Pero no sería la fuerza de las visiones, de los sobresaltos y de los obstáculos de cualquier tipo, la que detendría la huida de aquellos dos hombres que, espontáneamente temerarios y, sobre todo esa misma noche que atiborrados hasta las orejas de coraje y de humming-stuff se habrían arrojado valerosamente, todo lo erguidos que su condición les hubiera permitido, en las mismas garras de la muerte. Adelante, siempre adelante iba el siniestro Legs, haciendo resonar los ecos en ese solemne desierto con gritos similares al espantoso aullido de guerra de los indígenas, y junto a él, siempre a su lado, avanzaba el barrigón Tarpaulin, agarrado de su compañero, mucho más ágil y superando a este último en sus hábiles esfuerzos vocales con mugidos de bajo que surgían de lo más profundo de sus estentóreos pulmones.
Era evidente que habían llegado a la plaza fuerte de la peste. A cada paso o a cada caída, aquella carrera se hacía más espantosa y más infecta, los caminos más angostos y más complicados. De vez en cuando caían rocas y grandes vigas de los techos descalabrados y daban prueba, a través de esas pesadas y funestas caídas, de la asombrosa altura de las casas vecinas. En ocasiones era necesario hacer un poderoso esfuerzo para poder pasar entre los frecuentes montones de escombros, y no era extraño que sus manos se posaran sobre algún esqueleto o penetraran algún amasijo de carnes descompuestas.
Repentinamente, los dos marineros chocaron contra un amplio edificio de apariencia deplorable. De la garganta del delirante Legs brotó un grito más agudo que de costumbre y desde el interior fue respondido por una rápida y continuada explosión de gritos bestiales, diabólicos, casi eran estallidos de risa. Sin sentir miedo de aquellas resonancias que por su naturaleza, en un lugar como aquel y en un momento como ese, hubieran detenido la sangre en corazones irremediablemente incendiados, nuestros dos borrachos se arrojaron contra la puerta con la cabeza gacha, la tumbaron, y se lanzaron en el medio del piso con una oleada de maldiciones.
El lugar en el cual fueron a parar resultó ser el almacén de un negociante de pompas fúnebres. Pero una puertecilla, abierta en un rincón del suelo vecina a la puerta, daba a una serie de bodegas cuyas profundidades, como lo reveló el sonido de las botellas que se rompían, estaban bien surtidas de su acostumbrado contenido. En medio del salón, había una mesa puesta y en medio de la mesa, lo que parecía un inmenso recipiente lleno de ponche, junto a botellas de vinos y licores que rivalizaban con potes, jarras y frascos de cualquier forma y de cualquier especie desparramados sobre la mesa en gran abundancia. Rodeándola, sobre bastidores fúnebres, estaba sentado un grupo de seis personas. Voy a intentar describirlas una por una.
Frente a la puerta de entrada, y un poco más alto que sus compañeros, estaba sentado un personaje quien parecía dirigir la reunión. Era un individuo descarnado de gran tamaño, y Legs se quedó boquiabierto al hallarse frente a alguien más flaco que él. Su cara era muy amarilla como el azafrán, pero ninguna de sus facciones, salvo una sola, eran lo bastantemente notable como para hacer una descripción exclusiva.
Esa característica única era una frente tan anormal y tan horriblemente alta que se podría creer que era como un gorro o un sombrero de carne sobrepuesta a la piel de su cabeza. Su boca quejumbrosa estaba marcada por una expresión de gentileza espectral, y sus ojos, como los de cualquier otra persona sentada a la mesa, resplandecían con ese brillo singular que otorgan los humos de la embriaguez. Este señor estaba cubierto de pies a cabeza con un hábito ricamente bordado de terciopelo de seda negra, que flotaba descuidadamente alrededor de su cuerpo a la manera de una capa española. Su cabeza estaba copiosamente cubierta de esas plumas con las que engalanan los carruajes funerarios y que él movía de un lado al otro con un aire de estudiada afectación. En la mano derecha aguantaba un gran fémur humano, con el que había golpeado, según parecía, a uno de los partícipes de la reunión para solicitarle una canción.
Frente a él, con la espalda hacia la puerta, había una dama cuya magnífica fisonomía no le desmerecía en nada. Si bien era tan alta como el caballero que acabamos de describir, la dama no tenía ningún derecho a quejarse de una extrema delgadez ya que era evidente que estaba en el último estado de la hidropesía y por su apariencia se parecía mucho a la gran barrica de cerveza del Oktoberfest que se hallaba, abierta por arriba, justo a su lado en un rincón de la estancia. Su cara era particularmente redonda, llena y roja, y la misma ausencia de particularidad, que ya mencioné en el caso del caballero anterior, marcaba su fisonomía, es decir, una sola característica de su rostro merecía una descripción especial. El detalle es que el perspicaz Tarpaulin notó de inmediato que la misma observación podía aplicarse a todas las personas allí congregadas, cada uno parecía haber acaparado para sí mismo una característica fisonómica. En la dama en cuestión, lo característico era la boca. Una boca que empezaba en la oreja derecha y que finalizaba en la oreja izquierda, dibujando un terrorífico precipicio de manera tal que sus muy cortos colgantes de oreja se ahogaban a cada momento en la sima. No obstante, era obvio que la dama hacía todos sus esfuerzos para mantener la boca cerrada y darse un aire de dignidad. Su traje consistía en una mortaja recién almidonada y planchada con un cuellito fruncido en muselina de batista.
A su derecha se hallaba sentada una joven y pequeña dama a la que la obesa parecía proteger. La delicada y pequeña criatura delataba en el estremecimiento de sus dedos corroídos, en el tono pálido de sus labios y en la leve mancha héctica que oscurecía su tez, por otra parte ya grisácea, los claros síntomas de una tisis arrebatada. Sin embargo, un cierto aire de distinción, abarcaba toda su persona. Vestía de manera encantadora y del todo desenvuelta una dilatada y preciosa mortaja del lino más fino de las Indias. Sus cabellos caían en forma de bucles sobre su cuello y una hermosa sonrisa adornaba su boca. Pero su nariz, exageradamente larga, afinada, ondulada, flexible e infectada, colgaba mucho más abajo que su labio inferior. Y esa trompa, aunque ella la movía de forma delicada de vez en cuando, desplazándola de derecha a izquierda con su lengua, le daba a su rostro una expresión un tanto confusa.
Al otro lado de la dama obesa, a su izquierda se encontraba sentado un hombre pequeñito y viejo, hinchado, asfixiado y gotoso. Sus mejillas caían sobre sus hombros como dos grandes botas de vino de Oporto. Con los brazos cruzados y una de sus piernas cubierta de vendajes y apoyada sobre la mesa, parecía verse a sí mismo como si él mereciera alguna consideración. Era evidente que sentía mucho orgullo por cada centímetro de su envoltura personal, pero sentía un gozo aún más intenso al captar las miradas por su color tan vistoso. La verdad es que ese traje, sobre todo, no debía haberle costado tanto dinero y era de tal naturaleza que le sentaba muy bien, pues no era más que una de esas fundas de seda ricamente bordadas, que en Inglaterra y también en otros países, cuelgan sobre las casas de las grandes familias ausentes en lugares muy visibles.
A su lado, a la derecha del presidente, estaba sentado un caballero con largas medias blancas y un calzón de algodón. Todo su cuerpo se sacudía de una manera muy risible a causa de un tic nervioso que Tarpaulin llamaba las angustias de la embriaguez. Sus mandíbulas, recientemente afeitadas, estaban fuertemente amarradas con un vendaje de muselina y sus brazos, atados por las muñecas de la misma forma, no le permitían servirse los licores que había en la mesa libremente. En opinión de Legs, una precaución necesaria dada la expresión embrutecida de su rostro de biberón. Sin embargo, un par de orejas sorprendentes, que sin lugar a dudas eran imposibles de disimular, emergían en el espacio y eventualmente se las veía moverse por un espasmo al ritmo los tapones que saltaban de las botellas.
El sexto y último, sentado frente al de rostro de biberón, mostraba un porte especialmente tieso y hablando seriamente, al estar afectado de parálisis, debería sentirse muy poco incómodo dentro de su embarazosa vestimenta. Estaba vestido (traje tal vez único en su género) con un divino ataúd de caoba absolutamente nuevo. La parte alta se levantaba como una tapa y cubría su cabeza como un capuchón, dándole a todo su rostro una fisonomía de interés extraordinario.