—En ningún instante he buscado ser su confidente —dijo Elinor—, pero usted no me hace sino justicia al imaginar que soy de confiar. Su secreto está a salvo conmigo; pero excúseme si manifiesto alguna perplejidad ante tan innecesaria revelación. Al menos debe haber sentido que el enterarme a mí de ese secreto no lo hacía estar más protegido.
Mientras decía esto, miraba a Lucy con gran intensidad, con la esperanza de descubrir algo en su semblante... quizá la falsedad de la mayor parte de lo que venía diciendo; pero el rostro de Lucy se mantuvo sin pestañear.
—Sentía temor de haberla hecho pensar que me estaba tomando grandes libertades con usted —le dijo— al confesarle todo esto. Es cierto que la conozco desde hace poco, personalmente al menos, pero durante bastante tiempo he sabido de usted y de toda su familia por lo que me han contado; y tan pronto como la conocí, sentí casi como si fuera una antigua amiga. Además, en el caso presente, en verdad pensé que le debía alguna explicación tras haberla interrogado de forma tan pormenorizada sobre la madre de Edward; y por desgracia no tengo a nadie a quien pedir consejo. Anne es la única persona que está enterada de ello, y no posee ningún criterio; en verdad, me hace mucho más mal que bien, porque vivo en la constante zozobra de que traicione mi secreto. No sabe mantener la boca cerrada, como se habrá dado cuenta; y no creo haber sentido jamás tanto miedo como el otro día, cuando sir John mencionó el nombre de Edward, de que fuera a contarlo todo. No puede imaginar cómo sufro con todo esto. Ya me sorprende seguir viva después de lo que he pasado a causa de Edward estos cuatro años. Tanto misterio e incertidumbre, y viéndolo tan poco... a duras penas nos podemos encontrar más de dos veces al año. No sé cómo no tengo totalmente roto el corazón.
En ese instante sacó su pañuelo; pero Elinor no se sentía demasiado misericorde.
—A veces —continuó Lucy tras enjugarse los ojos—, pienso si no sería mejor para nosotros dos terminar con todo el idilio por completo —al decir esto, miraba directamente a su compañera.
—Pero, otras veces, no tengo bastante fuerza de voluntad para ello. No puedo soportar la idea de hacerlo tan desdichado, como sé que lo haría la única mención de algo así. Y también por mi parte..., con el amor que le tengo... no me creo capaz de ello.
—¿Qué me aconsejaría hacer en un caso así, señorita Dashwood? ¿Qué haría usted?
—Perdóneme —replicó Elinor, asustada ante la pregunta—, pero no puedo darle consejo alguno en tales circunstancias. Es su propio juicio el que debe de conducirla.
—Con toda seguridad —continuó Lucy tras unos minutos de pausa por ambas partes—, tarde o temprano su madre tendrá que proporcionarle medios de vida; ¡pero el pobre Edward se siente tan deprimido con todo eso! ¿No le pareció terriblemente desanimado cuando estaba en Barton? Se sentía tan desafortunado cuando se marchó de Longstaple para ir donde ustedes, que temí que lo creyeran muy enfermo.
—¿Venía de donde su tío cuando nos visitó?
—¡Oh, sí! Había estado quince días con nosotros. ¿Creyeron que venía directamente de la ciudad?
—No —respondió Elinor, sufriendo lo indecible a cada nueva circunstancia que respaldaba la veracidad de Lucy—. Recuerdo que nos dijo haber estado quince días con unos amigos cerca de Plymouth.
Recordaba también su propia sorpresa en ese entonces, cuando él no dijo nada más sobre esos amigos y guardó silencio total incluso respecto de sus nombres.
—¿No pensaron que estaba terriblemente deprimido? —repitió Lucy.
—En realidad sí, en especial a la llegada.
—Le rogué que hiciera un esfuerzo, temiendo que ustedes sospecharan lo que pasaba; pero le entristeció tanto no poder estar más de quince días con nosotros, y viéndome tan afectada... ¡Pobre hombre! Temo le ocurra lo mismo ahora, pues sus cartas revelan un estado de ánimo tan desventurado. Supe de él justo antes de salir de Exeter —dijo, sacando de su bolsillo una carta y mostrándole la dirección a Elinor sin mayores cumplidos—. Usted conoce su letra, me imagino; una letra preciosa; pero no está tan bien hecha como acostumbra. Estaba agotado, supongo, porque había llenado la hoja al máximo escribiéndome.
Elinor vio que sí era su letra, y no pudo seguir dudando. El retrato, se había permitido creer, podía haber sido conseguido de manera fortuita; podía no haber sido regalo de Edward; pero una correspondencia epistolar entre ellos solo podía existir dado un compromiso real; nada sino eso podía autorizarla. Durante algunos instantes se vio casi vencida... el alma se le fue a los pies y apenas podía mantenerse en pie; pero era totalmente necesario sobreponerse, y luchó con tanta decisión contra la pena de su espíritu que el éxito fue rápido y, por el momento, total.
—Escribirnos —dijo Lucy, devolviendo la carta a su bolsillo— es nuestro único alivio durante estas prolongadas separaciones. Sí, yo tengo otro en su retrato; pero el pobre Edward ni siquiera tiene eso. Si al menos tuviera mi retrato, dice que le sería más fácil. La última vez que estuvo en Longstaple le di un mechón de mis cabellos engarzado en un anillo, y eso le ha servido de algún alivio, dice, pero no es lo mismo que un retrato. ¿Quizá le notó ese anillo cuando lo vio?
—Sí lo noté —dijo Elinor, con una voz serena tras la cual se escondía una agitación y una pena mayores de cuanto hubiera sentido antes. Se sentía mortificada, turbada, confundida.
Por fortuna para ella habían llegado ya a su tea, y la conversación no pudo seguir. Tras permanecer con ellas unos minutos, las señoritas Steele volvieron a la finca y Elinor quedó en libertad para pensar y sentirse desgraciada.
Capítulo XXIII
Por pequeña que fuese la confianza de Elinor en la veracidad de Lucy, le era imposible, pensándolo con seriedad, sospechar de ella en aquellas circunstancias, donde difícilmente algo podía inducir a inventar mentiras como las expuestas. Frente a lo que Lucy afirmaba ser verdad, por tanto, Elinor no podría, no se atrevía a seguir dudando, respaldado como estaba de manera tan absoluta por tantas probabilidades y pruebas, e impugnado tan solo por sus propios anhelos. El haber tenido la oportunidad de conocerse en casa del señor Pratt era la base para el resto, una base a la vez indiscutible y alarmante; y la visita de Edward a algún lugar cercano a Plymouth, su tristeza, su insatisfacción con las perspectivas que se le presentaban, el conocimiento íntimo que mostraban las señoritas Steele respecto de Norland y de sus relaciones familiares, que con frecuencia la habían sorprendido; el retrato, la carta, el anillo, sumados constituían un conjunto de pruebas tan sólido que anulaba todo temor a condenar a Edward injustamente y ratificaba como un hecho que ninguna parcialidad por él podía pasar por alto, su falta de ética hacia ella. Su resentimiento ante tal conducta, su indignación por haber sido víctima de él, durante un breve lapso la hicieron centrarse solo en sus propios sentimientos; pero pronto se abrieron paso otros pensamientos, otras consideraciones. ¿La había estado engañando Edward a propósito? ¿Había fingido un afecto por ella que no sentía? ¿Era su compromiso con Lucy un compromiso de corazón? No; sin importar lo que alguna vez pudo haber sido, no podía creer tal cosa entonces. El afecto de Edward le pertenecía a ella. No podía engañarse en eso. Su madre, sus hermanas, Fanny, todos se habían dado cuenta del interés que él había mostrado por ella en Norland; no era una ilusión de su propia fantasía. Con certeza, él la amaba. ¡Cómo sosegó su corazón este convencimiento! ¡Cuántas cosas más la tentaba a perdonar! Él había sido culpable, grandemente culpable de permanecer en Norland tras haber sentido por primera vez que la influencia que ella tenía sobre él era mayor que la debida. En eso, no se lo podía defender; pero si él la había herido, ¡cuánto más se había herido a sí mismo! Si el caso de ella era digno de lástima, el de él era sin esperanza. Si durante un tiempo la imprudencia de él la había hecho desgraciada, a él parecía haberlo privado de toda posibilidad de ser de otra forma. A la larga, ella podría reconquistar el sosiego; pero él, ¿en qué podía