Cuando llegaron al camino principal, Anna dejó de mirar hacia atrás.
—Lord Brentmore…
—Los niños estarán bien cuidados. Y yo estaré de vuelta mañana.
—¡Pero mírese!
Llevaba una camisa de lino basto, chaqueta y pantalones marrones.
—Un disfraz que me resultó bastante útil durante la guerra —respondió, encogiéndose de hombros—. Si el marqués de Brentmore llevase a la institutriz de sus hijos a la casa de un conde las habladurías se dispararían, pero si Egan Byrne la lleva, a nadie le importará.
—¿Egan Byrne?
—Es mi nombre. Y el apellido de mi abuelo irlandés.
—Pero alguien podría reconocerle.
¿Y si le veía lord Lawton? ¿Qué pensaría?
—No se preocupe ahora por eso, señorita —dijo, con un acento totalmente desconocido—. Nadie se fijará en un mozo de cuadra irlandés. Estaré más callado que un ratón y solo usted sabrá la verdad.
Dudaba seriamente que un hombre como él, aun vestido como los trabajadores, pudiera pasar desapercibido.
—Pero debe acordarse de llamarme Egan y no milord —añadió con su acostumbrado acento inglés.
Tragó saliva.
—Pero… ¿por qué hace esto?
Su expresión se volvió solemne.
—He pensado que podría necesitar la compañía de un amigo.
Las lágrimas le escocieron en los ojos.
Aquello era una locura de marca mayor.
Brentmore mantenía la mirada en el camino pero no podía dejar de ser tremendamente consciente de la mujer que llevaba sentada a su lado. Notaba su tensión, su preocupación. Y también el roce de su brazo cuando el camino se tornaba duro.
Debía haber perdido el juicio para someterse de ese modo a su compañía. La intensa atracción que sentía por ella no había disminuido ni un ápice. Era una fascinación constante, causa de una batalla diaria contra su deseo de perderse en toda aquella belleza. Conocerla, ver cómo era con sus hijos y sentir como propia su tristeza lo hacía todo aún más difícil.
Nunca la había oído quejarse pero se había dado cuenta de lo solitaria que era la vida para ella al oírle hablar de su niñez, o en el hecho de que nunca recibía cartas a pesar de que ella sí las escribía. La carta en que se la informaba de la enfermedad de su madre había sido la primera desde su llegada a Brentmore Hall, una misiva que le había provocado un mal presentimiento, y por eso no había sido capaz de dejarla ir sola.
La silla tropezó en una raíz e instintivamente puso un brazo por delante de ella para evitar que se cayera.
—Perdón —dijo, y rápidamente apartó el brazo. Tocarla era un infierno
Ella lo miró.
—No creo que vaya a quejarme de nada de lo que haga, milord.
Dios todopoderoso… si supiera cuántas noches sin dormir había tenido que aguantar, imaginando cómo sería ir a su alcoba y saciar la necesidad que sentía de ella, todavía peor sabiendo que no le rechazaría. Pensar que podía ser él quien despertara su sensualidad era una tortura.
—Egan.
—¿Qué?
—Que ha vuelto a llamarme milord. Tiene que practicar llamándome Egan.
Ojalá fuera de verdad Egan Byrne y no el marqués de Brentmore. Entonces no estaría prometido a la hija de un barón y nadie calificaría de escándalo nada de lo que hiciera. A nadie le importaría.
—Egan —repitió ella. En sus labios su nombre parecía ser pronunciado entre las sábanas de un lecho.
Aquella manera de pensar no podía ser.
—Este camino no es precisamente de los mejores.
A lo mejor charlar de cualquier cosa sin importancia ayudaba.
—Y yo le digo que no pienso quejarme. De no ser por su amabilidad, estaría apretujada en un coche de postas entre viajeros que abusan del ajo y el queso.
—Y que solo se bañan una vez al año.
Anne esbozó una sonrisa y su corazón se alegró.
—Me ha ahorrado semejante destino —contestó, aunque sus ojos se llenaron enseguida de preocupación.
—Su madre podría haberse recuperado para cuando lleguemos. ¿Suele tener problemas respiratorios?
Se temía lo peor. La vida era tan frágil…
—Nunca ha estado enferma. Por eso me preocupo. Nuestra ama de llaves no se habría puesto en contacto conmigo si le pareciera algo sin importancia.
Brent recordó de pronto a su propia madre, postrada en la cama, con el sonido de su respiración como el de un fuelle de chimenea, y apretó las riendas entre las manos.
—No pierda la esperanza, señorita Hill.
Rara vez pensaba en su madre, pero cuando lo hacía la echaba enormemente de menos aun después de veintiún años. Nunca hablaba de ella. Siempre que el marqués quería referirse a su madre, la llamaba esa zorra irlandesa.
La voz de Anna lo sacó de su ensimismamiento.
—Nunca he estado muy unida a mi madre, porque me pasaba la vida con Charlotte. A veces no nos veíamos durante semanas —la voz se le rompió—. Espero poder volver a verla.
Brent puso su mano sobre la de ella.
Mientras avanzaban hacia Lawton fue hablándole de su vida allí, de que habría crecido sin ser servicio ni tampoco familia. Había estado muy unida a la hija de los Lawton, pero al mismo tiempo separada porque no se la aceptaba en sus círculos sociales.
Brent sabía bien lo que era sentirse rechazado. Ni su abuelo, ni sus compañeros de colegio, ni sus conocidos lo aceptaban.
Ni su mujer siquiera. Que píldora más amarga. Y él que creía que le amaba.
Por lo menos, cuando se casara por segunda ocasión, sabría sin lugar a dudas que su esposa no le querría.
Sacudió las riendas y condujo tan rápido como se atrevía a hacerlo.
Fueron cambiando con frecuencia de caballos, pero solo se detuvieron a pagar los peajes. Comieron de la cesta que la cocinera les había preparado.
Cuando el día estaba ya entre dos luces a Brent le dolían los brazos de llevar las riendas y de los baches del camino. Anna parecía agotada también, pero el paso rápido empezaba a tener sus frutos, ya que cuando por fin pasaron ante una señal que indicaba la proximidad de Lawton aún quedaba luz de día. La torre de la iglesia no tardó en asomar recortada contra el cielo.
—¡El pueblo! —exclamó Anna.
Aquel núcleo no tenía nada que lo distinguiera del resto de pueblos ingleses: casas de piedra con tejados muy inclinados, una posada, un herrero, tiendas…
—Lawton House no está lejos —dijo cuando abandonaron la carretera y el camino principal.
Brent sintió que la tensión de Anna crecía.
De pronto apareció ante ellos una magnífica casa de campo emplazada entre céspedes perfectos y lechos de flores. Construida con la misma piedra gris que las casas del pueblo, era una mezcolanza de añadidos y alas, como si los sucesivos condes de Lawton se hubieran sentido presas de una especie de compulsión constructiva cada medio siglo.
Aquel era el lugar en el que Anna se había pasado prácticamente toda la vida, la casa que perdió cuando lord Lawton decidió, de la noche a la