—Su señoría tendrá la bondad de excusarme... usted sabe que no me gustan los naipes. Iré al piano; no lo he tocado desde que lo afinaron.
Y sin más ceremonia, se alejó hacia el instrumento.
Lady Middleton pareció estar agradeciendo al cielo por no haber hecho jamás ella una observación tan poco amable.
—Usted sabe, señora, que Marianne nunca se puede mantener demasiado tiempo alejada de ese instrumento —dijo Elinor, esforzándose en moderar la ofensa—; y no me extraña, porque es el piano mejor templado que me haya tocado escuchar.
Las cinco restantes se disponían ahora a repartir las cartas.
—Quizá —continuó Elinor—, si yo no participara en el juego, podría ser de alguna utilidad a la señorita Lucy, enrollando los papeles para ella; y queda todavía tanto por hacer con la canastilla que, estoy viendo, va a ser imposible que con su solo trabajo pueda finalizarla esta noche. Me encantará ese trabajo, si ella me permite tomar parte en él.
—Desde luego que estaré muy agradecida de su ayuda —exclamó Lucy—, pues me he dado cuenta de que todavía falta por hacer más de lo que pensé. Y sería algo terrible desilusionar a la querida Annamaría después de todo.
—¡Oh! Eso sería horroroso, ciertamente —dijo la señorita Steele—. Pobre corazoncito, ¡cómo la adoro!
—Es usted muy amable —le dijo lady Middleton a Elinor—; y como de verdad le gusta el trabajo, quizás igual prefiera no incorporarse al juego sino hasta otra partida, ¿o quiere hacerlo ahora?
Elinor aprovechó gustosamente el primer ofrecimiento, y así, con un poco de ese buen trato al que Marianne nunca podía transigir, al mismo tiempo logró su propio objetivo y complació a lady Middleton. Lucy le hizo lugar con celeridad, y las dos buenas rivales se sentaron así lado a lado en la misma mesa, y con la máxima armonía se empeñaron en llevar adelante la misma tarea. El piano, frente al cual Marianne, absorta en su música y en sus pensamientos, había olvidado la presencia de otras personas en el cuarto, por suerte estaba tan cerca de ellas que la señorita Dashwood juzgó que, protegida por su sonido, podía plantear el tema que le interesaba sin peligro de ser escuchada en la mesa de juego.
Capítulo XXIV
En un tono firme, aunque precavido, Elinor comenzó así:
—No sería merecedora de la confidencia de que me ha hecho depositaria si no deseara prolongarla, o no sintiera mayor curiosidad sobre ese tema. No me disculparé, entonces, por traerlo nuevamente a conversación.
—Gracias —exclamó Lucy calurosamente— por romper el hielo; con ello me ha tranquilizado el corazón, pues temía haberla molestado de alguna manera con lo que le dije el lunes.
—¡Molestarme! ¿Cómo pudo pensar tal cosa? Créame —y Elinor habló con total franqueza—, nada podría estar más ajeno a mi voluntad que producirle tal idea. ¿Acaso pudo haber una causa tras su confianza que no fuera honrada y halagadora para mí?
—Y, sin embargo, le aseguro —replicó Lucy, sus ojillos agudos cargados de picardía—, me pareció percibir una frialdad y disgusto en su trato que me hizo sentir muy incómoda. Estaba segura de que se habría disgustado conmigo; y desde entonces me he reprochado por haberme tomado la libertad de preocuparla con mis problemas. Pero me alegra enormemente descubrir que era solo mi imaginación, y que, usted no me culpa por ello. Si supiera qué gran bálsamo, qué consuelo para mi corazón fue hablarle de aquello en que siempre, cada instante de mi vida, estoy pensando, estoy segura de que su lástima le haría pasar por alto el resto.
—Desde luego me es fácil pensar que fue un gran consuelo para usted contarme lo que le ocurre, y puede estar segura de que jamás tendrá motivos para arrepentirse de ello. Su caso es muy desafortunado; la veo rodeada de obstáculos, y tendrán necesidad de todo el afecto que mutuamente se profesen para poder resistirlas. El señor Ferrars, según creo, depende totalmente de su madre.
—Solo posee dos mil libras de su propiedad; sería un disparate casarse sobre esa base, aunque por mi parte podría renunciar a toda otra perspectiva sin un lamento. He estado siempre acostumbrada a un ingreso muy pequeño, y por él podría luchar contra cualquier miseria; pero lo amo demasiado para ser el instrumento egoísta a través del cual, quizá, se le robe todo lo que su madre le podría dar si se casara a gusto de ella. Debemos aguardar, puede ser por muchos años. Con casi cualquier otro hombre en el mundo sería una temible perspectiva; pero sé que nada puede despojarme del cariño y fidelidad de Edward.
—Tal convicción debe ser todo para usted; y sin duda él se sostiene apoyado en idéntica confianza en los sentimientos que usted le muestra. Si hubiera flaqueado la fuerza de su mutuo afecto, como tantas veces ocurriría con tanta gente en tantas circunstancias a lo largo de un compromiso de cuatro años, su situación sería sin duda espantosa.
Lucy levantó la vista; pero Elinor tuvo cuidado de que su cara no revelara ninguna expresión que pudiera dar un cariz sospechoso a sus palabras.
—El amor de Edward —dijo Lucy— ya ha sido puesto a prueba por nuestra larga, larga separación desde nuestro compromiso, y él ha resistido tan bien sus avatares que sería imperdonable de mi parte si ahora lo pusiera en duda. Puedo decir sin riesgo de equivocarme que nunca, desde el primer día, me ha dado un momento de alarma en este sentido.
A duras penas Elinor no sabía si sonreír o lamentarse ante tal afirmación.
Lucy continuó:
—Por naturaleza, también soy de temperamento algo celoso, y debido a la diferencia de nuestras situaciones, considerando que él conoce tanto más el mundo que yo, y por nuestra constante separación, tenía bastante inclinación a la sospecha, lo que me habría permitido descubrir rápidamente la verdad si hubiera habido el menor cambio en su conducta hacia mí cuando nos encontrábamos, o cualquier decaimiento de ánimo para el cual no tuviese explicación, o si hubiera hablado más de una dama que de otra, o pareciera en cualquier aspecto menos feliz en Longstaple de lo que acostumbraba estar. No es mi propósito decir que soy muy observadora o perspicaz en general, pero en un caso así estoy segura de que no podrían engañarme.
“Todo esto”, pensó Elinor, “suena muy bonito, pero no nos puede embaucar a ninguna de las dos”.
—Pero —dijo después de una breve pausa—, ¿qué planes tiene? ¿O no tiene ninguno, sino aguardar que la señora Ferrars se muera, lo que es una medida tan drástica, terrible y triste? ¿Es que su hijo está decidido a someterse a esto, y a todo el aburrimiento de los muchos años de espera en que puede involucrarla a usted, antes que correr el riesgo de disgustar a su madre durante algún tiempo admitiendo la verdad?
—¡Si pudiéramos estar seguros de que sería solo durante un tiempo! Pero la señora Ferrars es una mujer muy terca y orgullosa, y sería muy probable que, en su primer ataque de ira al escucharlo, legara todo a Robert; y esa posibilidad, pensando en el bien de Edward, ahuyenta en mí toda tentación de incurrir en medidas precipitadas.
—Y también por su propio bien, o está llevando su desinterés más allá de todo lo juicioso.
Lucy miró nuevamente a Elinor, y calló.
—¿Conoce al señor Robert Ferrars? —le preguntó Elinor.
—En absoluto... jamás lo he visto; pero me lo imagino muy distinto a su hermano: tonto y un gran farsante.
—¡Un gran fanfarrón! —repitió la señorita Steele, que había alcanzado a escuchar estas palabras durante una repentina pausa en la música de Marianne—. ¡Ah! Me parece que están hablando de sus galanes favoritos.
—No, hermana —exclamó Lucy—, te equivocas totalmente, nuestros galanes favoritos no son grandes fanfarrones.
—Doy fe de que el de la señorita Dashwood no lo es —dijo la señora Jennings riendo con ganas—; es uno de los jóvenes más sencillos, de más lindos