—Por eso necesito volver a Londres —murmuró él.
Anna se obligó a respirar hondo y a volver a mirarle a los ojos.
—No, milord. Debemos anteponer las necesidades de sus hijos frente a todo lo demás y comportarnos como es debido.
Su expresión reflejó dolor.
—Quiero quedarme. Quiero enmendar el daño del pasado y darles a mis hijos la vida que se merecen, pero…
—Entonces debe quedarse con ellos. Usted es perfectamente capaz de ejercer el control necesario sobre… sobre lo otro.
Él y ella, pensó.
—Tiene usted razón, señorita Hill. Me temo que suele tenerla —apretó los dientes—. Le prometo que un comportamiento tan impropio no volverá a repetirse. No haré nada que pueda suponer un escándalo para usted o para esta casa.
—Entonces, ¿se queda?
—Me quedo.
Dos semanas habían pasado ya desde su última conversación privada y lord Brentmore pasaba parte del día en compañía de sus hijos. Empezaba desayunando con ellos. Los montaba en su caballo. Incluso los ayudaba a cuidar de los guisantes y los rabanitos. Nunca les pedía nada. Nunca les alzaba la voz.
La estima en que lo tenía Anna creció, lo cual contribuía a que estar en su presencia le resultara cada vez más difícil. Afortunadamente no habían vuelto a estar solos más que unos segundos. Los niños, el servicio u otros trabajadores de la casa estaban siempre presentes o cerca. Pero lo que pasó entre ellos aquella noche no había desaparecido. Sus sentidos se ponían en alerta cada vez que él estaba cerca, y en más de una ocasión se descubría mirándolo. Y él a ella. Si sus miradas se cruzaban, enrojecía. Sabía que estaba respondiendo ante ella como un hombre responde ante una mujer. Todo en él la cautivaba. Su modo de montar, su voz profunda, su risa escasa.
Las noches eran lo peor. El marqués se había trasladado a una habitación cercana a la de los niños para poder estar más a mano si Cal volvía a tener alguna pesadilla, pero ese traslado significaba que también quedaba más cerca de la alcoba donde dormía Anna, o donde pretendía dormir. Todas las noches daba vueltas y más vueltas en la cama recordando cómo se había sentido entre sus brazos, o cómo era el contacto de sus labios.
La consideración en que lo tenía creció todavía más cuando el marqués dio otro paso aún más atrevido: se deshizo de todos los recordatorios visibles de su esposa.
El retrato de la marquesa fue embalado y subido al ático. Su increíble caballo blanco fue vendido. Sus pertenencias se retiraron del dormitorio y fueron guardadas, y la mayoría de su ropa se regaló.
Y lo más sorprendente de todo fue que se deshiciera del señor y la señora Tippen. Los indemnizó y los envió lejos, seguramente a la casa de la marquesa de donde provenían. La hermana del jardinero, la señora Willis, que ya había sido doncella en Brentmore, ocupó el puesto de ama de llaves y Wyatt, el lacayo, fue ascendido al puesto de mayordomo.
Un número sorprendente de cambios en tan poco tiempo.
Pero había algo que seguía inamovible: lord Cal continuaba sin hablar. A veces sonreía, eso sí, y abundaban más sus asentimientos de cabeza o sus gestos con las manos. Anna estaba muy animada.
Lord Brentmore ya no cenaba con los niños, sino que insistía en que fuese Anna quien cenara con él para que tuvieran tiempo de hablar y de organizar sus planes del día siguiente. Cenando juntos, con el servicio entrando y saliendo del comedor, disponían de un lugar seguro en el que hablar sin tentaciones. La mayor parte del tiempo hablaban de los niños, pero a veces y de un modo natural la conversación se desviaba hacia otros asuntos, sucesos de carácter social o político. Sus vidas personales.
Anna le contó un poco sobre su infancia en Lawton House. Lord Brentmore le habló de sus actividades durante la guerra. Había trabajado como espía, introduciéndose de incógnito en Francia para recibir mensajes de los informantes y pasarlos a quienes trabajaban contra Napoleón.
La cena se convirtió en el momento favorito del día para Anna, un tiempo en el que disfrutar de la camaradería que tanto había estado echando de menos desde que perdiera la compañía de Charlotte, aún más especial por contar con la presencia del marqués. Cuanto más compartía con ella, más llegaba a conocerlo y más difícil se le hacía resistirse a él.
Cuando ella abandonaba la mesa, lord Brentmore se quedaba siempre en el comedor. Si alguna vez decidiera presentarse en la puerta de su alcoba, sucumbiría sin dudarlo.
Aquella mañana no lo encontró en el desayuno cuando los niños y ella entraron. En la silla de Anna había un papel doblado.
—¿Qué dice? —preguntó Dory antes de que hubiera podido leerlo.
—Una dama no debe ser tan maleducada como para preguntar qué dice una carta que no le está dirigida a ella —la reprendió de buen humor. El espíritu de aquella criatura resultaba encantador en una niña de cinco años, pero pronto pasaría a ser considerado maleducado si no conseguía domesticarlo un poco—. Está dirigida a los tres, así que la leeré. Es de vuestro padre —leyó rápidamente—. No va a desayunar con nosotros, pero nos verá a mediodía y con una sorpresa.
—¡Una sorpresa! —los ojitos de la niña se encendieron.
Y los de su hermano, también.
—¿Y qué es? —inquirió Dory.
Anna se rio.
—Si nos lo dijera, ya no sería una sorpresa.
A mediodía un criado les dijo que lord Brentmore los aguardaba en los establos y que debían vestirse para montar.
—Papá nos va a llevar a caballo esta tarde —anticipó lady Dory en el camino a los establos—. Por eso ha querido que nos vistiéramos así. ¿Es esa la sorpresa, señorita Hill?
—No lo sé —Anna se volvió a su hermano—. ¿Tú crees que esa es la sorpresa?
Lord Brentmore y ella habían acordado aprovechar todas las oportunidades que se presentaran para invitarle a comunicarse.
El chiquillo se encogió de hombros, pero estaba claramente excitado por la espera. Anna sintió que el corazón se le llenaba. Cal anticipaba que algo bueno le iba a suceder.
En cuanto vieron los establos, los chiquillos echaron a correr.
—¡Despacio! —les pidió, pero no la escucharon.
Cuando llegó a las puertas del establo el señor Upsom estaba allí, intentando contener a los niños. Pero con una sonrisa en la cara.
—Milord ha dicho que se reúnan con él en el paddock.
Tomó las manos de los niños para contenerlos y echaron a andar hacia allí.
Lord Brentmore estaba de pie dentro, y en las manos tenías las riendas de un poni negro y otro marrón.
—¡Ponis! —gritó Dory, soltándose de su mano.
Cal salió corriendo tras ella y Anna creyó haberle oído gritar.
Los dos se encaramaron a la valla.
—Milord, ¿qué es lo que ha hecho?
Él le sonrió.
—He tenido una idea.
Entregó las riendas a un mozo del establo y se adelantó para detener la loca carrera de los niños.
—No tan deprisa. Antes una explicación.
—¿Podemos acariciarlos?
Dory no le estaba prestando atención sino que intentaba acercarse a los ponis.
—¡Lady Dory! —exclamó Anna en tono autoritario—. ¡Haz caso a tu padre de inmediato!
Su hermano