Tomó el camino de grava que conducía a la entrada principal.
—¿La dejo en la casa principal?
—Sí. El ama de llaves me dijo que la tenían allí —arrugó en entrecejo—. A menos que quiera que vaya con usted a los establos.
Él hizo un gesto con la mano y recurrió a su acento irlandés.
—No se preocupe por mí. Ahora no soy un marqués, sino un mozo de cuadra que sabe adónde debe ir.
La llevó a la entrada de servicio y la vio entrar apresurada. No le hacía ninguna gracia dejarla sola.
Qué absurdo. No iba a estar sola, sino entre personas que conocía de toda la vida.
Llevó la silla a los establos.
Cuando se acercaba un hombre le salió al paso.
—¿Y se puede saber quién eres tú?
Brent se rozó el ala del sombrero.
—De Brentmore Hall. He traído a la señorita Hill a ver a su madre.
La expresión del hombre se volvió oscura.
—¿Ha venido?
—¿La señorita Hill? —preguntó, fingiendo estar confuso—. Pues, sí, claro, a ver a su madre.
El hombre bajó la mirada un instante, pero luego se recompuso.
—Vamos, baja. ¿Os quedáis?
—Por lo menos esta noche. Me han dicho que haga lo que ella me diga.
El hombre que debía ser el responsable de los establos llamó a otros mozos y les encargó que desengancharan los caballos y se ocuparan de ellos. Brent sacó la maleta de Anna y la cesta de la cocina. Le indicaron dónde podía sentarse un rato y le ofrecieron una pinta de cerveza.
Tras un momento, el hombre que le había recibido volvió a su encuentro.
—¿Tienes hambre? Puedes pedir que te den algo de comer en la cocina.
Lo que él quería era ver qué le estaba pasando a Anna.
—No estaría mal —respondió, echándose mano al estómago.
—Sígueme.
Y echaron a andar hacia la cocina.
—Debería haber venido antes —dijo el hombre, más para sí mismo que para Brent.
—¿Antes?
El hombre se detuvo y dejó vagar la mirada por el horizonte.
—Su madre… —hizo una pausa y bajó la cabeza—. Su madre ha muerto. La enterramos ayer.
Habían llegado demasiado tarde.
—La señorita Hill lo va a pasar mal —dijo en voz baja.
—Era… mi esposa.
—¿Es usted el padre de la señorita Hill?
—En cierto modo.
Brent lo miró sorprendido. ¿Qué significaba eso? Pero obviamente no podía hacer preguntas.
Siguió al señor Hill a la entrada de servicio, que se abría a un largo corredor con puertas a los lados. El sonido de voces y cacharreo le indicó que la cocina quedaba al fondo.
El señor Hill lo acompañó al comedor del servicio.
Anna estaba allí, sentada a una larga mesa, rodeada por el ama de llaves y varias doncellas que intentaban consolarla. Parecía devastada por la pena y tenía los ojos rojos de llorar.
—Has venido —dijo su padre.
—Padre…
Las doncellas le hicieron sitio, pero él no se acercó.
—Te habrán dicho lo de tu madre.
Eso era obvio.
—¿Cómo está, padre?
Él no contestó.
—Tienes la habitación preparada en la casa de la entrada. La señora Jordan te esperaba hace días.
Y miró a una mujer que debía ser la aludida.
—La carta se perdió —explicó.
El señor Hill se encogió de hombros e inclinó la cabeza hacia Brent.
—El cochero de Anna tiene hambre.
Bret supuso que eso debía ser una especie de presentación, o quizás un intento de cambiar de tema.
La señora Jordan lo miró.
—Entonces le apetecerá comer algo. Su… se llama Egan —se corrigió Anna.
—Egan —la señora Jordan le indicó un puesto en la mesa—. Siéntate y te traeremos un plato de comida. Mary —añadió dirigiéndose a una de las doncellas—, mira a ver qué le das de comer.
Brent se sentó en la silla más próxima intentando no mirar demasiado a Anna. Le dolía verla tan desconsolada.
Su padre dio dos pasos hacia la puerta.
—Dejarán tus cosas en la casa.
Ella asintió.
—Gracias, padre.
Brent frunció el ceño. Qué frialdad la de aquel hombre. Le recordaba a su abuelo, el viejo marqués.
La doncella le llevó un plato de comida a él y un té a Anna.
Los sirvientes iban entrando y saliendo de la cocina al concluir sus tareas o para darle el pésame a Anna, pero en un momento dado llegaron a quedarse solos.
—¿Anna? —murmuró, olvidándose de la formalidad de llamarla de otro modo.
Estaba pálida.
—Tengo la sensación de que no puedo respirar.
Hubiera querido abrazarla y consolarla como lo había hecho con Cal tras las pesadillas, pero se limitó a cambiarse de silla para ponerse frente a ella y apretar su mano.
—Llore, no se contenga. Le ayudará.
Aunque él desde muchacho había aprendido a no llorar nunca.
Ella parpadeó rápidamente y le apretó a su vez la mano, pero alguien se acercaba y le soltó.
—¿Ha terminado de comer?
—Sí.
Su plato estaba casi vacío, pero no había saboreado nada de lo que había comido.
—Entonces, mejor nos vamos. Aquí solo servimos para estorbar —se levantó—. Espere un momento que lo diga en la cocina.
Cuando volvió y salieron, le dijo:
—La acompaño a casa de su padre.
Anna no se negó.
—No… no me puedo creer que se haya ido —musitó, y él le ofreció apoyo en su brazo.
Cuando llegaron a la casa, llamó a la puerta antes de abrir.
—Estoy aquí, padre.
La habitación estaba a oscuras, iluminada solo por el resplandor de un fuego.
Brent percibió un intenso olor a ginebra.
Su padre se levantó de una silla junto a la chimenea.
—Pues pasa.
Su tono era áspero y su dicción un poco turbia.
Brent esperó en la puerta. No sabía si dejarla sola.
—Tú… pasa a tomar una copa —le llamó el señor Hill.
—No me vendría