—¡Estoy contento de verlas! —dijo, sentándose entre Elinor y Marianne— porque el día está tan feo que temía que no vinieran, lo que habría sido espantoso, ya que mañana marchamos de aquí. Tenemos que irnos, ya saben, porque los Weston llegan a nuestra casa la próxima semana. Nuestra venida aquí fue algo muy súbito y yo no tenía idea de que lo haríamos hasta que el carruaje iba llegando a la puerta, y entonces el señor Palmer me preguntó si iría con él a Barton. ¡Es tan gracioso! ¡Nunca me dice nada! Siento tanto que no podamos permanecer más tiempo; pero espero que muy pronto nos encontremos otra vez en la ciudad.
Elinor y Marianne se vieron precisadas a frenar tales expectativas.
—¡Que no van a ir a la ciudad! —exclamó la señora Palmer con una sonrisa—. Me desilusionará extraordinariamente si no lo hacen. Podría conseguirles la casa más bonita del mundo junto a la nuestra, en Hanover Square. Tienen que ir, de todas maneras. Créanme que me sentiré feliz de acompañarlas en cualquier instante hasta que esté por dar a luz, si a la señora Dashwood no le gusta concurrir lugares públicos.
Le agradecieron, pero se vieron obligadas a resistir sus peticiones.
—¡Ay, mi amor! —exclamó la señora Palmer dirigiéndose a su esposo, que acababa de entrar en la habitación—. Tienes que ayudarme a convencer a las señoritas Dashwood para que vayan a la ciudad este invierno.
Su amor no le contestó; y tras inclinarse suavemente ante las damas, comenzó a lamentarse del clima.
—¡Qué espantoso es todo esto! —dijo—. Un clima así hace despreciable todo y a todo el mundo. Con la lluvia, el tedio invade todo, tanto bajo techo como al aire libre. Hace que uno deteste a todos sus conocidos. ¿Qué diablos pretende sir John no teniendo una sala de billar en esta casa? ¡Qué pocos saben lo que son las comodidades! Sir John es tan necio como el clima.
No pasó mucho tiempo antes de que llegara el resto de la concurrencia.
—Temo, señorita Marianne —dijo sir John—, que no haya podido realizar su habitual caminata hasta Allenham hoy día.
Marianne puso una cara muy seria, y no respondió.
—Ah, no disimule tanto con nosotros —dijo la señora Palmer—, porque le aseguro que sabemos todo al respecto; y admiro mucho su gusto, pues pienso que él es extremadamente gentil. Sabe usted, no vivimos a mucha distancia de él en el campo; me atrevería a decir que a no más de diez millas.
—Mucho más, cerca de treinta —manifestó su esposo.
—¡Ah, bueno! No hay mucha diferencia. Nunca he estado en la casa de él, pero dicen que es un lugar preciso, muy hermoso.
—Uno de los lugares más horribles que he visto en mi vida —dijo el señor Palmer.
Marianne se mantuvo en perfecto silencio, aunque su cara traicionaba su interés en lo que hablaban.
—¿Es muy feo? —continuó la señora Palmer—. Entonces supongo que debe ser otro lugar el que es tan bonito.
Cuando se sentaron a la mesa, sir John observó con tristeza que entre todos llegaban únicamente a ocho.
—Querida —le dijo a su esposa—, es muy penoso que seamos tan pocos. ¿Por qué no invitaste a los Gilbert a cenar con nosotros hoy?
—¿No le dije, sir John, cuando me lo recordó antes, que era imposible? La última vez fueron ellos los que vinieron aquí.
—Usted y yo, sir John —dijo la señora Jennings— no nos andaríamos con tantas ceremonias.
—Entonces sería muy descortés —exclamó el señor Palmer.
—Mi amor, contradices a todo el mundo —dijo su esposa, con su risa de siempre—. ¿Sabes que eres bastante maleducado?
—No sabía que lo fuera al llamárselo a tu madre.
—Ya, ya, puede tratarme todo lo mal que quiera —exclamó con su tradicional buen humor la señora Jennings—. Me ha sacado a Charlotte de encima, y no puede devolverla. Así es que ahora se desquita conmigo.
Charlotte se rio con gran frenesí al pensar que su esposo no podía librarse de ella, y alegremente dijo que no le importaba cuán irascible fuera él hacia ella, igual debían vivir juntos. Nadie podía tener tan absoluto buen carácter o estar tan decidido a ser feliz como la señora Palmer. La estudiada indiferencia, insolencia y contrariedad de su esposo no la alteraban; y cuando él se enfadaba con ella o la trataba mal, parecía enormemente divertida.
—¡El señor Palmer es tan chistoso! —le susurró a Elinor—. Siempre está de mal humor.
Tras observarlo durante un breve tiempo, Elinor no estaba tan dispuesta a darle a él crédito por ser tan genuina y naturalmente de mal talante y mal educado como deseaba aparecer. Puede que su carácter se hubiera agriado algo al descubrir, como tantos otros de su sexo, que por un inexplicable prejuicio en favor de la belleza, se encontraba casado con una mujer muy tonta; pero ella sabía que esta clase de desliz era demasiado común para que un hombre sensato se sintiera afectado por mucho tiempo. Más bien era un deseo de distinción, creía, lo que lo inducía a ser tan displicente con todo el mundo y a su generalizado despecho por todo lo que se le ponía por delante. Era el deseo de parecer superior a los demás. El motivo era demasiado corriente para que causara asombro; pero los medios, aunque tuvieran éxito en establecer su superioridad en mala educación, no parecían idóneos para ganarle la estima de nadie que no fuera su mujer.
—¡Ah! Mi querida señorita Dashwood —le dijo la señora Palmer poco después—, tengo un favor tan grande que pedirles, a usted y a su hermana. ¿Irían a Cleveland a pasar un tiempo estas Navidades? Por favor, acepten, y vayan mientras los Weston están con nosotros. ¡No pueden imaginar lo feliz que me harán! Mi amor —dijo, dirigiéndose a su marido—, ¿no te encantaría recibir a las señoritas Dashwood en Cleveland?
—Por supuesto —respondió él con tono de desprecio—, fue mi única intención al venir a Devonshire.
—Ahí tienen —dijo su esposa—, ya ven que el señor Palmer las espera; así que no pueden negarse.
Las dos, Elinor y Marianne, declinaron la invitación de manera clara y contundente.
—Pero no, deben ir y van a ir. Estoy segura de que les gustará por encima de todas las cosas. Los Weston estarán con nosotros, y será sumamente agradable. No pueden imaginarse la delicia de lugar que es Cleveland; y lo pasamos tan bien ahora, porque el señor Palmer está todo el tiempo recorriendo la región en la campaña electoral; y vienen a cenar con nosotros muchas personas a las que nunca he visto antes, lo que es totalmente encantador. Pero, ¡pobre!, es muy pesado para él, porque tiene que hacerse simpático a todo el mundo.
A duras penas pudo Elinor mantenerse seria mientras estaba de acuerdo en la dificultad de tal empeño.
—¡Qué delicia será —dijo Charlotte— cuando él esté en el Parlamento! ¿Verdad? ¡Cómo me voy a reír! Será tan cómico ver que sus cartas le llegan dirigidas con las iniciales M.P.4 Pero, saben, dice que nunca enviará mis cartas con las franquicias que él tendrá por ser parlamentario. Ha dicho que no lo hará, ¿no es verdad, señor Palmer?
El señor Palmer no hizo ni caso.
—Él no soporta escribir —continuó—, dice que es horrible.
—No —dijo él—, nunca he dicho algo tan fuera de sentido. No me hagas cargar a mí con todos los agravios que le haces tú al lenguaje.
—Mírenlo, vean qué divertido es. ¡Siempre es así! En ocasiones pasa la mitad del día sin hablarme, y después sale con algo tan divertido... y por cualquier cosa que se le ocurra.
Al volver a la sala, la señora Palmer sorprendió a Elinor al preguntarle si su esposo no le agradaba extraordinariamente.
—Desde luego —respondió Elinor—,