—El lenguaje que usted creyó conveniente usar para dirigirse a mí, Mynheer Hermann, es cuestionable en muchos aspectos, y no tengo tiempo ni ganas de aclararlos en detalle. No obstante, señalar que mis juicios no son los que pueden esperarse de un caballero es tan agraviante, que solo me deja espacio para una sola línea de actuación. Igualmente, debo ser gentil con estas personas y con usted, ya que son mis invitados. Tendrá que disculparme si me aparto un poco de lo que es el comportamiento habitual de los caballeros en casos parecidos de ofensa personal. Le pido excusas por el parco esfuerzo de imaginación que le asignaré, le pido que por un segundo considere su reflejo en aquel espejo como si fuera usted mismo en persona. Cuando lo haya hecho, no existirá el menor problema. Lanzaré esta botella de vino a la imagen del espejo, y así, en espíritu, haré lo que debería hacer frente a su insulto, aunque no sea al pie de la letra, evitando de esta forma practicar la violencia contra usted.
Dicho esto, lanzó la botella llena de vino contra el espejo que estaba frente a Hermann. Golpeó con extrema precisión la zona que reflejaba su imagen, y como era de esperar, el cristal se hizo añicos. Todos los allí presentes se levantaron y se marcharon, a excepción mía y del barón. En el momento en que este se retiraba, Ritzner me pidió en voz muy baja que acompañara a Hermann y que le ofreciera mis servicios. Acepté, sin tener muy claro qué pensar de tan grotesco asunto.
El duelista aceptó mi ayuda en su estilo rígido y ultra rebuscado y, agarrando mi brazo, me llevó a su habitación. Se me hizo difícil no reírme en su cara cuando empezó a comentar, con total seriedad, lo que refirió como el carácter “exquisitamente distintivo” de la ofensa recibida. Después de una fastidiosa perorata en su acostumbrado estilo, bajó de la biblioteca una cantidad de libros mohosos sobre el tema del duelo, y estuvo largo rato leyéndome párrafos de su contenido y explicándolos con mucha certeza. Recuerdo el título de algunas de los tomos: la Ordenanza de Felipe el Hermoso sobre el combate personal, el Teatro del honor, de Favyn, y La autorización para los duelos, un tratado escrito por Andiguier. También me mostró con un gran alarde las Memorias de duelos, de Brantome, publicadas con letra de tipo Elzevir, en Colonia en 1666. Era un libro único y valioso, impreso en papel de pergamino, con gruesos márgenes y encuadernado por Deróme. Luego, con un aire de incomprensible astucia, me hizo centrar mi atención en un grueso volumen en octavo, redactado en latín bárbaro por un tal Hedelin, un francés, que tenía el extraño título de Duelli Lex Scripta, et non aliterque. De ese volumen me leyó uno de los capítulos más inusuales respecto a las Injuria per applicationem, per constructionem, et per se, que según me señaló, buena parte de su contenido aplicaba formalmente a su caso “exquisitamente distintivo”, aunque confieso que no llegué a entender ni una sola palabra de todo aquello.
Cuando terminó de leer el capítulo, cerró el libro y me preguntó qué pensaba yo que debía hacerse. Le contesté que confiaba absolutamente en la gran sutileza de sus sentimientos, y que estaría de acuerdo con lo que él propusiera. Mi respuesta lo hizo sentir halagado, y comenzó a escribir una nota para el barón. La cual decía:
Al barón Ritzner Von Jung, 18 de agosto de 18...
Señor:
Mi amigo, el señor P..., le entregará esta comunicación. Me veo en la obligación de pedirle cuanto antes una explicación de lo sucedido esta noche en sus habitaciones. En caso de que usted decline esta solicitud, el señor P... tendrá el gusto de arreglar, junto a la persona que usted señale, los detalles previos a un encuentro.
Con mi más profundo respeto, su humilde servidor,
Johan Hermann
Como no sabía qué otra cosa podía hacer, le entregué a Ritzner la epístola. Cuando se la di hizo una inclinación, y con una expresión muy seria, me señaló que tomara asiento. Después de leer la nota, escribió la siguiente respuesta, que luego le entregué a Hermann:
Al señor Johan Hermann, 18 de agosto de 18...
Señor:
Mediante nuestro común amigo, el señor P..., he recibido su nota de esta noche. Después de reflexionar, reconozco sinceramente lo correcto de la explicación que usted solicita. Habiéndolo reconocido, debido al espíritu exquisitamente distintivo de nuestra poca inteligencia y de la ofensa personal que le infligí, me resulta sumamente complicado expresar lo que tengo que decirle para disculparme de tal manera que sean satisfechas las meticulosas demandas y los variados matices de esta situación. Aún así, confío plenamente en la extrema delicadeza para discriminar, en asuntos relacionados con las normas de la etiqueta, por la cual usted se distingue desde hace mucho tiempo. Por lo que, con la seguridad de ser comprendido, no pronunciaré mis propios sentimientos, sino que tomaré las opiniones de Sieur Hedelin, tal como las escribe en el noveno párrafo del capítulo sobre Injuriae per applicationem, per constructionem, et per se, de su obra Duelli Lex Scripta, et non aliterque. La agudeza de su discernimiento en todos los señalamientos allí tratados serán suficientes, estoy seguro, para convencerlo de que el solo hecho de que yo lo dirija a ese estupendo capítulo, debe satisfacer su solicitud de una explicación en tanto hombre de honor.
Con la expresión de mi más absoluto respeto, su obediente servidor,
Von Jung
Hermann empezó a leer la carta con una expresión áspera, que se fue transformando poco a poco en una sonrisa de la más grotesca vanidad cuando llegó a la mención sobre las Injuriae per applicationem, per constructionem, et per se. Cuando terminó de leer, me solicitó con su más afable sonrisa que tomara asiento, mientras él buscaba el tratado en cuestión. Buscó la página señalada y la leyó en voz baja con mucho detenimiento, cerró el libro y me solicitó, en mi carácter de amigo cercano del barón Von Jung, que lo felicitara por su caballeresca conducta y que le informara que la explicación ofrecida era tan honorable como satisfactoria.
Algo sorprendido por esta reacción, regresé a las habitaciones del barón, quien recibió la amistosa carta de Hermann como si nada. Habló conmigo unos minutos, se dirigió a una habitación interior y regresó trayendo consigo el insigne tratado Duelli Lex Scripta, et non aliterque. Me entregó el volumen y me pidió que leyera una parte de él. Lo hice, pero de nada sirvió pues no logré entender ni una palabra. Entonces él cogió el libro y me leyó un capítulo en voz alta. Cuál no sería mi sorpresa cuando entendí que lo que estaba leyendo era el relato más insensato y espantoso de un duelo entre dos mandriles. Más tarde procedió a explicarme el misterio, señalándome que el ejemplar, al contrario de lo que parecía a primera vista, estaba escrito siguiendo los absurdos versos de Du Bartas, o sea, las palabras se habían colocado diestramente para que mostraran todas las señales exteriores de inteligibilidad y hasta de profundidad, cuando en realidad no tenían ni el más mínimo rastro de sentido. La clave era leer una palabra de cada tres, con lo que se descubría una serie de tontas bromas acerca de un combate realizado en nuestros tiempos.
Luego el barón me comunicó que se las había arreglado para que Hermann conociera la existencia del tratado dos o tres semanas antes de esta broma, que por el tono de su conversación pudo darse cuenta de que lo había leído con suma atención y que creía a pie juntillas que era una obra de singular valor. Basándose en estas señales procedió a actuar. Hermann habría muerto un millón de veces antes de admitir su incapacidad para entender cualquiera de los libros que existen en este planeta acerca del tema del duelo.
Silencio
—Pon atención —dijo el Demonio, apoyando la mano en mi cabeza—. La región de que hablo es una siniestra región en Libia, a orillas del río Zaire. Y allá no hay ni calma ni silencio.
Las aguas del río están teñidas de un color azafranado y enfermizo, y no desembocan en el mar, sino que siempre palpitan bajo el ojo purpúreo del sol,