Primero: Que algunos bromistas de Róterdam tenían una particular antipatía con ciertos astrónomos y algunos burgomaestres.
Segundo: Que un enano de profesión malabarista y con una rara apariencia, a quien le faltaban las orejas ya que se le habían cortado como castigo por algún delito, había desaparecido de su casa en la cercana ciudad de Brujas.
Tercero: Que los periódicos que recubrían por completo el pequeño globo eran periódicos holandeses, así que no podían proceder de la luna. Eran papeles sucios, terriblemente sucios y Gluck, el impresor, hubiera jurado sobre una Biblia que habían sido impresos en Róterdam.
Cuarto: Que el muy miserable borracho de Hans Pfaall y los tres perezosos que él denomina sus acreedores, habían sido vistos en persona no hacía más de dos o tres días en una bar de los alrededores, al regresar de un viaje de ultramar con los bolsillos llenos de dinero.
Finalmente: Que había un sentir general, o que debería haberlo, según el cual el Colegio de Astrónomos de la ciudad de Róterdam, del mismo modo que los demás colegios similares del mundo, no era ni mejor, ni más grande, ni más sabio de lo que hubiera debido ser —y eso para no señalar a los colegios y a los astrónomos en general.
NOTA. Siendo estrictos, existe muy poco parecido entre la tontería que antecede y la muy famosa Historia de la Luna, de Mr. Locke, pero como ambas consisten en artificios (aunque una lo es en broma y la otra lo es en serio), y ambos se refieren a la luna (tratando de parecer loables al usar detalles científicos), el autor de Hans Pfaall considera conveniente señalar en su defensa, que su jeu d’esprit fue publicado en el Southern Literary Messenger tres semanas antes que el de Mr. Locke en el New York Sun. Suponiendo una similitud que tal vez no existe, ciertos periódicos de Nueva York compararon Hans Pfaall con la Historia de la Luna, con el fin de verificar si el autor de un texto también había escrito el otro.
Ya que la Historia de la Luna engañó a muchísimas más personas de las que realmente lo reconocerían, puede ser entretenido señalar cómo nadie debió caer en el engaño, indicando los detalles del relato que hubieran sido suficientes para determinar su auténtico carácter. Por más exquisita que haya sido la imaginación desplegada en esta inteligente ficción, careció de la fuerza que le hubiera dado el fijarse escrupulosamente en hechos y temas análogos. Que los lectores se hayan dejado engañar, aunque solo fuera por breves instantes, solo demuestra la ignorancia absoluta que hay alrededor de los temas astronómicos.
Si redondeamos, la distancia de la tierra a la luna es de 240.000 millas. Para estar seguros de cuánto puede un telescopio acercar en apariencia el satélite o cualquier otro objeto, basta dividir la distancia por su poder magnificador o, para ser más precisos, la capacidad de las lentes de penetrar en el espacio. Mr. Locke piensa que el poder de sus lentes es de 42.000x. Si dividimos las 240.000 millas de distancia a la luna entre esta cifra, resultarán cinco millas y cinco séptimos de distancia aparente. Pero sería imposible observar a ningún animal a esta distancia y mucho menos los detalles precisos narrados en el relato. Mr. Locke afirma que Sir John Herschel logró ver flores, como la Papaver rhoeas, etc., y también distinguir el color y la forma de los ojos de los pajarillos. No obstante, él mismo hace notar, con anterioridad, que el telescopio no permitirá observar objetos cuyo diámetro fuera inferior a dieciocho pulgadas. Pero esto sobrepasa, incluso, la capacidad del supuesto lente. Dicho sea de paso, es de hacer notar que el portentoso telescopio había sido fabricado en la cristalería de los señores Hartley y Grant, en Dumbarton, y que dicho negocio había cerrado sus puertas unos cuantos años previos a la publicación de la broma.
En la página 13, de la edición de folletín, y haciendo mención a un “fleco velludo” sobre los ojos de una especie de bisonte, el autor señala: “La mente sagaz del Dr. Herschel reconoció inmediatamente que se trataba de una forma apropiada para proteger los ojos del animal contra las fuertes variaciones de luces y sombras que afectan regularmente a todos los habitantes de este hemisferio de la luna”. Este comentario no puede preciarse como muy “agudo”. Los habitantes de esta cara de la luna no experimentan la oscuridad, por lo que tampoco sufren las “variaciones” mencionadas. Cuando no hay sol, disfrutan de una luz originaria de la tierra y que equivale a la de trece lunas llenas.
La topografía de la que se habla en el relato, si bien se dice que coincide con la Carta Lunar de Blunt, es completamente diferente a esta y a las otras cartas restantes, inclusive se contradice ordinariamente a veces. La rosa de los vientos también se muestra en enmarañada confusión, pues el autor parece desconocer que en un mapa lunar dicha rosa no coincide con los cuadrantes terrestres, es decir, que el este se encuentra a la izquierda, etc.
Tal vez, burlados por nombres tan imprecisos como Mare Nubium, Mare Tranquillitatis, Mare Foecunditatis, etc., dados por los astrónomos a las zonas en sombra de la luna, Mr. Locke comenzó a detallar océanos y grandes masas de agua en el satélite, siendo que si hay un elemento en el que coinciden todos los astrónomos, es que en la luna no hay la menor presencia de agua. Al estudiar el límite entre la luz y la sombra en la luna creciente, allí donde alguna de esas zonas en sombra se cruza, la línea divisoria se ve quebrada e irregular, situación que no ocurriría si en dichas zonas hubiera agua.
La representación de las alas del hombre-murciélago, en la página 21, es una copia exacta de la que dio Peter Wilkins sobre las alas de sus isleños voladores. Este simple detalle debía ser suficiente para incitar la sospecha.
En la página 23 leemos “¡Qué portentosa influencia debe haber desplegado nuestro globo, trece veces más grande, sobre la luna cuando era una semilla en el regazo del tiempo, el sujeto pasivo de la correspondencia química!” Esto es hermoso, pero cabe indicar que un astrónomo nunca hubiera manifestado tal observación, y menos a una publicación científica, ya que la tierra no es trece, sino cuarenta y nueve veces mayor que la luna. Una réplica parecida puede hacerse en las últimas páginas, donde, como una introducción a ciertas revelaciones sobre Saturno, el reportero procede a dar información acerca del mencionado planeta como si fuera un colegial al ¡Edinburgh Journal of Science!
Además, hay un detalle que debió dar pistas de que se trataba de una ficción. Imaginemos la posibilidad de observar animales en la superficie de la luna, ¿qué cosa llamaría primero la atención de un observador terrestre? ¿Su forma, su tamaño y demás peculiaridades, o su particular posición! Debían lucir como si caminaran con las patas para arriba y la cabeza hacia abajo, como las moscas en el techo. El auténtico observador hubiese lanzado una exclamación de sorpresa instantánea (por más prevenido que se hallara por sus conocimientos previos) ante lo particular de tal posición, mientras que el falso observador ni siquiera menciona el detalle, sino que dice haber visto todo el cuerpo de dichos animales cuando solo puede demostrar que le era posible observar el diámetro de sus cabezas.
Para finalizar, también se hace notar que el tamaño y, particularmente, las capacidades de los hombres-murciélagos, por ejemplo, su capacidad de volar en una atmósfera tan enrarecida, si es que hay atmósfera en la luna, así como las demás las fantasías