Para el descubrimiento óptico entre las estrellas hay un límite verdadero y muy claro, un límite que se percibe solo con mencionarlo. Si todo lo necesario fuera la fundición de grandes lentes, la inventiva humana podría proporcionar todo lo que se le solicitara y tendríamos lentes de cualquier tamaño. Pero lamentablemente, a medida que los lentes aumentan de tamaño, y por consiguiente, de fuerza de penetración, la luz del objeto contemplado disminuye por la difusión de sus rayos. Y en contra de este problema el ingenio humano no ha logrado inventar solución alguna, pues un objeto es contemplado gracias a la luz que de él surge, sea directa o reflejada. De este modo, la única luz “artificial” que podría ser útil a Mr. Locke sería aquella que se proyectara, no sobre el “objeto focal de la visión”, sino sobre el objeto mismo, en este caso, sobre la luna. Fácilmente se ha determinado que cuando la luz que procede de una estrella, se difunde hasta ser tan débil como la luz natural que procede de la totalidad de las estrellas en una noche clara y sin luna, en ese caso la estrella se hace invisible para todo fin práctico.
El telescopio del conde de Rosse, construido en Inglaterra hace poco tiempo, posee un speculum cuya superficie reflejante es de 4.071 pulgadas cuadradas, mientras que el telescopio de Herschel solo tenía uno de 1.811. El tubo metálico del telescopio Ross mide seis pies de diámetro, tiene un espesor de cinco pulgadas y media en los bordes y de cinco en el centro. Alcanza las tres toneladas de peso y su largo focal es de 50 pies.
Hace poco leí un pequeño libro diferente y muy curioso, cuyo título es: L’Homme dans la lune, ou le Voyage chimerique fait au Monde de la Lune, nouvellement découvert par Dominique Gonzales, Advanturier Espagnol, autrement dit le Courier Volant. Mis en notre langue par J. B. D. A. Paris, chez François Piot, pres la Fontaine de Saint Benoist. Et chez J. Goignart, au premier pilier de la grand salle du Palais, proche les Consultations, MDCXLVII 6. 176 páginas.
El autor señala que tradujo el texto inglés de un tal Mr. D’Avisson o ¿Davidson?, aunque en sus afirmaciones existe la más grande ambigüedad: “J’en ai eu —menciona— l’original de monsieur D’Avisson, medecin des mieux versez qui soient aujourd’hui dans la conoissance des Belles Lettres, et surtout de la Philosophie Naturelle. Je lui ai cette obligation entre les autres, de m’avoir non seulement mis en main ce Livre en anglois, mais encore le Manuscrit du Sieur Thomas D’Anan, gentilhomme Eccosois, recommandable pour sa vertu sur la version duquel j’advoue que j’ay tiré le plan de la mienne7”.
Después de algunas insignificantes aventuras que ocupan las primeras treinta páginas, a la manera de Gil Blas, el autor narra que durante un viaje por mar se encontraba enfermo y la tripulación lo abandonó, acompañado por su doméstico negro, en la isla de Santa Helena. Los dos se separan y habitan lo más alejados posible el uno del otro con la finalidad de aumentar la posibilidad de encontrar alimentos. Esto los lleva a amaestrar pájaros para usarlos como palomas mensajeras. Poco a poco les enseñan a cargar pequeños paquetes, cuyo peso van aumentando en forma gradual. Finalmente, se les ocurre unir las fuerzas de un gran número de pájaros, con la intención de que transporten por el aire al autor. Para ello fabrican una máquina de la cual se otorga una minuciosa descripción, acompañada con un aguafuerte. En este último se ve al señor González, con gola rizada y una gran peluca, sentado sobre una barra muy parecida a un palo de escoba, que es arrastrado por una infinidad de cisnes silvestres o gansos atados a la máquina por la cola.
El acontecimiento más importante de la narración del autor obedece a un hecho que el lector desconocerá hasta alcanzar el final del libro. Los tan conocidos gansos no eran naturales de Santa Helena, sino de la luna. Desde tiempos antiguos, tenían la costumbre de emigrar cada año hacia alguna zona de la tierra y como es natural, regresaban meses más tarde a su hogar. En una oportunidad en que el autor necesitó sus servicios para un viaje corto, se vio elevado sorpresivamente por los aires y llegó al satélite en muy corto tiempo.
Cuando está allí, el autor descubre, entre otras cosas, que los selenitas son muy felices, que no tienen leyes, que mueren sin sufrir, que miden entre cinco y diez metros de alto, que viven hasta cinco mil años, que poseen un emperador de nombre Irdonozur, y que pueden saltar hasta 25 metros de alto y que, por estar libres de la influencia de la gravedad, pueden volar con ayuda de ciertos abanicos.
No puedo dejar de dar un ejemplo de la filosofía general del volumen:
“Debo decir —expone el señor González— cómo era el sitio donde me encontraba. Las nubes se hallaban bajo mis pies o, si lo prefieren, se extendían entre mi ser y la tierra. Con relación a las estrellas, como allí no existe la noche, siempre tenían el mismo aspecto, no eran brillantes como siempre, sino pálidas y muy similares a la luna por las mañanas. Solo se observaban unas pocas, aunque —hasta donde pude evaluar— eran diez veces más grandes de lo que lucen desde la tierra. La luna, a la cual le restaban dos días para entrar en su fase llena, era de un sorprendente tamaño.
Tampoco puedo dejar de mencionar que las estrellas solo aparecían del lado del globo con cara a la luna y que, mientras más cerca estaban, eran más grandes. Así mismo, debo informar que, aunque hiciera bueno o mal tiempo, siempre me encontré precisamente entre la tierra y la luna. Dos razones me persuadían de eso: primero, mis aves volaban siempre en línea recta, y segundo, cada vez que se paraban a descansar, éramos atraídos imperceptiblemente junto al globo terrestre. Así que yo reconozco la opinión de Copérnico, quien señala que la tierra nunca deja de girar del este al oeste y no sobre los polos del Equinoccio conocidos comúnmente como los polos del mundo, sino que gira sobre los del Zodíaco, cosa de la cual hablaré con más detalle cuando logre refrescar mi memoria con la astrología que estudié durante mi juventud en Salamanca y la cual he olvidado desde entonces”.
Este libro no deja de alcanzar cierta atención, a pesar de sus errores señalados en itálicas, ya que brinda un inocente ejemplo de las nociones astronómicas más corrientes en su tiempo. Una de ellas exponía que el “poder de gravitación” solo se ampliaba muy poco sobre la superficie del planeta y por eso vemos a nuestro viajero “arrastrado imperceptiblemente junto al globo terrestre”, etc.
Han existido otros “viajes a la luna”, pero no hay otro con más virtudes que el que acabo de mencionar. El de Bergerac es absolutamente majadero. En el tercer volumen de la American Quarterly Review puede leerse una crítica muy detallada de cierta “expedición” de este tipo, crítica en la que es muy difícil reconocer si el autor revela la estupidez del libro o su propia e ilógica ignorancia de la astronomía. Yo olvidé el título de la obra, pero la forma de hacer el viaje es de una concepción aún más atroz que los gansos de nuestro amigo el señor González.
Al excavar la tierra, un aventurero descubrió cierto metal que es fuertemente atraído por la luna, de inmediato fabricó una caja de dicho metal que, una vez libre de sus ataduras en la tierra, lo eleva por los aires y lo traslada directamente hasta el satélite. El Vuelo de Thomas O’Rourke es un jeu d’esprit para nada despreciable, y ha sido traducido al alemán. Thomas, el héroe, en la vida real era el guardián de juego de un par irlandés cuyas extravagancias dieron origen al cuento mencionado. El “vuelo” se realiza en el lomo de un águila, desde Hungry Hill, una montaña altísima en los límites de Bantry Bay.
En estas múltiples publicaciones el fin siempre es la sátira, pues el asunto consiste en describir las costumbres lunares y compararlas con las nuestras. En ninguna de ellas se hace el mínimo esfuerzo para que resulte posible el viaje. En cada caso, los autores se muestran totalmente ignorantes del tema astronómico. En Hans Pfaall, la originalidad de la narración consiste en tratar de darle cierta credibilidad —hasta donde la variable naturaleza del tema lo permite— a través de la aplicación de ciertas teorías científicas a un viaje verdadero entre la tierra y la luna.
El hombre en la luna, o el viaje quimérico hecho al mundo de la luna, recién descubierto por Domingo González, aventurero español, también llamado