Mejor cambiar de asunto.
—Entonces, ¿será a él a quien deba informar?
Dios mío… ¿habría percibido su desaprobación en el tono?
—Me informará a mí —replicó, clavándole su mirada de pantera—. En cuestiones de orden menor, los niños dependerán totalmente de usted. Será usted quien decida sobre sus necesidades y cuidados, y el resto del servicio no interferirá en sus decisiones.
Anna lo miró con los ojos abiertos de par en par, y la expresión de él se volvió severa.
—Si no se siente capacitada para llevar a cabo la tarea dígamelo ahora, señorita Hill.
Aún podía perder el puesto, y respiró hondo.
—Estoy perfectamente capacitada para la tarea, milord, pero me gustaría saber hasta dónde alcanza mi responsabilidad.
Su mirada parecía retenerla cautiva, una mirada que de pronto se llenó de tristeza.
—Proporciónele a mis hijos lo que necesiten para ser felices.
Por un momento tuvo la impresión de que aquel hombre había perdido la máscara que llevaba y su agonía había quedado al descubierto, y aquella imagen la impresionó todavía más que la de la pantera al acecho.
—Haré cuanto esté en mi mano.
—Entonces hemos terminado, señorita Hill. Le haré saber cuándo saldremos hacia Brentmore.
Y salió de la estancia.
Ella le dedicó una breve reverencia, pero él no la vio. Un instante después entró el mayordomo para acompañarla a la puerta.
Estaba a punto de cruzar el umbral cuando la voz del marqués la detuvo.
—No se vaya.
Estaba en la escalera y desde allí la miraba.
La ansiedad volvió a hacer presa en ella. ¿Y si había cambiado de opinión?
—Está lloviendo —se explicó.
No solo llovía, sino que el agua caía a raudales.
—No me preocupa mojarme —le aseguró.
—Estará empapada en cuestión de segundos.
Bajó la escalera y se dirigió a ella.
—No importa.
—Haré que la lleven en coche a casa —declaró, haciendo un gesto hacia la puerta.
Ella se llevó una mano al cuello.
—No quiero causarle tantas molestias. Con que me presten un paraguas bastará.
—Con este aguacero un paraguas resulta totalmente inútil —dejó transcurrir unos segundos antes de volver a hablar—. Además yo también he de salir.
El mayordomo no pudo disimular su sorpresa, lo que le valió una severa mirada del marqués.
—Espere un momento —le dijo a Anna—. La dejaré en su casa.
¿Subir con él en su coche? ¿Entrar en la jaula de la pantera? Pero no podía negarse. Es más: prácticamente se lo había impuesto él.
Volvió a hacer una reverencia.
—Gracias, señor. Es usted muy amable.
—¿Hago pasar a la señorita al salón, milord? —preguntó el mayordomo, cerrando la puerta.
—Sí, Davies.
Lord Brentmore volvió a subir las escaleras.
—Bien, señor.
El mayordomo la condujo a un salón amueblado con gusto. Los sofás tapizados en tejido de brocado, el cristal y la porcelana daban cuenta de la opulencia de la casa. En una pared había un enorme retrato de familia de la generación anterior. ¿Un Gainsborough, quizá? Lo parecía. Charlotte y ella habían visto grabados de algunos retratos pintados por él.
El fuego estaba encendido en la chimenea, con lo que el fresco de aquella mañana de principios de primavera quedaba amortiguado.
—Siéntese, por favor, señorita Hill —le ofreció el mayordomo.
Se acomodó en una silla junto al fuego y el tic tac del reloj de la chimenea entretuvo la espera.
Veinte minutos después, Brent fue informado de que el carruaje esperaba fuera, y tras ponerse el abrigo y el sombrero le pidió a Davies que avisara a la señorita Hill.
Estaba poniéndose los guantes cuando Davies salió con ella al vestíbulo. En la puerta los esperaban dos lacayos con sendos paraguas, y uno de ellos la ayudó a subir.
Cuando Brent montó, se encontró con que la señorita Hill había ocupado el asiento contrario a la marcha así que no le quedó más remedio que sentarse frente a ella.
Su postura con la espalda erguida y las manos en el regazo estaba llena de gracia.
El coche echó a andar.
Sabía que esperaría de él que entretuviera la marcha con una conversación educada y banal, pero en un espacio tan íntimo no podía estar seguro de qué se escaparía de sus labios.
Al final fue ella quien habló.
—Es usted muy amable, señor. Estoy segura de que se ha desviado de su camino por mi culpa.
La casa de lord Lawton estaba en Mount Street, apenas kilómetro y medio de Cavendish Square.
Mientras el coche cubría esa distancia ella se entretuvo en mirar por la ventana, aunque de vez en cuando lo mirase también a él. Por su parte, él no fue capaz de apartar la mirada de ella por mucho que lo intentara, y cada vez que sus ojos se encontraban Anna sonreía educadamente. Sentía vivos deseos de volver a ver su auténtica sonrisa, la que se le había escapado al saber que iba a contratarla.
El coche llegó a Mount Street y se detuvo ante la puerta de los Lawton. Uno de los lacayos del marqués bajó las escaleras y abrió la puerta con el paraguas preparado para guarecerla.
Ya en la acera, Anna se volvió para dirigirse a Brent.
—Gracias una vez más, milord. Esperaré a recibir noticias suyas en cuanto a la partida para Essex.
Él asintió.
—Me ocuparé de que le lleguen lo antes posible.
—Estaré preparada —volvió a sonreír, y un atisbo de sol brilló en su gesto—. Que tenga un buen día, señor.
Se quedó viendo cómo el lacayo la acompañaba hasta la puerta. Aun presurosa como iba bajo el aguacero, resultaba una imagen fascinante de la que no pudo apartar la mirada hasta que la vio desaparecer tras las puertas.
Menos mal que en cuestión de días aquella mujer estaría camino de Brentmore.
El cochero llamó con los nudillos a la portezuela que comunicaba con la cabina, y Brent se inclinó hacia delante para abrirla.
—¿Adónde vamos, señor?
—A casa.
—¿A casa?
El cochero debía estar pensando que había perdido la sesera. Y no le faltaba razón.
Había sacado el coche, movilizado cochero, lacayos y caballos bajo aquel aguacero impenitente para llevar a una institutriz a su casa de la que distaban poco más de mil metros.
—A casa —repitió, y se recostó contra el respaldo del asiento.
Anna vio alejarse el coche