No le fue posible terminar serenamente su discurso, pues, al nombre de Tim Hurlygurly todos los reunidos saltaron de sus asientos.
—¡Traición! —exclamó su majestad el rey Peste I.
—¡Traición! —increpó el pequeño hombre de la gota.
—¡Traición! —gritó la archiduquesa Ana-Peste.
—¡Traición! —masculló el caballero de las mandíbulas atadas.
—¡Traición! —protestó el hombre del ataúd.
—¡Traición! ¡Traición a su Majestad! —vociferó la mujer de la formidable boca mientras cogía por la parte de atrás de sus calzones al desdichado Tarpaulin, que en ese preciso instante se estaba sirviendo licor en un cráneo, y alegremente lo alzaba en el aire y lo sumergía sin mayor ceremonia dentro del gigantesco barril desfondado y repleto de su cerveza favorita. Moviéndose de aquí para allá durante unos instantes, igual que una manzana en un barril de ponche, finalmente se hundió en el torbellino de espuma que sus movimientos habían levantado naturalmente en el líquido que, de por sí, es altamente espumoso.
Pero el gran marinero no vio resignadamente el desacierto de su compañero. Lanzando al rey Peste a través de la trampilla abierta del sótano, el valiente Legs la cerró furiosamente a continuación con un juramento y fue corriendo al centro del salón. Una vez allí, agarró el esqueleto colgado sobre la mesa y lo sujetó con tanta fuerza que logró arrancarlo al tiempo que se apagaban los últimos vestigios de luz, y lo lanzó contra el hombrecillo gotoso partiéndole el cerebro. Y luego, se arrojó con todas sus fuerzas contra la fatal barrica de cerveza del Oktoberfest y de Hugh Tarpaulin, lo volcó en un segundo y lo hizo rodar. De él surgió un río de licor tan rabioso, tan fogoso, tan invasor, que la sala se inundó de pared a pared, mientras la mesa se desmoronaba con todo su contenido, caían los caballetes, el tonel de ponche chocaba contra la chimenea y las damas convulsionaban en terribles ataques de histeria.
Montones de artículos fúnebres se movían de un lado a otro. Los frascos, los cántaros y las gruesas botellas vestidas de junquillo se mezclaban en un enloquecedor revoltillo mientras las garrafas con su faldón de mimbre chocaban desesperadamente contra los toneles reforzados de cuerda. El ser de las angustias quedó ahogado al instante, el caballero paralítico flotaba hacia mar adentro en su ataúd y el triunfante Legs, tomando por el talle a la gorda dama del sudario, se lanzó con ella a la calle, y se encaminó bien derecho en dirección al Free-and-Easy, ciñendo bien el viento y arrastrando al temible Tarpaulin, quien, estornudando tres o cuatro veces, jadeaba y resoplaba detrás de él acompañado de la archiduquesa Ana-Peste.
Sombra
Una parábola
Sí, aunque avanzo por el valle de la Sombra.
Salmo de David, XXIII
Ustedes los que leen aún están entre los vivos, pero yo, quien escribe, hace mucho tiempo habré penetrado en la región de las sombras. De verdad ocurrirán ciertas cosas y se entenderán cosas secretas, y pasarán muchos siglos antes de que otros hombres vean este documento. Y cuando lo hayan visto, existirán quienes no crean en él, y habrá otros que lo pondrán en duda, y unos pocos encontrarán razones para pensar frente a las letras aquí talladas con un carácter de hierro.
El año había sido un año de pavor y de emociones más fuertes que el terror, para las cuales no hay calificativo sobre la tierra. Pues habían sucedido muchos milagros e indicaciones, y muy lejos y en todas partes, en el mar y en la tierra, se abrían las alas negras de la peste. Para todos los versados en la sabiduría estelar, los cielos mostraban una cara siniestra, y para mí, el griego Oinos, entre otros, estaba claro que ya había triunfado la conjunción de aquel año 794, en el cual, a la llegada de Aries, el planeta Júpiter queda en conjunción con el anillo rojo del pavoroso Saturno. Si no me equivoco demasiado, el especial espíritu celeste no solo se manifestaba en el espacio físico de la tierra, sino en las almas, en la fantasía y en las reflexiones de la humanidad.
En una oscura ciudad de nombre Ptolemáis, en un ilustre palacio, una noche nos encontrábamos siete de nosotros frente a los vasos del vino rojo de Chíos. Y no existía otra entrada a nuestra habitación que una gran puerta de bronce, y dicha puerta había sido elaborada por el artesano Corinnos y, por ser de raro valor, se cerraba desde adentro. En el sombrío edificio, negras cortinas aislaban la luna, las brillantes estrellas y las solitarias calles de nuestra visión, y el augurio y la memoria del mal no podían ser obviados. Estábamos cercados por cosas que no puedo explicar de otra manera, eran cosas materiales y espirituales, lo pesado de la atmósfera, el sentimiento de ahogo, de angustia y por encima de todo, ese espantoso estado de la existencia que alcanzan los seres sensibles cuando sus sentidos están afinadamente vivos y despiertos, mientras las facultades permanecen adormecidas. Un peso muerto nos abrumaba. Descendía sobre los cuerpos, los muebles, los vasos en que bebíamos, todo aquello que estaba a nuestro alrededor cedía ante la depresión y se aplastaba, todo, menos el fuego de las siete lámparas de hierro que alumbraban nuestro desenfreno. Se alzaban en altas y finas líneas de luz, seguían ardiendo, leves y serenas y en el espejo que producía su resplandor en la redonda mesa de ébano en la cual nos sentábamos, cada uno observaba la lividez de su propio rostro y el nervioso brillo en las derrotadas miradas de sus compañeros. No obstante, nos reíamos y nos entusiasmábamos a nuestra manera —llena de histeria—, y entonábamos las canciones de Anacreonte —llenas de demencia—, y bebíamos cuantiosamente, aunque el rojo vino nos recordara la sangre. Porque en aquella habitación estaba otro de nosotros en el ser del joven Zoilo. Yacía muerto y amortajado, tumbado cuan largo era, genio y demonio del drama. ¡Él no formaba parte de nuestro júbilo! pero su aspecto alterado por la plaga, y sus ojos, donde la muerte solo había sosegado a medias el ardor de la pestilencia, parecían atender nuestra alegría, como, a lo mejor, los muertos se interesan por la alegría de aquellos que van a morir. Pero aunque yo, Oinos, podía sentir que los ojos del muerto se fijaban en mí, me exigía a no apreciar la amargura de su expresión. Y mientras observaba fijamente las depresiones en el espejo de ébano, cantaba en voz alta y armoniosa las canciones del hijo de Teos.
Sin embargo, mis canciones se fueron silenciando poco a poco y sus ecos, hundiéndose entre las sombrías cortinas de la habitación, se debilitaron hasta tornarse inaudibles y se apagaron del todo. Y entonces, de aquellas tétricas cortinas, donde se hundían los sonidos de la canción, se desprendió una oscura e indeterminada sombra, una sombra como aquella que la luna podría sacar del cuerpo de un hombre cuando está baja, pero esta no era la sombra de un hombre o de un dios, tampoco de ninguna cosa conocida. Y, después de vibrar un instante entre las cortinas de la habitación, quedó finalmente, a plena vista sobre la superficie de la puerta de bronce. Pero la sombra era vaga y amorfa, sin definición, y repito, no era la sombra de un hombre o de un dios, ni un dios de Grecia, ni un dios de Caldea, ni un dios egipcio. Y la sombra se inmovilizó en la entrada de bronce, bajo el arco de la puerta, y sin moverse y sin decir nada, permaneció quieta. Y la puerta donde estaba aquella sombra, si recuerdo bien, se levantaba frente a los pies del amortajado joven Zoilo. Pero nosotros, los siete allí reunidos, al ver cómo la sombra surgía desde las cortinas, no osamos contemplarla de lleno, sino que bajamos nuestros ojos y vimos fijamente las profundidades del espejo de la mesa de ébano. Y finalmente, yo, Oinos, susurrando en voz muy queda, le pregunté a la sombra cuál era su morada y cuál era su nombre. Y ella contestó: “Yo soy SOMBRA, y mi morada está al lado de las cavernas de Ptolemáis, y cerca de las tenebrosas planicies de Clíseo, que rodean el infecto canal de Caronte”.
Y entonces los siete nos alzamos aterrorizados y nos quedamos temblando de pie, agitados y demacrados, porque el timbre de voz de la sombra no era el timbre de un solo ser, sino