La superioridad intelectual, la actividad y la ilustración, que ensanchan los horizontes del porvenir y hacen brotar nuevas fuentes de producción para la humanidad, son los mejores títulos para el dominio de las tierras nuevas. Precisamente al amparo de estos principios, se han quitado éstas a la raza estéril que las ocupaba (IOCC 1881).
El término estéril que utiliza el dictamen de la Comisión Científica lo debemos entender dentro de un contexto productivo, se refiere a que los originarios eran estériles económicamente, ocupaban las tierras sin extraerles la rentabilidad que percibían las bancas europeas. De hecho, en la carta topográfica De la Pampa y de la Línea de Defensa contra los Indios que levanta el ingeniero Melchert previa a la construcción de la Zanja de Alsina, al territorio en manos de “los bárbaros” lo denomina alternativamente “campos no explorados” o “campos estériles”. Los indígenas estaban muy lejos de comprender el movimiento de un siglo que había encumbrado a la máquina de vapor.
El aborigen, por regla general, es invisible y, cuando aparece, es para hacerlo en un estado de animalidad. Todo su accionar está orientado en ese sentido: “Los salvajes que aguardan las noches de luna para caer, cual enjambres de hienas sobre los ganados que pacen en los campos y sobre las indefensas poblaciones” (Sarmiento 1845: 24). También el pensamiento de Adolfo Alsina es bastante convencional. Parte, como casi todos sus contemporáneos, del indio ladrón, y ésa es la piedra basal de su famosa Zanja. Explica que “el indio invade para poder regresar con lo que robó” (Alsina 1877: 67). Eso es todo. Estanislao Zeballos lo supera: “Los indios viven del robo y hacen la guerra al cristiano con crueldad y odio implacables” (Zeballos 1879: 249). Y en su Viaje al País de los araucanos, asegura que estos “arrebatan un nombre a la naturaleza y lo aplican a su familia”. No toman un nombre de la naturaleza, como su esencia es el latrocinio, se lo “arrebatan”. Cuando el coronel Villegas captura al bravo Pincén, sobre quien se tejían mil y una historias, en la prensa aparecen notas como ésta:
Casi todo el mundo afirma que [Pincén] no era ni cacique ni jefe de tribu, sino un jefe de bandidos, que su gente era una reunión de aventureros escapados de los presidios, desertores, asesinos, ladrones, indios escapados de sus tribus para evitar la muerte, cristianos y europeos perdidos, borrados por siempre del registro de la gente (El Mosquito 17/11/1878).
Un siglo después, el profesor de la Escuela Superior de Guerra Juan Carlos Walther repite la esencia del párrafo anterior: “No se podía fiar de la sinceridad del indio, su odio racial heredado desde siglos anteriores lo volvía salvaje y menos predispuesto a aceptar las ventajas de la vida civilizada que le ofrecía el cristiano” (Walther 1970: 353). Incluso, casi al final de su extenso texto La Conquista del desierto, Walther tiene un capítulo llamado “Actividades delictuosas de los salvajes después del año 1879”. La historia escrita por los vencedores considera “actividades delictuosas” a los últimos atisbos de resistencia. El único estímulo que parece impulsar a los caciques es “su afán de robo”, tal como consta en el libro de historia del coronel Alfredo Serres Güiraldes, otro profesor del mismo ámbito militar.
A la espada le sigue la cobertura de la cruz. El salesiano Milanesio, evangelizador itinerante que anda capturando almas de prisioneros, escribe en diciembre de 1881: “Los indios, como en general todos los salvajes, están dominados por dos vicios: el robo y el ocio” (Belza 1981: 89). El Boletín Salesiano de marzo de 1932 tiene la misma opinión de los indios fueginos: “... acogiéndose todos, al amparo de sus toldos para entregarse a un ocio embrutecedor”. Por su parte, el franciscano Marcos donati, cabeza de las misiones de Río IV, cuando Mansilla realiza su mentada Excursión a los indios Ranqueles, asegura que los indios “son perezosos y mucho más, para venir a la explicación de la doctrina” (Farías 1993: 68). Como vemos, la cruz acuerda con la espada. Un siglo después, en un libro de historia argentina, Exequiel Ortega, al tratar la desintegración de las misiones jesuíticas, dice que “por su poca madurez, el indígena no mantuvo los hábitos de trabajo y disciplina inculcados” (Ortega 1970: 50). Otro que integra este breve muestrario es Augusto Cortázar, quien describe al indio como “raptor, lujurioso, inhumano y borracho” (Cortázar 1956: 213).
Por su parte, el frenesí racista de Sarmiento no tiene límites, lo hace olvidar en una página lo que escribe en la anterior y no advierte las contradicciones que plantea en sus citas, por ejemplo menciona a Depons cuando dice: “El indio se distingue de la manera más singular por una naturaleza apática e indiferente (…) su corazón no late ni ante el placer, ni ante la esperanza, sólo es accesible al miedo” (Sarmiento 1882: 35). Olvidando la construcción de ese ser indiferente que acaba de plasmar, más adelante lo acusa de que “el sensualismo y el alcohol les absorben todo el tiempo” (Sarmiento 1882: 50). ¿Es apático o es sensual? Lo único que queda claro es que el indio es culpable de todo y además sobra. No tiene lugar bajo el sol, es invisible. Todas las voces concuerdan con este veredicto. La sensibilidad del indígena no tiene cabida para los hombres y sí para las bestias: “Tienen lástima de dar muerte a una vaca, a pesar de no tenerla para los cristianos; y son capaces de llorar si alguien, con más poder que ellos, danles muerte. ¡Qué extraño es esto! Tener lástima a un animal, llorar por él y no hacer ni la mitad por un semejante” (El Siglo 04/12/1878).
En 1864 se edita un folleto sobre la nueva línea de frontera a construir sobre el Río Negro que comienza con el siguiente prólogo:
¡Los Indios! Espectro aterrador y tremendo para las poblaciones de nuestra populosa campaña. Fantasma sangriento, que, cual buitre insaciable, parece ceñirse tenaz y fatídica alrededor de nuestras fronteras. Plaga voraz, que riega la ruta de su veloz carrera con la sangre y riqueza de nuestros paisanos. ¡Los Indios! Enemigo constante de la civilización, la tranquilidad, riqueza y adelanto de nuestros pueblos (Raone 1969: 583).
También para Olascoaga, secretario de Roca durante su campaña al sur, el indio “es un producto del desierto”. ¿Pero qué tipo de producto? Es una suerte de plaga. Y todos sabemos que a las plagas se las combate y extirpa mediante una limpieza a fondo. Esa idea se abre camino en el imaginario y va a derramarse en infinidad de textos escolares que ya mencionamos en Los indios invisibles... Otro libro de lectura, destinado a los alumnos de 4º grado y editado en 1923 llamado Nuestra Pampa de W. Jaime Molins, reiteradamente utiliza los calificativos de “bandidaje desalmado”, “plaga de