercio está hospitalizado. Le pide a Bernardino Rivadavia, secretario del Primer Triunvirato, el auxilio que éste le había prometido y asegurado una y mil veces. Aunque su intención es avanzar hacia el Alto Perú, debe replegarse. El general realista Pío Tristán con 3.500 hombres se le viene encima. Se produce el heroico Éxodo Jujeño. También debe abandonar Salta. El gobierno de Rivadavia le exige que abandone Tucumán y se retire hasta Córdoba y que no se le ocurra empeñar a las tropas en ninguna batalla ofensiva. Buenos Aires, con tal de cuidarse sus espaldas, no vacila en entregar a los realistas la mitad del territorio.
Belgrano desobedece las órdenes por primera y única vez en su vida. El 3 de septiembre de 1812 triunfa en el combate de Las Piedras y decide resistir en Tucumán para horror del gobierno rivadaviano. Si Belgrano es derrotado, la marcha del Ejército de Pío Tristán hacia el sur será un simple paseo.
El 24 de septiembre Belgrano, con el único auxilio de Tucumán, logra armar 1.800 soldados y presenta una batalla donde faltará la prudencia, previsión, disciplina y orden, pero sobrará coraje, arrogancia, viveza y generosidad. Como reconoce el mismo Vicente Fidel López, fue “la más criolla de cuantas batallas se han dado en territorio argentino”. El 29 de septiembre, cinco días después de la victoria, la noticia aún no había llegado a Buenos Aires y el mulato Bernardino Rivadavia está histérico. Una y otra vez reitera a Belgrano la orden de retroceder, le exige que se repliegue y baje a Córdoba: “Así lo ordena y manda este gobierno por última vez (…) la falta de cumplimiento de ella le deberá producir a V. S. los más graves cargos de responsabilidad” (Rosa 1981: T. II, 283).
Buenos Aires siempre demostró que su único interés era su puerto, su comercio y la renta que le proporcionaba su aduana. Eso es todo. Lo demás podía caer. Esta situación se plasmó con claridad durante las sesiones en las que participaron los diputados de las Provincias Unidas del Río de la Plata, en el Congreso de Tucumán de 1816. En los debates previos, existen distintas posturas, hay quienes son proclives a no declarar la independencia. E incluso, entre quienes desean la declaración, no hay acuerdo sobre la forma de gobierno a adoptar: el punto tercero de la Orden del Día de los diputados es claro: “Deliberar qué forma de gobierno es la más conveniente”. Hay quienes proponen la vía de la monarquía, aunque tampoco en este grupo existe unidad de criterio sobre cuál debe ser la Casa Reinante. Belgrano será uno de los que propondrá que nos gobierne un descendiente de la Casa de los Incas, situando el asiento del trono en Cuzco. La idea de lo que se denomina “un rey indio emplumado y en ushuntas” (ojotas) estremece de horror a los doctores del Río de la Plata y a comerciantes como Anchorena, que además ven peligrar la importancia estratégica del comercio del puerto. Se forman dos bandos arribeños y abajeños, los primeros propician la supremacía del altiplano y los segundos la de Buenos Aires. Mitre, en su famoso capítulo XXIX de la Historia de Belgrano llamado “El Inca 1816”, ridiculiza una y otra vez al héroe de su propia historia, es decir, a Manuel Belgrano, a quien cuestiona por sus “falsas ideas, fanáticas, abstractas, puramente fantasmagóricas, sin sentido práctico ni siquiera sentido común, incomprensible”. Al gran Mago, la posibilidad de ser gobernado por “las masas ignorantes” o “la semibarbarie campesina” le causa “estupor”. Pero, de pronto, Mitre detiene la sarta de epítetos descalificativos que vierte en cada una de las páginas del capítulo y confiesa su verdadero motivo de preocupación frente a esta idea motorizada por Belgrano: “Instintivamente la capital (Buenos Aires) comprendía que en el fondo de este plan fermentaban odios, rivalidades y preocupaciones contra ella” (Mitre 1887: 18). Más adelante vuelve a las andadas con su sarcasmo sobre el “rey de patas sucias y monarquía en ojotas (…) un rey de burlas, hechura de la irreflexión y el capricho sacado de una choza” (Mitre 1887: 19, 24).
El ataque y menosprecio de Mitre contra Belgrano no deja de ser sospechoso, San Martín en cambio, una vez borrado su origen mestizo, no le causará tantos trastornos. No olvidemos que si bien es el general José María Paz quien en sus Memorias menciona el episodio de la “voz aflautada de Belgrano”, será Mitre quien la introduzca en la Historia Oficial, instalando la imagen afeminada de un hombre que, en todas las batallas que participó, siempre lo hizo junto a sus tropas, y muchas veces delante de ellas, como en Vilcapugio y Ayohuma, desesperado por impedir la derrota. Finalmente, del sarcasmo pasará directamente a la falta de respeto a la investidura del héroe cuya historia escribe, al señalar que “mejor sería que se dejase de escribir y ganase batallas” (Mitre 1887: 24). Cabe preguntarse entonces: ¿para qué don Bartolo escribió sobre Belgrano? ¿No habrá sido para devaluarlo? ¿Habrá sido para que Belgrano, alguien que fue un idealista hasta su último día, ocupara un lugar secundario frente a un militar como San Martín que después de librar sus batallas se diluyó de la escena política? ¿Será por eso que los argentinos aprendimos tan poco y nada sobre la gesta de Bolívar? Finalmente, nuestro gran Mago, como si tuviese una bola de cristal que le permite anticiparse al futuro, nos previene del surgimiento de una suerte de comunismo totalitario encarnado en un rey Inca:
(…) os arrancará vuestros hijos para que sirvan de lacayos, los destinará para su servicio en clase de soldados y para que guarden su persona; los empleará en el trabajo de los campos; os quitará también vuestras hijas para que sirvan a sus objetos personales; os despojará de vuestras propiedades para repartirlas a sus domésticos y favoritos; os recargará de tributos y contribuciones, quitándoos para su capricho vuestros esclavos y ganados, y últimamente vosotros mismos seréis esclavos del monarca (Mitre