Cuando alcancé la mayoría de edad, cierto día mi padre me invitó a entrar en su despacho.
—Hijo mío —me dijo después de sentarnos—. ¿Cuál es el objetivo esencial de tu vida?
—Padre —respondí—, es el estudio de la Nasología.
—Robert, ¿y qué es eso?
—La ciencia de las narices, señor —contesté, algo irritado.
—¿Y podrías decirme qué significa una nariz?
—Querido padre —respondí, considerablemente calmado—, una nariz ha sido definida por unos mil autores diferentes de mil diversas maneras (entonces extraje mi reloj para consultarlo). Como es casi mediodía, tendremos tiempo de nombrarlos a todos antes de la medianoche. Podemos comenzar, pues. Según Bartolinus la nariz es esa protuberancia, ese saliente, esa carnosidad, esa...
—Robert, ¡ya basta! —dijo interrumpiéndome aquel sorprendente caballero—. Me quedo boquiabierto ante la grandeza de tus conocimientos. Me impresionas, palabra de honor (entonces cerró los ojos y se puso la mano en el corazón). ¡Acércate! (y me agarró del brazo). Ya puede considerarse terminada tu educación y es el momento de que te acomodes por tu cuenta. No podrías hacer nada mejor que seguir a tu nariz... así... así... y así... (entonces me lanzó escaleras abajo a patadas). ¡Largo de mi casa, pues, y que Dios te dé su bendición!
Como sentía en mi interior el divino afflatus, supuse este accidente más afortunado que otra cosa y decidí seguir la recomendación paterna. Resolví seguir a mi nariz. Le di un par de tirones y escribí al momento un tratado sobre Nasología.
En toda Fum-Fudge se armó un revuelo.
—¡Magnífico genio! —dijo el Quarterly.
—¡Estupendo fisiólogo! —dijo el New Monthly.
—¡Grandioso escritor! —dijo el Edinburgh.
—¡Gran hombre! —dijo el Blackwood.
—¿Quién podrá ser? —dijo la gran señora Marisabidilla.
—¿Qué podrá ser? —dijo la señora Marisabidilla.
—¿Dónde podrá estar? —dijo la señorita Marisabidilla.
Pero yo no ponía atención a esas personas. Me limité a entrar en el estudio de un pintor.
La duquesa Fulana posaba para su retrato. El marqués Mengano sostenía el perrito de la duquesa. El conde Zutano jugaba con sus tarritos de sales aromáticas y su Alteza Real Perengano se inclinaba sobre el asiento de la duquesa.
Me acerqué al artista y este alzó su nariz.
—¡Oh, qué hermosa! —suspiró su Gracia.
—¡Oh, qué bella! —murmuró el marqués.
—¡Oh, qué repugnante! —refunfuñó el conde.
—¡Oh, qué detestable! —gruño su Alteza Real.
—¿Cuánto quiere usted? —preguntó el artista.
—¡Por su nariz! —exclamó su Gracia.
—Mil libras —contesté, tomando asiento.
—¿Mil libras? —repitió el artista, reflexivo.
—Mil libras —dije.
—¡Sublime! —susurró él, en éxtasis.
—Mil libras —dije.
—¿Usted, la garantiza? —indagó, orientándola de manera que se iluminara.
—La garantizo —contesté, bufando por ella con fuerza.
—¿Y es totalmente original? —preguntó, tocándola ceremonialmente.
—¡Por supuesto! —contesté, retorciéndola.
—¿No se han sacado copias de ella? —volvió a interrogar, estudiándola bajo un microscopio.
—Ninguna —dije, alzándola.
—¡Sorprendente! —exclamó, sorprendido completamente ante la belleza de la maniobra.
—Mil libras —dije yo.
—¿Mil libras? —dijo él.
—Exactamente —dije yo.
—¿Mil libras? —dijo él.
—En efecto —dije yo.
—Las tendrá usted —declaró el artista—. ¡Qué pieza tan perfecta!
Me entregó el dinero de inmediato y comenzó a dibujar mi nariz. Alquilé un apartamento en la calle Jermyn y envié la nonagésima novena edición de mi Nasología a Su Majestad, junto a un retrato de la probóscide. El Príncipe de Gales, pobre libertino intrascendente, me invitó a cenar.
Todos éramos “leones” y recherchés.
Allí estaba un Platonista moderno que refirió a Porfirio, a Yámblico, a Hierocles, a Máximo Tirio, a Plotino, a Proclo y a Siriano.
Estaba un defensor de la perfectibilidad humana. Habló de Turgot, de Price, de Priestley, de Condorcet, de De Staël y del “Estudiante Ambicioso de Mala Salud”.
Estaba Sir Paradoja Positiva. Hizo resaltar que todos los filósofos eran locos y que todos los locos eran filósofos.
Estaba Ético Estético. Habló sobre el fuego, la unidad y los átomos, el alma bipartita y preexistente, sobre la afinidad y la discordia, sobre la inteligencia primitiva y las homeomerías.
Estaba Fricassée del Rocher de Cancale. Habló del Muritón, de la lengua roja, de la ternera a la St. Menehoult, de las coliflores con salsa velouté, de la marinada a la St. Florentin y de las jaleas de naranjas en mosaïques.
Estaba Teología Teólogo. Mencionó a Eusebio y a Arrio, la herejía y el concilio de Nicea, el puseyismo y el consustancialismo, el homousios y el homouioisios.
Estaba Bíbulo O’Barril. Quien describió al Latour y al Markbrünnen, al Mousseux y al Chambertin, al Richbourg y al St. George, al Haubrion, Leonville y Medoc, al Barac y al Preignac, al Grâve y al Sauternes, al Lafitte, al St. Peray. Inclinó la cabeza ante el Clos de Vougeot, y, entrecerrando los ojos, habló de la diferencia que hay entre el jerez y el amontillado.
Estaba el Señor Tintontintino, de Florencia. Declamó sobre Cimabue, Arpino, Carpacio y Argostino, sobre la melancolía de Caravaggio, sobre la amenidad de Albano, sobre los colores de Tiziano, sobre las damas de Rubens y sobre las bufonadas de Jan Steen.
Estaba el Presidente de la Universidad de Fum-Fudge. Señaló su opinión de que la luna se llama Bendis en Tracia, Bubastis en Egipto, Diana en Roma y Artemisa en Grecia.
Había un Gran Turco originario de Estambul. No paraba de pensar que los ángeles eran corceles, gallos y toros; que alguien en el sexto cielo tenía setenta mil cabezas y setenta mil lenguas y que la tierra era sostenida por una vaca color celeste con cientos de cuernos.
Estaba Poligloto Delfino. Nos narró la suerte que habían corrido las ochenta y tres tragedias perdidas de Esquilo, las cincuenta y cuatro oraciones de Iseo, los trescientos noventa y un discursos de Lisias, las cincuenta y cuatro oraciones de Isaías, los ciento ochenta tratados de Teofrasto, los himnos y ditirambos de Píndaro, el octavo libro del tratado de las secciones cónicas de Apolonio y las cuarenta y cinco tragedias de Homero el joven.
Estaban Ferdinando Fitz Feldespato Fósilus. Nos dio cátedra de todo lo concerniente a los fuegos subterráneos y las formaciones terciarias, sobre los aeriformes, los fluidiformes y los solidiformes; sobre el cuarzo y la marga, el esquisto y la turmalina, el yeso y la roca ígnea, talco y cal, blenda y hornablenda; sobre la mica y la piedra pómez, la cianita y la lepidolita; sobre la hematita y la tremolita, el antimonio y